viernes, 18 de julio de 2014

MUSEOS Y DIPLOMACIA CULTURAL




louvre


Museos y diplomacia cultural
MIGUEL ZUGAZA
Director del Museo del Prado.

Occidente proyecta a través de los museos el triunfo de la era revolucionaria, de la razón y de la democracia. Las regiones que hoy se disputan la hegemonía económica no esconden su deseo de emular el prestigio occidental logrado con sus instituciones culturales.

El Museo del Prado es lo más importante para España, más que la monarquía y la república juntas”. Con esta provocadora sentencia, atribuida a Manuel Azaña, al tiempo de proclamar su admiración por el tesoro artístico que guarda entre sus muros esta veterana institución pública, no hacía otra cosa que situar el museo como una principal “razón de Estado”. El Prado como el resto de las galerías nacionales creadas en la era revolucionaria son depósitos privilegiados de la memoria colectiva de los diferentes Estados contemporáneos, formados por los retazos de lo más excelente de la creación del hombre en la historia, unidos por la tradición coleccionista culta de cada uno de nuestros países y, más recientemente, por la revisión académica que nuestras instituciones han propuesto de la historia particular y universal del arte que conservan.

Muchas veces decimos que los museos y su misión han cambiado poco desde su creación en los albores de la edad contemporánea. Lo que ha cambiado es la sociedad y su relación con el arte. Los museos han pasado de ser instituciones estrictamente académicas a convertirse en centros de educación de la sociedad; de ser frecuentados tan solo por artistas, aficionados y especialistas a recibir a millones de ciudadanos que se acercan, desde todas las partes del mundo, atraídos por la singularidad de las obras que atesoran.

No podemos negar el éxito de la transformación que han vivido los museos en las últimas décadas del siglo XX, obligados a ampliar sus instalaciones y proponer un programa de actividades motivador para visitantes, a dirigirse a ellos en varios idiomas y respetando los más diversos orígenes geográficos y culturales.


 




El triunfo de la razón y la democracia

Los museos occidentales han adquirido un prestigio universal envidiable. Después de más de dos siglos de historia, hoy proyectan el emblema visible del triunfo de la era revolucionaria, de la razón y de la democracia, donde nuestros ciudadanos se miran orgullosos y cuyo prestigio es admirado por el mundo. Ese prestigio social y político que han adquirido los museos produce, inevitablemente, el deseo de emulación que se hace más fuerte e irresistible entre las regiones que se disputan la hegemonía económica mundial en la actualidad.

Tampoco es algo nuevo. De hecho, ese deseo de emulación de su prestigio ya se produjo en otros momentos de la historia contemporánea. No se puede entender la extraordinaria acumulación de colecciones que se produjo en Estados Unidos a lo largo del siglo XX y la creación de tantos museos, sin ese afán de emulación de una sociedad pujante como la americana por las formas culturales de la vieja Europa. No tiene que sorprender tanto que hoy las nuevas regiones emergentes se miren en el mismo espejo y que Kazajstán o Emiratos Árabes Unidos se empeñen en crear una red de instituciones tan relevantes como la erigida en Tejas en las últimas décadas.

Para alimentar ese deseo se encuentra el mercado, y no deja de ser obvio que el arte ahora y siempre se ha movido por el mundo siguiendo al mejor postor. No tenemos que ir muy lejos para comprobarlo. Las colecciones que actualmente exhibe con orgullo el Museo del Prado proceden, en muchos casos, de otras colecciones europeas. El Lavatorio de Tintoretto, obra asociada ya indisolublemente al patrimonio español, fue pintada para la iglesia veneciana de San Marcuola y posteriormente pasó a manos de la prestigiosa colección de Carlos I de Inglaterra, siendo adquirida por el rey Felipe IV en la almoneda organizada tras la ejecución del monarca inglés.

Muchas obras de los grandes museos internacionales conservan en su historia, en su particular camino de prestigio, el itinerario marcado por esa norma esencial del mercado buscando a su mejor postor. Eso no ha cambiado en el caso de las obras de dominio privado. A cambio, las colecciones “nacionales”, las que pertenecen al patrimonio público y que mayoritariamente se conservan en los museos, han salido definitivamente del mercado. Son patrimonios inembargables cuyo valor ya no es económico sino estrictamente histórico y cultural. Esta es, sin duda, otra de las grandes conquistas de estas instituciones.

Internacionalización y deslocalización

La compleja red de relaciones que forma nuestro mundo globalizado también ha afectado a la misión de los museos hoy día; obligándoles a asumir nuevas responsabilidades. El museo tradicional, localizado físicamente en una ciudad y en un edificio, identificado con el progreso cultural y artístico de una nación, se enfrenta a reconsiderar su papel en un mundo gobernado por las reglas del mercado global y la deslocalización.

Resulta oportuno observar las distintas soluciones ensayadas en los últimos años frente a esta nueva realidad. No existe un museo igual a otro y, por tanto, las fórmulas son diferentes. La primera diferencia radica en la particular historia del país y la identidad común con ella que tienen las colecciones de los museos. Es una cuestión de perspectiva histórica que no puede ser la misma para un inglés, un norteamericano, un español o un chino. La relación del British Museum con el mundo es diferente a la del Louvre, el Metropolitan o el Prado y, por supuesto, para el Museo Nacional de Pekín.

Otra diferencia fundamental es la naturaleza especializada de cada museo. La forma de enfrentarse a esta nueva realidad es distinta entre los museos históricos o los centros de arte contemporáneo.

Uno de los más publicitados intentos de hacer congeniar el mundo global con los museos fue la operación de expansión ideada por la Fundación Solomon Guggenheim de Nueva York en la década de los noventa, que se desarrolló sobre una plataforma muy particular. Era una institución privada estadounidense, dedicada al arte occidental del siglo XX y al arte actual y que, además, ya tenía una antena exterior, la colección Peggy Guggenheim en Venecia. Sobre estas especiales condiciones se diseñó una ambiciosa estrategia global cuyo resultado más notorio y exitoso ha sido el establecimiento de una sede del museo en Bilbao.


 Musée du Louvre París 

Antes que el Guggenheim, la Tate, otro museo de arte contemporáneo, ensayó un modelo de expansión local con la creación de una sede en Liverpool. En esta misma dirección se ha movido, más recientemente, el Centro Georges Pompidou, con la apertura de una sede local en la ciudad de Metz.

Sin duda, las instituciones dedicadas a lo contemporáneo tienen una mayor libertad y, seguramente, coartada conceptual para ensayar este funcionamiento en red o global. En cambio, más dificultad tienen los museos históricos que han edificado su prestigio sobre su inamovible localización cultural y física.

La diplomacia cultural entendida como un soft power no es algo nuevo. Los museos internacionales llevan décadas colaborando activamente con otros países a través de préstamos de obras singulares o de conjuntos significativos de sus colecciones, con la finalidad de ampliar el prestigio y conocimiento de sus instituciones y, al mismo tiempo, servir de embajadores culturales de sus respectivos países en el mundo.

Algo más reciente es el juego de marca-país instalado en las estrategias diplomáticas de cada Estado. De hecho, no conozco ningún gran museo europeo que no haya presentado en la última década algún aspecto de la excelencia de sus colecciones a alguna ciudad china, acompañando o apoyando las oportunidades políticas y económicas de cada país en sus relaciones con ese gigante emergente del mundo global.

Las estrategias de internacionalización de nuestros museos han estado siempre subordinadas a las necesidades y estrategias diplomáticas de los países. A esta nueva “razón de Estado” se suma, más recientemente, otro argumento central como son las dificultades de financiación de los museos públicos europeos. El crecimiento físico y operativo que han vivido los museos en las últimas décadas, que más arriba hemos calificado de éxito en el cumplimiento de su misión, ha generado a su vez necesidades de financiación extraordinarias que los presupuestos de las administraciones de las que dependen no pueden asumir en su totalidad. Una situación que se agrava extraordinariamente en coyunturas depresivas como la actual. El complemento de financiación necesario se busca en los esfuerzos coaligados que hacen los visitantes, la comunidad social que acompaña a cada institución con sus donaciones y patrocinios y, finalmente, gracias a la capacidad comercial del museo a través de la venta de productos o servicios.

Este movimiento de los museos hacia la generación de recursos propios se ha visto con cierto escepticismo, cuando no de una forma polémica, por una parte de la opinión pública. Muchas veces hemos oído hablar injustamente del proceso de “mercantilización” e incluso “privatización” de los museos refiriéndose a lo que ha sido, en la mayor parte de los casos, el esfuerzo por alcanzar los recursos financieros necesarios para garantizar el cumplimiento de la misión de la institución. Si asumir una mayor responsabilidad en la financiación de los museos públicos se puede considerar una debilidad de nuestras instituciones, esta ha sido vista como una oportunidad para otros países que desean compartir el prestigio de nuestras instituciones y los ejemplos excelentes del arte que conservamos. ¡Cómo resistirse a esta atractiva oportunidad!

El argumento económico fue, sin duda, el que catapultó las opciones de globalización del Guggenheim: una institución con limitados recursos económicos pero con un activo extraordinariamente solvente como es su gran colección de arte del siglo XX. La idea-fuerza era poder compartir con nuevos públicos esa colección y el know-how de la institución estableciendo nuevas sedes por el mundo. Su visión coincidió con las necesidades de una región con posibilidades financieras y una estrategia imaginativa y valiente de revitalización urbana y económica como era el País Vasco y la ciudad de Bilbao. El resultado, la creación del Guggenheim Bilbao, una operación cuyo éxito ha trascendido del estricto ámbito cultural pero que, indiscutiblemente supuso un terremoto de una gran escala en las políticas culturales y las estrategias globales de los museos internacionales. Sin duda, hay un antes y un después de esta exitosa experiencia. A partir de ella se empezó a hablar de una forma más abierta de las oportunidades de deslocalización de los museos. Por primera vez, se debatía sobre la transversalidad entre cultura, economía y desarrollo social y urbano, y del beneficio de esa asociación.

No faltaron las críticas a lo que se consideraba la “macdonalización” de la cultura, la “espectacularización” de los museos, el triunfo del imperio de la audiencias, etcétera. Desde mi punto de vista, todas esas cuestiones “morales” encubrían un debate más profundo sobre la crisis existencial que estaban viviendo específicamente los museos de arte contemporáneo en el cambio de siglo y la necesidad de su reinvención conceptual e histórica.

En cualquier caso, “el terremoto Guggenheim” provocó un auténtico tsunami de proyectos e iniciativas que, con mayor o menor fortuna y disimulando más o menos los prejuicios puristas, buscaban ese modelo de éxito.

Diez años después, ¡tan solo una década!, hemos visto aflorar por las más diversas partes del planeta estrategias parecidas de internacionalización de los museos tradicionales. La más reciente, y cargada de un especial simbolismo, es el Museo del Louvre y su política de expansión. El padre de todos los museos ha llevado adelante dos operaciones simultáneas de deslocalización. Hace un año abrió una nueva sede en la región de Lens y, al mismo tiempo, se ha comprometido junto a los museos nacionales franceses en la apertura de una sede en una ciudad de nueva planta construida a las afueras de Abu Dabi, en el golfo Pérsico. Esta última ha despertado la mayor expectación internacional por la concentración y significación de las instituciones implicadas. Desde su origen, el proyecto de la nueva ciudad en la península de Saadiyat se basaba en la creación de un prestigioso distrito de arte y museos donde, además del Louvre, se encuentran implicados el principal promotor de la idea, que nuevamente es el Guggenheim, y donde el British Museum, en un papel secundario, asesora en la creación de un gran museo nacional.





Cada uno de los museos implicados responde a una razón de diplomacia cultural y no han dudado en edificar su identidad a través de la participación del talento de algunos de los mayores arquitectos de sus respectivos países. Frank Gehry para los estadounidenses, Jean Nouvel para los franceses y Norman Foster para los británicos. Criticar esta ambiciosa operación como un canto del cisne del neocolonialismo cultural sería demasiado fácil. Valorar su futuro, su éxito o su fracaso, imposible. Creo que es mejor observarlo como un ensayo de la expansión de las marcas nacionales, dentro de un nuevo mercado asociado al lujo y “legalizado” por la diplomacia cultural occidental. Lo que no sé tampoco es si allí se escenifica la fortaleza de nuestra posición en el mundo o, más bien, donde se proclama nuestra decadencia. El tiempo lo dirá. 

España: una reflexión sobre el pasado y el futuro

Teniendo en cuenta este incierto panorama, ¿cuál es el papel que le puede corresponder a España, a su cultura y a sus museos en este escenario ampliado de la globalización? Para empezar, podemos quitarnos algunos prejuicios si sabemos reconocer que sobre la decadencia occidental podemos dar lecciones al mundo. Nuestra posición hegemónica en el orbe declinó hace ya varias centurias. Mientras las potencias europeas modernas colonizaban el mundo, nuestro país perdía sus últimas posesiones ultramarinas. Desde luego, creo que podemos aportar una perspectiva histórica experta. 

Perdido el poder, lo que nos ha quedado es una gloriosa ruina, nada más y nada menos que uno de los más diversos y ricos patrimonios históricos y artísticos que conserva cualquier nación del mundo. De alguna manera el poder político se ha metamorfoseado en una potencia cultural universal de primer orden, lo que supone nuevamente una gran responsabilidad y toda una extraordinaria oportunidad.

La cultura, la lengua y todas las manifestaciones artísticas conforman, sin duda, la “imagen de España”, esa sombra más o menos alargada que nos persigue históricamente y que, ahora, los profesionales del marketing y la comunicación llaman marca-país. No dudo de la eficacia de estas estrategias en otros sectores de la actividad económica. Más dudas me plantea la utilidad de pasear por el mundo nuestro orgulloso pasado y el innato talento creativo español para convencer al mundo de la bondad de nuestra realidad actual, y menos, a golpe de campaña promocional.

España será respetada como un país culto, cosmopolita e inteligente si la sociedad lo es. Una sociedad que se sienta responsable de esa herencia extraordinaria que ha recibido, incluidas sus lenguas. Unos ciudadanos que confíen en la creación artística como una forma excelente de reflexión sobre el presente y futuro. Un país donde el pilar principal del consenso resida en la educación. Un país de jóvenes profesionales técnicamente cualificados y cultos. Un lugar de investigación y ciencia.

Es decir, la verdadera diplomacia cultural no la debemos hacer tanto de puertas hacia fuera sino hacia dentro. La cultura tiene que dejar de ser un simple acompañamiento de la diplomacia y de sus legítimos y positivos objetivos como son, entre otros, la mejora de las relaciones políticas entre los Estados, la promoción de las inversiones internacionales, la expansión de nuestras empresas y exportaciones. La cultura, y específicamente la gestión del patrimonio histórico y artístico, es un sector que tiene sus propios objetivos, que genera su propia economía y es una fuente de empleo de calidad. Objetivos que no siempre, en contra de la opinión común, se encuentran alineados con los de otros sectores de actividad.

El hecho de ser un destino turístico de primer orden favorece aún más el movimiento centrípeto de nuestros esfuerzos. Sesenta millones de ciudadanos llegan anualmente a nuestro país para disfrutar del sol, la playa, la gastronomía y de nuestra cultura. Es decir, tenemos ya lo que están buscando los distintos países emergentes en su ambiciosa estrategia de futuro. Es evidente que no tenemos petróleo ni gas, pero tenemos una posición geográfica privilegiada dentro de Europa y una secuencia histórica y cultural irrepetible que facilitan la comunicación con el mundo occidental grecolatino, el islámico y el latinoamericano. Desde el Guggenheim Bilbao a la Caleta de Cádiz, desde la catedral de Santiago de Compostela a la Alhambra, desde el Toledo del Greco a la Barcelona de Gaudí, España ofrece un panorama de historia, patrimonio y cultura milagrosamente conectado hoy por la alta velocidad, con un atractivo inigualable que nos corresponde gestionar con profesionalidad y eficacia.

Los museos deben ser buenos embajadores del país, pero también anfitriones de los ciudadanos que, desde cualquier parte del mundo, se interesan por conocernos a través de nuestra cultura. Un catedrático de la universidad española dijo en una ocasión que los directores de museos españoles éramos “touroperadores de lujo”. A pesar de su intención sarcástica, creo que algo de razón tenía. Qué mejor campaña de nuestra marca-país, qué mejor para la imagen de España, si conseguimos satisfacer las expectativas de los millones de turistas que nos visitan todos los meses del año.

Si la energía tenemos que ponerla en la mejora de la conservación, conocimiento y accesibilidad del patrimonio, los museos, y no solo sus colecciones, pueden participar al mismo tiempo activamente en el concierto internacional colaborando con otras instituciones, acercando la identidad y calidad de sus colecciones a públicos y culturas distantes, ayudando a entender mejor nuestra historia común incorporando la visión de los otros y, a su vez, nuestra voz a los intereses de estudio y reflexión de las universidades e instituciones académicas internacionales. Un ejemplo de esta buena práctica ha sido la forma en la que la Real Academia Española ha trazado, en los últimos años con el potente vehículo de nuestra lengua, una tupida red de complicidades internacionales.

La imagen de España, los principales guiones que han definido históricamente nuestra proyección internacional, ha estado en manos de los extranjeros y no pocas veces de enemigos políticos o competidores comerciales. Desde la leyenda negra hasta la longeva imagen romántica del país se la debemos a los otros. ¿Podemos cambiarlo? Lo hicimos, casi inconscientemente, durante la Transición, cuando se produjo el milagro del consenso de nuestra joven democracia y el periodo de mayor prosperidad que ha vivido nuestro país a lo largo de la historia. Esa sí fue una buena campaña de promoción de la marca-país.



 El Arco del Carrousel