CRÓNICA E HISTORIA
LA CRÓNICA COMO MÉTODO HISTORIOGRÁFICO
Coloquio Deh-Historia contemporánea, INAH, 21 de mayo de 2014. México.
Por José Joaquín Blanco
Al estudiar las
obras históricas conviene recordar de vez en cuando no sólo el texto
compacto, fijado, sino su proceso de composición y de escritura, su
arqueología: cómo llegaron a escribirse. No siempre existió el código
contemporáneo científico, académico, de la investigación y la escritura
supuestamente puras, con financiamiento y oportunidades suficientes para
aislarse un tanto, tomar distancia, de la realidad callejera, y así
atender durante largo tiempo a requerimientos y métodos objetivos y
tranquilos, como trabajo intelectual estrictamente especializado que
atiende ante todo a su disciplina gremial. Pocas obras históricas se han
escrito así, y eran casi excepcionales en México hasta mediados del
siglo XX, cuando incluso los mayores historiadores, como Zavala y Cosío
Villegas, debían compaginar su tareas académicas con funciones
políticas, diplomáticas, administrativas, empresariales o periodísticas.
De hecho, no se
enseñó profesionalmente la historia en México antes de los gobiernos
posrevolucionarios: la historia era una extensión de la jurisprudencia,
la filosofía, la literatura. Sólo con la creación y el fortalecimiento
de las universidades públicas y de algunos otros centros de estudios
superiores se llegó a esta depuración del trabajo historiográfico,
aunque en muchos casos actuales se continúa entremezclando con otros
tipos de quehacer teórico y práctico, y el historiador comparte y en no
pocas ocasiones se beneficia de sus actividades paralelas como político,
jurista, militante, periodista, escritor, artista, empresario. La
historiografía de la Revolución Mexicana de Cabrera, Vasconcelos,
Guzmán, Sotelo Inclán, Mancisidor, empezó en las páginas culturales o
editoriales de los periódicos.
Como sabemos, durante le Colonia los historiadores no perseguían el
conocimiento objetivo y puro, sino la evangelización y la colonización:
buscaban entender mejor a los indios para cristianizarlos y
castellanizarlos, como en los casos de Motolinía y Sahagún, y no como a
entes de conocimiento neutro o científico. Las grandes obras históricas
que ahora celebramos eran en realidad disciplinas ancilares del
predicador, del misionero, del oidor, del gobernador, del
administrador. Otras, como las de Cortés y Las Casas, atendían
fundamentalmente propósitos jurídicos: justificar la conquista y los
méritos del los conquistadores, o ponerlos en tela de juicio. Otras eran
casi autobiografía y litigio de méritos personales, como Bernal.
Muchas otras
obras históricas novohispanas fundamentalmente se proponían administrar
el poder y las tareas de las órdenes religiosas, y sólo en segundo
término estudiar rigurosamente los hechos y monumentos del pasado.
Conocer para administrar. Y en múltiples ocasiones se ordenó cesar por
completo, o moderar, o reservar, las investigaciones históricas o
lingüísticas, porque estorbaban esa administración: así por ejemplo,
Sahagún se enfrentó a obstáculos superiores, religiosos y políticos,
porque conocer demasiado tanto la cultura como la religión y la lengua
de los mexicas implicaba, en la opinión de los administradores del
gobierno y la iglesia, preservarlos en su identidad, cuando lo que se
buscaba precisamente era borrarla para impregnarlos de cristianismo y de
castellanización.
De tal modo, en
el fondo de la práctica historiográfica prevalecían los fines supremos
de administración, evangelización, castellanización y fortalecimiento de
las nuevas instituciones políticas y religiosas.
Esto nos lleva a la construcción de una historiografía marginal, cuando
no heterodoxa, cuando tales estudios no parecían fortalecer esos
objetivos administrativos o políticos. Así tenemos las enormes
peripecias y vicisitudes de Carlos de Sigüenza y Góngora, Lorenzo
Boturini y fray Servando que navegaron a contracorriente, incluso con
episodios de persecución y cárcel.
Tal vez la primera obra historiográfica mexicana en el sentido científico o académico moderno sea la Historia antigua de México de
Clavijero, que aprovechó el exilio, la libertad intelectual del exilio,
y la libertad de discusión de la Europa ilustrada, para proponerse una
emancipación del trabajo histórico y buscar la Verdad Histórica y ya no
la mera administración del pasado, como nuevo objetivo. Aunque tal
trabajo fue consecuencia de una polémica digamos periodística, si bien
no tanto en periódicos en el sentido moderno sino en libros y libelos
surgidos del clima de la Enciclopedia, en los cuales, pretendiendo
perseguir conocimientos científicos, los pedantes philosophes vigorizaban
prejuicios étnicos y nacionalistas no sólo contra los americanos, sino
incluso contra los propios españoles. El gran libro de Clavijero, con
toda su solidez de conocimiento y pensamiento, fue producto de
circunstancias de debate de philosophes, cronistas o periodistas.
Décadas después, también desde Europa, un autor fundamentalmente
libelista, cronista, periodista, sermonero, cuya obra hasta entonces
desordenada al igual que su azarosa vida entremezclaba todo tipo de
disciplinas casi sin otras preocupaciones que la polémica y la aventura,
fray Servando Teresa de Mier, se vio en la oportunidad de abrir la
historia moderna de México, con un libro que relatara sobre todo a los
extranjeros la Historia de la revolución de Nueva España. Aunque
sólo se ocupa, pues se publicó en 1813, de los orígenes del movimiento
insurgente, funda no sólo la historiografía del México independiente
sino esa vertiente, que existe hasta la fecha, de la historia nacional
considerada principalmente como la historia de sus revoluciones. México y sus revoluciones, como se llamaría dos décadas más tarde la obra del Doctor Mora.
Historia del
pasado inmediato, casi del presente, el libro de fray Servando era más
periodismo que historia y buscaba divulgar los informes que había
recibido sobre la insurgencia, desde el punto de vista de un decidido
militante de ella. Todo este aspecto de la historia política de México
durante los últimos dos siglos es casi indisolublemente una mezcla de
historiografía, ideología, militancia, política, derecho, periodismo,
mitologías populares. Y se diría que cuando muchos años o décadas
después llega el historiador moderno, científico y riguroso, a limpiar
esos establos y depurarlos de inexactitudes, supersticiones y datos sin
fundamento, la nueva historia ya depurada de las revoluciones mexicanas
se queda sin revoluciones y sin historia, como una mera especulación de
estadísticas y datos azarosos o de autentificación de documentos
dispersos. Su propio tema imponía precisamente ese estilo militante y
misceláneo de composición; y un discurso más seco, al tiempo que la
depura, la diseca.
Y aquí entramos en el momento más babélico y escandaloso del maridaje
de crónica e historia en México: la enorme, desagregada, contradictoria,
extravagante, casi esperpéntica obra de Carlos María de Bustamante.
Bustamante fue insurgente, periodista, político y su calificación
profesional estaba muy por encima del promedio de los intelectuales de
su época. ¿Cómo fue entonces que en su obra gigantesca y miscelánea
produjo lo que Guillermo Prieto llamaría “nido de urraca”, donde se
mezclaban las perlas con todo tipo de bisutería y hasta de basura
cultural, historiográfica y política? Porque su concepto de historia no
tenía nada de científico, ni siquiera según los criterios de verdad de
siglos anteriores: era una historia militante para el momento, en la que
valían tanto sus innegables méritos de protagonista, testigo y
conocedor de primera mano de algunos de los principales personajes y
acontecimientos, como los para él no menores de la tradición oral, de
los mitos populares, de los indicios y rumores fundados sobre todo en su
éxito social, e incluso sus quimeras y ensoñaciones políticas,
ideológicas, históricas y religiosas.
La abusiva auto
permisividad que ejerció Bustamante, para quien el trabajo de
historiador se mezclaba con el de trovador de gesta e incluso el de
inventor y administrador de mitologías, registra sin embargo buena parte
del clima ideológico, intelectual y emotivo de su tiempo, especialmente
entre su grupo político, lo que no deja de tener algo de historia según
el criterio moderno de que también cuentan como fuentes, de alguna
manera, los “monumentos inmateriales”, los datos, dichos y conocimientos
sin prueba positiva, como reflejo de la mentalidad y de la emotividad
de su sociedad.
Buena parte de
la concepción que ha prevalecido de los héroes y las hazañas no sólo
insurgentes, sino incluso de la conquista (como el culto a Cuauhtémoc), y
posteriores, hasta la guerra con los Estados Unidos vienen de
Bustamante. Pero también revela la precariedad de los discursos
historiográficos sin pruebas positivas, circunstancia que aprovecharon
historiadores posteriores, especialmente Lucas Alamán, para
desautorizarlo en bloque y, de paso, asumir abusivamente como dogma que
nada es historia sin fuente positiva que cubra todos los protocolos
científicos y académicos impuestos por las sucesivas élites
intelectuales.
Con lo que nos
quedaríamos ayunos de casi toda historia, pues el propio Lucas Alamán,
tan positivista, prueba muy pocos de sus asertos, sólo afirma al igual
que Bustamante, que él los vio –y a ratos miente, pues en la batalla de
Guanajuato no vio nada, ya que se mantuvo escondido en su cuarto-, o que
lo supo de gente de confianza, que en el caso de Alamán no sería el
pueblo ni los soldados insurgentes sino la aristocracia “decente”. Con
los criterios con que Alamán descalifica a Bustamante, también
descalifica buena parte de su propia historia. Y esa es la razón de que a
casi dos siglos de distancia siga la querella en prácticamente todos
los detalles sobre las guerras de independencia.
Tal vez sea
Bustamante, cuyo defecto no sería un exceso de crónica sino un
temperamento natural arrebatado, quimérico, esperpéntico; a ratos
bilioso, a ratos melancólico, y poco dado a distinguir la realidad
objetiva de sus personales presentaciones imaginarias, conceptuales o
emotivas, el mayor perfil de la historiografía como crónica a ultranza y
como subjetivismo voluntarista.
Estos defectos de carencia o debilidad de pruebas positivas, tan
señalados en Bustamante, en realidad caracterizan a toda la
historiografía mexicana del siglo XIX. Sin embargo, a partir de digamos
la década de 1830 se prestigia el concepto positivista de la historia
hasta imponerlo como dogma. Se supone que la historia positivista exige
pruebas científicas, pero lo que abundó en nuestros historiadores
positivistas no fue la ciencia, sino la palpable administración, el
discurso administrativo. Y un nuevo protagonista: los números, las
estadísticas, los cálculos que muchas veces, rascándole un poco,
resultan tan inmateriales como los rumores, los dichos o el imaginario
popular.
Pero Alamán y
el Doctor Mora echan mano a los números, a los cálculos –que muchas
veces ellos mismos fabrican, a ratos con gran tino, o que toman de
documentos ajenos de poca rigurosa autenticidad o veracidad, como los
siempre contradictorios informes contables de las oficinas de gobierno. A
partir de ellos, la historia “seria” se basa en números y datos
certificados y la crónica en dichos. Pero pronto los cronistas asimismo
asaltan la estrategia contable, y se vuelven prestidigitadores
aritméticos, mientras que los positivistas siguen considerando como
“prueba científica” los supuestos dichos, ni siquiera escritos
comprobables, de personajes de rango. Muchos de esos personajes de rango
eran meros comerciantes, hacendados, empleados de gobierno o de
negocios privados, curas, políticos, militares, totalmente involucrados
en los intereses económicos y en las pasiones políticas en cuestión. No
hay manera de certificar la mayoría de las fuentes “científicas” de
Alamán, que no debieron ser otras que su correspondencia y sus tertulias
personales.
La realidad presente conjuraba para atraer a todo historiador a ese
“nido de urraca” de que se quejaba Prieto. La historia se escribe en
esos años poco en libros, y más en los periódicos (que se multiplican
prodigiosamente), en libelos, en discursos, en sermones, en memorias
administrativas, en correspondencia oficial. Todo historiador trabaja
fundamentalmente como cronista, y todo cronista busca algunas de las
credenciales nuevas (cifras, documentos prestigiosos y certificados) del
historiador, pero con escasa claridad en el México revuelto de los
gobiernos de Santa Anna, de la guerra de Texas, de la invasión
norteamericana, de las guerras de Reforma y del Imperio.
En realidad no
se calmaría ese nido de urraca, debates, altercados, desmentidos,
mitologías, calumnias sino hasta el Porfiriato, cuando más por una
medida administrativa, casi una orden presidencial, que por criterios
realmente científicos o académicos, se recobra la tranquilidad
historiográfica a través de una negociación política entre los diversos
grupos y sus voceros intelectuales, bajo el mando del grupo liberal
triunfante, pero un grupo liberal que se fue volviendo cada vez más
conciliador.
Esta orden administrativa suprema, el presidente como égida de la
historia oficial, con respecto a la memoria de la nación; esta política
historiográfica porfiriana de administrar el triunfo liberal con una
generosa conciliación hacia los bandos vencidos o marginados, es lo que
conduce a las dos grandes aportaciones del porfirismo: el México a través de los siglos (1884-1889) y México: su evolución social (1900-1902),
dirigidos y parcialmente escritos respectivamente por Vicente Riva
Palacio y Justo Sierra, y que conforman, especialmente el primero, el
gran canon historiográfico de México, hasta la fecha, pues los diversos
intentos del siglo XX por imponer un nuevo canon, especialmente a
través de las diferentes y a veces opuestas versiones de los libros de
texto del gobierno, o de las dos versiones de la Historia general de México de El Colegio de México, no han hecho sino continuarlos y reafirmar su estrategia y sus líneas generales.
Quiero decir que el triunfo historiográfico del Porfiriato, más que
optar en la controversia entre ciencia y memoria, entre historia y
crónica, entre positivismo y subjetivismo, entre contabilidad y lirismo,
se decidió por la administración política oficial de la memoria de la
nación.
No debe
olvidarse que los dos grandes historiógrafos porfirianos citados también
eran narradores, poetas y periodistas, además de políticos. Tampoco que
el culto al documento, a la documentación de archivos, no impidió al
buen Riva Palacio confeccionar todo un mural del Santo Oficio que
acalambra a los historiógrafos académicos modernos, pues a final de
cuentas el dato, la fuente, el documento es otro elemento más en la
representación imaginaria que construye el historiógrafo. Tampoco que el
culto “científico”, en este caso la filosofía social europea del
positivismo, que profesó Justo Sierra, le lleva a narrar un discurso
político y social no menos imaginativo, no menos cronicado, no menos
ideológico, no menos mitológico que los de Fray Servando, Bustamante o
Alamán. Pero se buscó administrar el caos a partir de un eje autoritario
pero conciliador, la política de don Porfirio y luego de los señores
presidentes del PRI en el siglo XX. La claridad de la historiografía
porfiriana no devino sólo de mayor ciencia y mayor academia, sino de la
égida presidencial. Había que narrar la historia nacional de acuerdo con
el proyecto supremo del presidente.
Mucho más que en el discurso o en el método historiográficos, las
grandes aportaciones de la ciencia en los siglos XIX y XX se hicieron
presentes pues en la búsqueda, estudio y conservación de las fuentes.
Especialmente de las fuentes positivas, aunque a partir de finales del
XX se revaloraron otras fuentes como la historia oral, la historia de
las mentalidades, la historia de las atmósferas imaginarias, emotivas o
ideológicas; y se dio mayor realce –sin llegar, claro, a la contundencia
de la prueba positiva- al folklore, a la imagen, al mito, al rito, a la
leyenda y a toda una serie de fuentes subjetivas o de objetividades
frágiles, debatidas, etéreas. Por ejemplo, cuando Carlos María de
Bustamante editó a Sahagún, y su edición fue la que prevaleció durante
todo un siglo, se permitió intervenir abundante, tendenciosa, casi
diríamos jocosamente en la fuente, glosando, suprimiendo y añadiendo
texto, aprobando y reprobando a su capricho hasta fabricar un
Sahagún-Bustamante a su gusto, lo que revela mucho de su idea del
historiador-cronista como fabricante en gran medida de su propia fuente.
Esto no lo harían ya los siguientes eruditos como José Fernando
Ramírez, Troncoso, García Icazbalceta, Orozco y Berra.
Sin embargo, la
propia circunstancia política o aleatoria de que sobrevivan o no las
fuentes (que dispongamos de tales crónicas de conquistadores y no de
otros, y de sólo retazos de la memoria de los vencidos, filtrada por los
propios vencedores), y su poca o dudosa elocuencia a pesar de los
sonoros términos “prueba positiva”, nos llevan a la patente realidad de
que amén de científico, el trabajo historiográfico es inevitablemente
subjetivo e imaginario en buena medida, y sobre todo cuando el
historiógrafo no se da cuenta y se deja llevar dizque inocentemente por
su tendencia o la de su tiempo como por una mera lógica formal
inexorable.
Las mismas
fuentes llevan a relatos a ratos contradictorios. Se pueden minusvaluar o
sobrevalorar las fuentes al gusto. De ahí que incluso hoy en día, en
nuestros científicos coloquios sigamos debatiendo, como en nido de
urraca, situaciones historiográficamente supuestamente establecidas por
largas décadas e incluso siglos de estudio, como el pasado prehispánico,
la conquista, la colonia, la independencia, Santa Anna, Juárez, las
guerras de Reforma y del Imperio, el Porfiriato, la revolución, los
gobiernos posrevolucionarios… Ningún historiador deja nunca de ser
cronista, aunque no lo quiera, y más le vale asumir y dirigir
cautelosamente esta bendición o fatalidad; y en el mundo cientificista,
tecnologizado que vivimos incluso el cronista más arrebatado se ve
forzado a acudir al bagaje de las fuentes ciertas y de los métodos
académicos consagrados. Y luego se vuelve a urdir el mismo nudo de la
urraca. Nada más hay que asistir a las discusiones entre especialistas
sobre encuestas, sondeos, censos, estadísticas. Pero esto no es
deficiencia mexicana. Los franceses están en la misma situación con
respecto a sus revoluciones. Los españoles lo mismo.
Decía Mark
Twain que había tres tipos de mentiras: las mentiras, las malditas
mentiras y las estadísticas. Podríamos decir que hay tres tipos de
historia: la historia, la maldita historia y la historia con
estadísticas. Y tres tipos de crónica: La crónica, la maldita crónica y
la crónica con estadísticas. Podemos incluso sustituir la palabra
estadística por la de “fuentes certificadas”, o “validadas” como se dice
ahora en nuestro rancho. Diríamos: “La crónica, la maldita crónica y la
crónica con fuentes ‘validadas’”.
Durante muchos
años, especialmente durante la segunda mitad del siglo XX, se
sobrevaloró el trabajo historiográfico en libro, en librotes solemnes,
pesados, monumentales; un historiador era aquel que escribía muchos de
esos libros, los que raramente tenían suficientes lectores y muchas
veces el grueso de la edición terminaba en bodegas. Era obligación: sin
esos librotes no había carrera de historiador, ni nombramientos,
ascensos y estímulos académicos, ni prestigio. Una Babel de esas
ediciones recibió la producción conjunta de las universidades, de la
SEP, de los diversos institutos de provincia.
El internet, y
la reducción del mercado de libros en papel, han corregido esta
superstición y recordado que la historiografía se puede practicar, y se
ha practicado a lo largo de milenios, de múltiples formas y que no ha de
abusarse de los librotes. En el pasado muchos historiadores publicaron
pocos librotes. Practicaban su oficio en la cátedra, que en Grecia era
simpemente pláticas en el Jardín de Academos. Los peripatéticos eran un
“grupo del jardín”.
Hay muchos libros clásicos de historia compuestos como lecciones, entre ellos el curioso tomo Lecciones de Historia Patria de
Guillermo Prieto, cuyo digamos dogmatismo de bronce encoleriza a los
distraídos que no recuerdan lo que se anuncia desde el principio: que
eran lecciones confeccionadas ex profeso para los cadetes cuadradotes
del Colegio Militar. Un historiógrafo puede escribir de múltiples
maneras para diferentes objetivos y públicos, y en el propio Prieto,
incluso en temas precisos de Prieto como la invasión norteamericana,
encontramos discursos diferentes según la oportunidad y el público al
que correspondían.
Otros
historiógrafos escribían para no ser publicados, sino leídos en
manuscritos, por lectores escogidos, previamente seleccionados que
requerían un permiso especial: tal fue el caso de varios cronistas
frailes. Otros simplemente salvaban, fijaban, administraban, comentaban
las fuentes a veces oralmente y para públicos controlados: tal era el
destino de la mayoría de los cronistas de las órdenes religiosas en la
Colonia.
Se escribió
historia en poemas (la poesía épica, o crónica en verso, fue un género
muy apreciado durante siglos en el mundo hispánico), en anales, en
tablas, en jeroglifos, en emblemas, en cuadros, en retablos, en
esculturas, en sermones, en ceremonias y rituales, en cómics, películas y
novelas. Riva Palacio no es menos historiador, ni menos riguroso, en
sus novelas históricas que en sus ensayos, con la considerable ventaja
que cuando leemos una novela ya estamos concediendo desde un principio
grandes privilegios a su subjetividad, a su imaginario. Estamos sobre
aviso.
Muchos libros de historia y de pensamiento de México conocieron su origen en crónicas y artículos periodísticos –El laberinto de la soledad,
de Paz, tuvo como origen una serie de artículos y crónicas de
periódico-, o fascículos. O como tales eran distribuidos: durante
décadas México a través de los siglos fue leído en México por entregas periódicas que ofrecían a sus lectores diarios como El Universal.
El pueblo no tenía dinero para comprar los cinco gruesos y lujosos
tomotes, ni librerote donde instalarlos. Autores como Reyes,
Vasconcelos, Guzmán, Benítez, Poniatowska, usaban la prensa periódica
como borrador: ahí iban publicado por trozos sus libros; aprovechaban la
experiencia de la recepción del público, los comentarios, y sólo meses o
años después los configuraban como libros o librotes. Con frecuencia
son mejores, más ligeras, más sabrosas, menos categóricas, las primeras
versiones periodísticas que el mármol final.
En una época de
escasas y precarias universidades, de escasos y nulos centros de
investigación –época que puede volver muy pronto, por la reconversión
mundial de la academia al mercado, que volvería poco rentables tanta
investigación, tanta docencia, tanta difusión, tanta publicación
académicas-, los autores, y entre ellos los historiadores, recurrían a
las columnas periodísticas como método para ir procesando los que serían
sus grandes libros.
Y no sólo en México. Escribía a principios de siglo sobre España José Ortega y Gasset:
“En nuestro
país, ni la cátedra ni el libro tenían existencia social. Nuestro pueblo
no admite lo distanciado y solemne. Reina en él puramente lo cotidiano y
vulgar. Las formas del aristocratismo “aparte” han sido siempre
estériles en esta península. Quien quiera crear algo –y toda creación es
aristocracia- tiene que acertar a ser aristócrata en la plazuela. He
aquí por qué, dócil a la circunstancia, he hecho que mi obra brote en la
plazuela intelectual que es el periódico. No es necesario decir que se
me ha censurado constantemente por ello. Pero algún acierto debía haber
en tal resolución cuando de esos artículos de periódico han hecho libros
formales las imprentas extranjeras”.
Ahora la prensa
en papel sufre el mismo embate mercadotécnico y tecnológico que el
libro de papel. Y buscamos hacer academia en los ágoras de la plazuela
virtual. Ya ha ocurrido. El internet ya es todo un gran método
historiográfico. Para no ir más lejos, hace apenas dos años, cuando se
dio la por entonces llamada “primavera árabe” fue en internet, y
especialmente en redes como Twitter y Facebook donde se hicieron los
grandes anales –anales de unos cuantos días, como quería Quevedo- de las
rebeliones y guerras de Egipto, Túnez, Siria, Yemen, Turquía… En estos
días la historia y la historiografía se practican mucho en internet a
propósito no sólo de toda la zona árabe, persa, turca o egipcia, sino
también de Rusia y Ucrania.
Pronto
la anterior complicidad-disputa entre crónica-historia en papel
ingresará un poco al ámbito de los recuerdos arqueológicos. La
historiografía se enriquecerá bastante con las nuevas oportunidades de
los tuits, los retuits, los posts, los blogs, los memes, los mails, los
mensajes de texto, los emoticonos, los followers, los likes y los
correos de voz.