Siempre Francia
Construir Europa es entender la tensión estructural entre el idealismo jurídico de Berlín y el realismo político de París
El País de Madrid.
Columna de
José Ignacio Torreblanca
Abril, 26 de 2014
Alemania es la potencia que no quiere ser, Francia la potencia que ya
no puede ser. Todos los problemas actuales de Europa pueden ser
expresados retornando una y otra vez a esta asimetría de las voluntades.
Las dos están siempre en tensión: Alemania buscando que se cumplan las
normas, Francia buscando la oportunidad de hacerlas o rehacerlas. “Si
todo el mundo cumpliera las reglas”, he oído decir en la Cancillería en
Berlín, “no necesitaríamos líderes”. Pero la reflexión en el Elíseo es
completamente distinta, más bien un lamento: “¡ay si nosotros tuviéramos
el poder de Alemania!”
Berlín no quiere liderar, dice que para eso se
hacen las reglas, para que todo el mundo sepa lo que tiene que hacer sin
necesidad de que nadie tenga que decirlo. Pero en París, que saben
mucho más de la vida, no se les ha olvidado ni por un minuto que el
poder consiste en hacer las reglas y que las reglas reflejan la
distribución de poder en una comunidad.
El contraste entre el autocontenido liderazgo de los Cancilleres
alemanes más relevantes de la Alemania democrática (Adenauer, Brandt,
Schmidt, Kohl y la propia Merkel) y la recreación en el poder de los
Presidentes de la V República (De Gaulle, Giscard d'Estaing, Mitterrand,
Sarkozy y Hollande) es todo menos una casualidad. Nada explica mejor la
manera de gobernar de Merkel que esa aversión a los hombres fuertes
grabada (por suerte) en lo más profundo del ADN democrático alemán de
hoy. Y, a la vez, nada explica mejor Francia que la obsesión con el
poder ejecutivo, la búsqueda constante del líder clarividente que
mostrará el camino, una patología que los politólogos llamamos
“ejecutivismo”.
Construir Europa es entender esa tensión estructural entre el
idealismo jurídico alemán y el realismo político francés y lograr que se
complementen. Mientras Alemania huye de la confrontación, Francia es la
que siempre está en lucha. Y las batallas que libra son siempre épicas:
la globalización, la identidad, la laicidad, el Estado, los mercados,
los derechos sociales. Francia nunca elige enemigos pequeños, parece que
se recrea, que se gusta en lucha. Ahora estamos ante otro momento
épico, un nuevo viraje que se asemeja mucho al impuesto en 1981 por el
presidente Mitterrand, que ya experimentó en primera persona la
imposibilidad de hacer políticas clásicas de izquierdas en una economía
abierta con libertad de circulación de capitales. La derrota de
Mitterrand entonces corrió en paralelo a la llegada al poder de Margaret
Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos, abriendo
el paso a la consolidación de un modelo económico muy alejado de las
preferencias de la Europa continental democrática, que desde la
posguerra había oscilado entre dos opciones (la socialdemocracia y la
democracia cristiana) que compartían un alto contenido social y un papel
central para el Estado como regulador y redistribuidor. Poco queda de
esa Europa: la democracia cristiana hace tiempo que tiró la toalla y los
socialdemócratas están instalados en la confusión.
Para muchos socialistas franceses, la derrota de 1981 significó el
comienzo de una nueva andadura: habiendo entendido que la construcción
de la socialdemocracia en un solo país era imposible, centraron su
empeño en construir una Europa protectora, que sirviera de pantalla y
vehículo de actuación para, en una economía globalizada, preservar los
valores políticos y sociales europeos. Pero la fe en ese proyecto mostró
fisuras peligrosas una década después, en 1992, cuando el Tratado de
Maastricht que instituía una unión monetaria solo logró ser ratificado
en referéndum por un estrecho margen. Si lo hizo fue gracias a que
Mitterrand, a la manera de Felipe González en España en torno a la OTAN,
hipotecó una buena parte de su capital político para convencer a una
izquierda sumamente reticente de que la moneda única amplificaba (y no
reducía, como decían los críticos de entonces y de ahora) las
posibilidades de llevar a cabo políticas de izquierdas. La fe de la
izquierda francesa en Europa registró otra brutal sacudida en 2005, a
raíz del fallido referéndum sobre el proyecto de tratado que creaba una
Constitución para Europa.
La crisis del euro no ha hecho sino agravar esta percepción sobre
Europa. Los socialdemócratas están acosados y en retirada en toda
Europa; todas sus opciones son malas: si giran al centro, aunque las
mieles del poder compensen la mala conciencia, sienten que traicionan
sus principios y pierden el apoyo de las clases trabajadoras; si se van a
la izquierda, las clases medias y los mercados les abandonan. Elegir
entre esas opciones ya es difícil en un país con plena soberanía
política y autonomía financiera. Hacerlo, como ha experimentado España,
en un país que ha cedido sus principales instrumentos de política
económica y que se encuentra constreñido por un marco institucional
supranacional y unos objetivos de déficit acordados con los socios de la
eurozona, es sencillamente imposible. No es de extrañar que, como vemos
en las encuestas, los grandes beneficiarios electorales de estas
políticas sean, por un lado, la abstención, que se adivina masiva, y el
auge del Frente Nacional de Marine Le Pen.
Para muchos en la izquierda, Europa se ha convertido en un juego con
las cartas marcadas: cara, ganas tú; cruz, pierdo yo. De ahí que el
túnel por el que tiene que discurrir la integración europea se haya
estrechado tanto. Eso explica por qué el resultado del giro político y
económico que está imprimiendo el presidente Hollande en Francia, tanto
si sale bien como si sale mal, tendrá profundísimas consecuencias en
toda Europa: en él se van a dilucidar un gran número de las preguntas
sobre la crisis del euro, la democracia, el futuro de la izquierda y el
proyecto de integración europea. Si pese al ajuste de 50.000 millones, o
precisamente debido a él, Francia no logra cumplir los objetivos de
déficit fijados, tendremos la oportunidad de comprobar hasta qué punto
los mecanismos de vigilancia y sanciones puestos en marcha en Europa los
últimos años se aplican. Si se aplican, se liberará una cascada de
sanciones contra Francia, a la que seguramente seguiría una fuerte
penalización por parte de los mercados, que dejará la relación
franco-alemana profundamente deteriorada y hará crecer aún más la
desafección con Europa en Francia. Si no se aplican, y Alemania se
sienta a negociar otra política anticrisis con Francia, se abrirá un
nuevo horizonte político y todo lo escrito hasta ahora será papel
mojado. Y si, finalmente, el ajuste funciona, el sur de Europa quedará
desprovisto de la pantalla protectora que hasta ahora le ha
proporcionado Francia. Pase lo que pase, todos los caminos pasan hoy por
París.