Museos y diplomacia cultural
MIGUEL ZUGAZA
Director del Museo del Prado.
Occidente
proyecta a través de los museos el triunfo de la era revolucionaria, de
la razón y de la democracia. Las regiones que hoy se disputan la
hegemonía económica no esconden su deseo de emular el prestigio
occidental logrado con sus instituciones culturales.
El
Museo del Prado es lo más importante para España, más que la monarquía y
la república juntas”. Con esta provocadora sentencia, atribuida a
Manuel Azaña, al tiempo de proclamar su admiración por el tesoro
artístico que guarda entre sus muros esta veterana institución pública,
no hacía otra cosa que situar el museo como una principal “razón de
Estado”. El Prado como el resto de las galerías nacionales creadas en la
era revolucionaria son depósitos privilegiados de la memoria colectiva
de los diferentes Estados contemporáneos, formados por los retazos de lo
más excelente de la creación del hombre en la historia, unidos por la
tradición coleccionista culta de cada uno de nuestros países y, más
recientemente, por la revisión académica que nuestras instituciones han
propuesto de la historia particular y universal del arte que conservan.
Muchas
veces decimos que los museos y su misión han cambiado poco desde su
creación en los albores de la edad contemporánea. Lo que ha cambiado es
la sociedad y su relación con el arte. Los museos han pasado de ser
instituciones estrictamente académicas a convertirse en centros de
educación de la sociedad; de ser frecuentados tan solo por artistas,
aficionados y especialistas a recibir a millones de ciudadanos que se
acercan, desde todas las partes del mundo, atraídos por la singularidad
de las obras que atesoran.
No
podemos negar el éxito de la transformación que han vivido los museos
en las últimas décadas del siglo XX, obligados a ampliar sus
instalaciones y proponer un programa de actividades motivador para
visitantes, a dirigirse a ellos en varios idiomas y respetando los más
diversos orígenes geográficos y culturales.
El triunfo de la razón y la democracia
Los
museos occidentales han adquirido un prestigio universal envidiable.
Después de más de dos siglos de historia, hoy proyectan el emblema
visible del triunfo de la era revolucionaria, de la razón y de la
democracia, donde nuestros ciudadanos se miran orgullosos y cuyo
prestigio es admirado por el mundo. Ese prestigio social y político que
han adquirido los museos produce, inevitablemente, el deseo de emulación
que se hace más fuerte e irresistible entre las regiones que se
disputan la hegemonía económica mundial en la actualidad.
Tampoco
es algo nuevo. De hecho, ese deseo de emulación de su prestigio ya se
produjo en otros momentos de la historia contemporánea. No se puede
entender la extraordinaria acumulación de colecciones que se produjo en
Estados Unidos a lo largo del siglo XX y la creación de tantos museos,
sin ese afán de emulación de una sociedad pujante como la americana por
las formas culturales de la vieja Europa. No tiene que sorprender tanto
que hoy las nuevas regiones emergentes se miren en el mismo espejo y que
Kazajstán o Emiratos Árabes Unidos se empeñen en crear una red de
instituciones tan relevantes como la erigida en Tejas en las últimas
décadas.
Para
alimentar ese deseo se encuentra el mercado, y no deja de ser obvio que
el arte ahora y siempre se ha movido por el mundo siguiendo al mejor
postor. No tenemos que ir muy lejos para comprobarlo. Las colecciones
que actualmente exhibe con orgullo el Museo del Prado proceden, en
muchos casos, de otras colecciones europeas. El Lavatorio de Tintoretto,
obra asociada ya indisolublemente al patrimonio español, fue pintada
para la iglesia veneciana de San Marcuola y posteriormente pasó a manos
de la prestigiosa colección de Carlos I de Inglaterra, siendo adquirida
por el rey Felipe IV en la almoneda organizada tras la ejecución del
monarca inglés.
Muchas obras de los grandes museos internacionales conservan en su historia, en su particular camino de prestigio, el itinerario marcado por esa norma esencial del mercado buscando a su mejor postor. Eso no ha cambiado en el caso de las obras de dominio privado. A cambio, las colecciones “nacionales”, las que pertenecen al patrimonio público y que mayoritariamente se conservan en los museos, han salido definitivamente del mercado. Son patrimonios inembargables cuyo valor ya no es económico sino estrictamente histórico y cultural. Esta es, sin duda, otra de las grandes conquistas de estas instituciones.
Internacionalización y deslocalización
La
compleja red de relaciones que forma nuestro mundo globalizado también
ha afectado a la misión de los museos hoy día; obligándoles a asumir
nuevas responsabilidades. El museo tradicional, localizado físicamente
en una ciudad y en un edificio, identificado con el progreso cultural y
artístico de una nación, se enfrenta a reconsiderar su papel en un mundo
gobernado por las reglas del mercado global y la deslocalización.
Resulta oportuno observar las distintas soluciones ensayadas en los últimos años frente a esta nueva realidad. No existe un museo igual a otro y, por tanto, las fórmulas son diferentes. La primera diferencia radica en la particular historia del país y la identidad común con ella que tienen las colecciones de los museos. Es una cuestión de perspectiva histórica que no puede ser la misma para un inglés, un norteamericano, un español o un chino. La relación del British Museum con el mundo es diferente a la del Louvre, el Metropolitan o el Prado y, por supuesto, para el Museo Nacional de Pekín.
Otra
diferencia fundamental es la naturaleza especializada de cada museo. La
forma de enfrentarse a esta nueva realidad es distinta entre los museos
históricos o los centros de arte contemporáneo.
Uno
de los más publicitados intentos de hacer congeniar el mundo global con
los museos fue la operación de expansión ideada por la Fundación
Solomon Guggenheim de Nueva York en la década de los noventa, que se
desarrolló sobre una plataforma muy particular. Era una institución
privada estadounidense, dedicada al arte occidental del siglo XX y al
arte actual y que, además, ya tenía una antena exterior, la colección
Peggy Guggenheim en Venecia. Sobre estas especiales condiciones se
diseñó una ambiciosa estrategia global cuyo resultado más notorio y
exitoso ha sido el establecimiento de una sede del museo en Bilbao.
Antes
que el Guggenheim, la Tate, otro museo de arte contemporáneo, ensayó un
modelo de expansión local con la creación de una sede en Liverpool. En
esta misma dirección se ha movido, más recientemente, el Centro Georges
Pompidou, con la apertura de una sede local en la ciudad de Metz.
Sin
duda, las instituciones dedicadas a lo contemporáneo tienen una mayor
libertad y, seguramente, coartada conceptual para ensayar este
funcionamiento en red o global. En cambio, más dificultad tienen los
museos históricos que han edificado su prestigio sobre su inamovible
localización cultural y física.
La
diplomacia cultural entendida como un soft power no es algo nuevo. Los
museos internacionales llevan décadas colaborando activamente con otros
países a través de préstamos de obras singulares o de conjuntos
significativos de sus colecciones, con la finalidad de ampliar el
prestigio y conocimiento de sus instituciones y, al mismo tiempo, servir
de embajadores culturales de sus respectivos países en el mundo.
Algo
más reciente es el juego de marca-país instalado en las estrategias
diplomáticas de cada Estado. De hecho, no conozco ningún gran museo
europeo que no haya presentado en la última década algún aspecto de la
excelencia de sus colecciones a alguna ciudad china, acompañando o
apoyando las oportunidades políticas y económicas de cada país en sus
relaciones con ese gigante emergente del mundo global.
Las
estrategias de internacionalización de nuestros museos han estado
siempre subordinadas a las necesidades y estrategias diplomáticas de los
países. A esta nueva “razón de Estado” se suma, más recientemente, otro
argumento central como son las dificultades de financiación de los
museos públicos europeos. El crecimiento físico y operativo que han
vivido los museos en las últimas décadas, que más arriba hemos
calificado de éxito en el cumplimiento de su misión, ha generado a su
vez necesidades de financiación extraordinarias que los presupuestos de
las administraciones de las que dependen no pueden asumir en su
totalidad. Una situación que se agrava extraordinariamente en coyunturas
depresivas como la actual. El complemento de financiación necesario se
busca en los esfuerzos coaligados que hacen los visitantes, la comunidad
social que acompaña a cada institución con sus donaciones y patrocinios
y, finalmente, gracias a la capacidad comercial del museo a través de
la venta de productos o servicios.
Este
movimiento de los museos hacia la generación de recursos propios se ha
visto con cierto escepticismo, cuando no de una forma polémica, por una
parte de la opinión pública. Muchas veces hemos oído hablar injustamente
del proceso de “mercantilización” e incluso “privatización” de los
museos refiriéndose a lo que ha sido, en la mayor parte de los casos, el
esfuerzo por alcanzar los recursos financieros necesarios para
garantizar el cumplimiento de la misión de la institución. Si asumir una
mayor responsabilidad en la financiación de los museos públicos se
puede considerar una debilidad de nuestras instituciones, esta ha sido
vista como una oportunidad para otros países que desean compartir el
prestigio de nuestras instituciones y los ejemplos excelentes del arte
que conservamos. ¡Cómo resistirse a esta atractiva oportunidad!
El
argumento económico fue, sin duda, el que catapultó las opciones de
globalización del Guggenheim: una institución con limitados recursos
económicos pero con un activo extraordinariamente solvente como es su
gran colección de arte del siglo XX. La idea-fuerza era poder compartir
con nuevos públicos esa colección y el know-how de la institución
estableciendo nuevas sedes por el mundo. Su visión coincidió con las
necesidades de una región con posibilidades financieras y una estrategia
imaginativa y valiente de revitalización urbana y económica como era el
País Vasco y la ciudad de Bilbao. El resultado, la creación del
Guggenheim Bilbao, una operación cuyo éxito ha trascendido del estricto
ámbito cultural pero que, indiscutiblemente supuso un terremoto de una
gran escala en las políticas culturales y las estrategias globales de
los museos internacionales. Sin duda, hay un antes y un después de esta
exitosa experiencia. A partir de ella se empezó a hablar de una forma
más abierta de las oportunidades de deslocalización de los museos. Por
primera vez, se debatía sobre la transversalidad entre cultura, economía
y desarrollo social y urbano, y del beneficio de esa asociación.
No
faltaron las críticas a lo que se consideraba la “macdonalización” de
la cultura, la “espectacularización” de los museos, el triunfo del
imperio de la audiencias, etcétera. Desde mi punto de vista, todas esas
cuestiones “morales” encubrían un debate más profundo sobre la crisis
existencial que estaban viviendo específicamente los museos de arte
contemporáneo en el cambio de siglo y la necesidad de su reinvención
conceptual e histórica.
En cualquier caso, “el terremoto Guggenheim” provocó un auténtico tsunami de proyectos e iniciativas que, con mayor o menor fortuna y disimulando más o menos los prejuicios puristas, buscaban ese modelo de éxito.
Diez
años después, ¡tan solo una década!, hemos visto aflorar por las más
diversas partes del planeta estrategias parecidas de
internacionalización de los museos tradicionales. La más reciente, y
cargada de un especial simbolismo, es el Museo del Louvre y su política
de expansión. El padre de todos los museos ha llevado adelante dos
operaciones simultáneas de deslocalización. Hace un año abrió una nueva
sede en la región de Lens y, al mismo tiempo, se ha comprometido junto a
los museos nacionales franceses en la apertura de una sede en una
ciudad de nueva planta construida a las afueras de Abu Dabi, en el golfo
Pérsico. Esta última ha despertado la mayor expectación internacional
por la concentración y significación de las instituciones implicadas.
Desde su origen, el proyecto de la nueva ciudad en la península de
Saadiyat se basaba en la creación de un prestigioso distrito de arte y
museos donde, además del Louvre, se encuentran implicados el principal
promotor de la idea, que nuevamente es el Guggenheim, y donde el British
Museum, en un papel secundario, asesora en la creación de un gran museo
nacional.
Cada
uno de los museos implicados responde a una razón de diplomacia
cultural y no han dudado en edificar su identidad a través de la
participación del talento de algunos de los mayores arquitectos de sus
respectivos países. Frank Gehry para los estadounidenses, Jean Nouvel
para los franceses y Norman Foster para los británicos. Criticar esta
ambiciosa operación como un canto del cisne del neocolonialismo cultural
sería demasiado fácil. Valorar su futuro, su éxito o su fracaso,
imposible. Creo que es mejor observarlo como un ensayo de la expansión
de las marcas nacionales, dentro de un nuevo mercado asociado al lujo y
“legalizado” por la diplomacia cultural occidental. Lo que no sé tampoco
es si allí se escenifica la fortaleza de nuestra posición en el mundo
o, más bien, donde se proclama nuestra decadencia. El tiempo lo dirá.
España: una reflexión sobre el pasado y el futuro
Teniendo
en cuenta este incierto panorama, ¿cuál es el papel que le puede
corresponder a España, a su cultura y a sus museos en este escenario
ampliado de la globalización? Para empezar, podemos quitarnos algunos
prejuicios si sabemos reconocer que sobre la decadencia occidental
podemos dar lecciones al mundo. Nuestra posición hegemónica en el orbe
declinó hace ya varias centurias. Mientras las potencias europeas
modernas colonizaban el mundo, nuestro país perdía sus últimas
posesiones ultramarinas. Desde luego, creo que podemos aportar una
perspectiva histórica experta.
Perdido
el poder, lo que nos ha quedado es una gloriosa ruina, nada más y nada
menos que uno de los más diversos y ricos patrimonios históricos y
artísticos que conserva cualquier nación del mundo. De alguna manera el
poder político se ha metamorfoseado en una potencia cultural universal
de primer orden, lo que supone nuevamente una gran responsabilidad y
toda una extraordinaria oportunidad.
La
cultura, la lengua y todas las manifestaciones artísticas conforman,
sin duda, la “imagen de España”, esa sombra más o menos alargada que nos
persigue históricamente y que, ahora, los profesionales del marketing y
la comunicación llaman marca-país. No dudo de la eficacia de estas
estrategias en otros sectores de la actividad económica. Más dudas me
plantea la utilidad de pasear por el mundo nuestro orgulloso pasado y el
innato talento creativo español para convencer al mundo de la bondad de
nuestra realidad actual, y menos, a golpe de campaña promocional.
España
será respetada como un país culto, cosmopolita e inteligente si la
sociedad lo es. Una sociedad que se sienta responsable de esa herencia
extraordinaria que ha recibido, incluidas sus lenguas. Unos ciudadanos
que confíen en la creación artística como una forma excelente de
reflexión sobre el presente y futuro. Un país donde el pilar principal
del consenso resida en la educación. Un país de jóvenes profesionales
técnicamente cualificados y cultos. Un lugar de investigación y ciencia.
Es
decir, la verdadera diplomacia cultural no la debemos hacer tanto de
puertas hacia fuera sino hacia dentro. La cultura tiene que dejar de ser
un simple acompañamiento de la diplomacia y de sus legítimos y
positivos objetivos como son, entre otros, la mejora de las relaciones
políticas entre los Estados, la promoción de las inversiones
internacionales, la expansión de nuestras empresas y exportaciones. La
cultura, y específicamente la gestión del patrimonio histórico y
artístico, es un sector que tiene sus propios objetivos, que genera su
propia economía y es una fuente de empleo de calidad. Objetivos que no
siempre, en contra de la opinión común, se encuentran alineados con los
de otros sectores de actividad.
El
hecho de ser un destino turístico de primer orden favorece aún más el
movimiento centrípeto de nuestros esfuerzos. Sesenta millones de
ciudadanos llegan anualmente a nuestro país para disfrutar del sol, la
playa, la gastronomía y de nuestra cultura. Es decir, tenemos ya lo que
están buscando los distintos países emergentes en su ambiciosa
estrategia de futuro. Es evidente que no tenemos petróleo ni gas, pero
tenemos una posición geográfica privilegiada dentro de Europa y una
secuencia histórica y cultural irrepetible que facilitan la comunicación
con el mundo occidental grecolatino, el islámico y el latinoamericano.
Desde el Guggenheim Bilbao a la Caleta de Cádiz, desde la catedral de
Santiago de Compostela a la Alhambra, desde el Toledo del Greco a la
Barcelona de Gaudí, España ofrece un panorama de historia, patrimonio y
cultura milagrosamente conectado hoy por la alta velocidad, con un
atractivo inigualable que nos corresponde gestionar con profesionalidad y
eficacia.
Los
museos deben ser buenos embajadores del país, pero también anfitriones
de los ciudadanos que, desde cualquier parte del mundo, se interesan por
conocernos a través de nuestra cultura. Un catedrático de la
universidad española dijo en una ocasión que los directores de museos
españoles éramos “touroperadores de lujo”. A pesar de su intención
sarcástica, creo que algo de razón tenía. Qué mejor campaña de nuestra
marca-país, qué mejor para la imagen de España, si conseguimos
satisfacer las expectativas de los millones de turistas que nos visitan
todos los meses del año.
Si
la energía tenemos que ponerla en la mejora de la conservación,
conocimiento y accesibilidad del patrimonio, los museos, y no solo sus
colecciones, pueden participar al mismo tiempo activamente en el
concierto internacional colaborando con otras instituciones, acercando
la identidad y calidad de sus colecciones a públicos y culturas
distantes, ayudando a entender mejor nuestra historia común incorporando
la visión de los otros y, a su vez, nuestra voz a los intereses de
estudio y reflexión de las universidades e instituciones académicas
internacionales. Un ejemplo de esta buena práctica ha sido la forma en
la que la Real Academia Española ha trazado, en los últimos años con el
potente vehículo de nuestra lengua, una tupida red de complicidades
internacionales.
La
imagen de España, los principales guiones que han definido
históricamente nuestra proyección internacional, ha estado en manos de
los extranjeros y no pocas veces de enemigos políticos o competidores
comerciales. Desde la leyenda negra hasta la longeva imagen romántica
del país se la debemos a los otros. ¿Podemos cambiarlo? Lo hicimos, casi
inconscientemente, durante la Transición, cuando se produjo el milagro
del consenso de nuestra joven democracia y el periodo de mayor
prosperidad que ha vivido nuestro país a lo largo de la historia. Esa sí
fue una buena campaña de promoción de la marca-país.