Vigencia del éxito de Adolfo
Suárez
Joaquín Roy
Durante esta
larga década que ha durado la enfermedad que al final se ha cobrado la vida de
Adolfo Suárez, España ha pasado por unas dificultades económicas, políticas y
sociales serias. Los síntomas negativos todavía subsisten y hacen dudar
frecuentemente sobre la viabilidad de lo conseguido desde el final del
franquismo. Lo cierto es que en apenas un lustro (de 1976 a 1981) del
protagonismo de Adolfo Suárez, la velocidad de los acontecimientos fue verdaderamente
impresionante. Todavía hoy la llamada “transición española” deja admirados a
los expertos y es estudiada en universidades de medio mundo.
Esa transición (que se terminó, por decirlo así, “de golpe” con la
intentona de Antonio Tejero el 23 de febrero de 1981) tuvo, por lo menos, seis
protagonistas, cada uno insustituibles en su especial papel: el rey Juan Carlos
I, Adolfo Suárez, Manuel Fraga Iribarne (líder de la Alianza Popular, qua
amaestró a la ultraderecha), Santiago Carrillo (cabeza del Partido Comunista),
Felipe González (líder del Partido Socialista) y el general Manuel Gutiérrez
Mellado (militar elegido por Suárez para controlar las fuerzas armadas). Hoy
solamente sobreviven el rey (todavía en ejercicio) y González, en retiro.
Pero, en sentido estrictamente activo, el más
insustituible fue el ahora fallecido Suárez. El siempre quiso ser recordado
como “un buen servidor del estado y de los españoles, cualquiera que fuera su
ideología”. En cualquier caso, se acepta un consenso generalizado. Su papel
como motor de la transición española de la dictadura a la democracia fue
decisivo. Tuvo la fortuna de servir como eje de una serie de coincidencias que
necesitaban la acción de una figura pivotal que se arriesgara a actuar. Apostó
fuerte, pero, en los momentos decisivos, contó con la colaboración y los medios
imprescindibles para generar el cambio.
En primer lugar, hay que destacar el acierto del rey al darse cuenta de que
la continuidad del sistema franquista no era viable, y que la reforma hacia
otra manera de gobernar era imposible si se sometía a la inercia de la conducta
de unos dirigentes que no mostraban la visión y el coraje necesarios para
romper amarras con las limitaciones impuestas por el régimen entonces
existente. De ahí que prescindiera del transitorio presidente del gobierno
Arias Navarro, rémora del régimen franquista, apostando por Suárez. En segundo
término, él y el rey convivían con unos sectores que, aunque en cierta manera
todavía actuaban desde el interior del régimen, consideraron que era posible una
evolución práctica hacia algo diferente.
Suárez contó con tres corrientes de opinión
insustituibles. La primera era la que con raíces franquistas comprobaban que el
futuro no incluía la continuidad del sistema. La segunda era la que con ciertos
vínculos en la España conservadora era la que se había instalado en la Europa
reconstruida tras la Segunda Guerra Mundial, la Democracia Cristiana, crucial
en la consolidación de la democracia en Italia y Alemania, las potencias vencidas
del eje. La otra es la que comenzó a infiltrarse con visos socialdemócratas,
que luego se unirían con las miras nítidamente socialistas, cuando la resistencia
interior logró arrebatar las riendas del partido al exilio, gracias a la activa
labor de Felipe. Esas tres corrientes, con los liberales y conservadores
moderados, constituyeron la Unión de Centro Democrático (UCD) que no sobrevivió
a la desaparición del liderazgo de Suárez.
En ese contexto, se debía conseguir la
inserción de otros dos sectores. El primero fue el de los comunistas, una vez
se descartó el proyecto erróneo de dejarlos fuera. La aceptación de la
monarquía como fórmula constitucional por parte de Santiago Carrillo fue clave.
Fue la final adición a los “Pactos de la Moncloa”, acuerdo para aprobar la
Constitución. Por fin, los sectores más reacios a la transición, el núcleo duro
de los militares, tuvieron también que plegarse a regañadientes a las reformas
de Gutiérrez Mellado.
La prueba del éxito de esta actuación que llevó
a Suárez a ganar las elecciones preparatorias de la democracia en 1977 y a los
primeros comicios ya con una nueva Constitución (1978) en 1979 es sencillamente
lo que estalló el 23 de febrero de 1981: el golpe de estado fallido de Tejero.
Fue la reacción desesperada del sistema que veía que su vida se había acabado.
El que pagó más el precio de la velocidad de estos acontecimientos fue
precisamente Suárez, que se vio obligado a dimitir días antes del golpe, precisamente
para evitar lo que intuía que se estaba cociendo, y cuya total historia todavía
no se conoce.
Quizá deberá esperarse a que todos los protagonistas
de aquellos momentos desaparezcan para que se conozca toda la verdad. De
momento, nos queda el recuerdo a los que sabiendo su responsabilidad histórica,
supieron corregirse y actuar, como fue el caso ejemplar de Suárez.
Joaquín Roy es Catedrático
‘Jean Monnet’ y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de
Miami.