Luis Villoro, ciudadano de Nepantla
El País de Madrid
Por Reyes Mate
6/03/2014
Nepantla es un vocablo maya que significa estar en vilo o alerta o en
suspense, y que Luis Villoro invocaba para designar el lugar de un
pensamiento consciente de su papel social. Desde que formara parte del
Grupo Hiperion (1948-1952), que agrupaba en México a jóvenes discípulos
de José Gaos, Villoro tenía claro que un pensador responsable no podía
hacer abstracción de su tiempo y espacio, pero tampoco perderse en
particularismos casticistas. Él, nacido en Barcelona y de padres
mexicanos, se sentía mexicano y también heredero de una Europa ilustrada
que conocía como pocos. Uno de sus primeros libros, Los grandes momentos del indigenismo en México (1950), refleja bien esta tensión entre sus dos mundos.
El pasado 5 de marzo, a los 91 años, moría en la ciudad de México uno
de los filósofos hispanohablantes más influyentes y carismáticos. Su
prestigio estaba anclado en una sólida obra académica que abarca campos
tan diversos como la epistemología, la fenomenología de la religión o la
política. Libros suyos, como Creer, saber, conocer (1982) o El poder y el valor
(1997) son obligados para quien quiera adentrarse en la teoría del
conocimiento o en el de la ética política, respectivamente. Pero el
rasgo más descollante de su investigación filosófica es la atención de
los problemas del entorno. Su relación con el subcomandante Marcos, que
ha dado origen a un sabroso epistolario, refleja la personalidad
intelectual de un filósofo que cuando piensa trata de responder a las
preguntas que se formula la sociedad en la que vive. En Los retos de la sociedad por venir
(2000), por ejemplo, forja una teoría de la justicia que responde a las
injusticias de los países dominados, distanciándose elegantemente de
teorías que, so capa de rigor y universalidad, venden ideologías
justicieras de los países dominantes.
Aunque son muchos los campos que ha cultivado —su obra Vislumbres de lo otro
es un sobresaliente estudio de filosofía de la religión— fue siempre
leal al tema de sus orígenes, esto es, al lugar de una cultura como la
mexicana, atravesada por un pasado ausente y por un presente que se
busca. En su última visita a Madrid, en 2007, aprovechó una invitación
del Instituto de Filosofía del CSIC, que quiso reconocerle sus méritos,
para dejar a modo de testamento intelectual unas reflexiones magistrales
sobre si es posible hablar de una comunidad cultural iberoamericana.
Todo depende, decía, de cómo respondamos a la pregunta qué significa
pensar en español. Asunto nada fácil dado que el castellano es la lengua
del dominador, pero también, añadía, la lengua en la que los dominados
plantean sus demandas. Habrá comunidad iberoamericana si entendemos el
pensar en español como interpelación a la cultura dominante desde la
experiencia de dominación. Nuestro lugar sería Nepantla, ese no-lugar o
margen de occidente que no buscaría ni el mestizaje ni suplantar al
dominador de antaño sino cuestionar la asociación de cultura y poder.
Solo entonces, “el español dejaría de ser la lengua peninsular para
transformarse en el motor de una comunidad iberoamericana aún por
construir”.
Esas ideas que conquistaron a muchos han animado proyectos como la
monumental Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, iniciada hace 25
años, y los Congresos Iberoamericanos de Filosofía que siempre honró con
su magisterio. Este discípulo de Gaos y de tantos otros exiliados ha
abierto avenidas que nos han permitido encontrar un pasado reciente y al
tiempo descubrir nuestra responsabilidad histórica. Al final de su
escrito pedía a España “ser testigo de lo otro, de las otras culturas,
de las indígenas de América, y de otra realidad cultural que rebase con
mucho la realidad europea”. España está bien situada para dar testimonio
de esas otras culturas que ella misma, entre otros pueblos europeos,
negó, y sobre cuya negación se ha construido el presente de Europa. Lo
que ahí se promete es algo nuevo, algo mucho mayor que la suma de países
y culturas. Una gran tarea a la altura de la ambición intelectual de
este caballero, noble y generoso, que nos acaba de dejar.