El lenguaje de la política
A diferencia de los políticos
convencionales, Trump acude al exabrupto y las medias verdades para
parecer auténtico. Su aparente desprecio por la retórica pone en
evidencia una crisis del lenguaje público que es urgente atender
Hay un momento de La tempestad
en el que Calibán y los náufragos borrachos Esteban y Trínculo preparan
un plan para derrocar a Próspero. Atravesarán la isla, asesinarán al
sabio mago y tomarán el poder. Esteban será coronado rey y se casará con
Miranda. Trínculo y Calibán se convertirán en sus virreyes.
Ya hemos visto a suficientes personajes de este tipo como para saber
que, si su golpe de Estado tuviera éxito, los resultados serían –para
citar al gran creador de lenguaje Donald Trump– “muy catastróficos”.
Pero también sabemos que no tendrá éxito. Para empezar, el
asistente virtual de Próspero, Ariel, está escuchando. Y, además,
Próspero tiene dos armas defensivas de inmenso poder: su libro de
encantamientos y el bastón que le da una autoridad mágica. Calibán, a
quien Próspero considera un irredimible infrahumano, advierte a los
demás: “Primero hazte con sus libros, que, sin ellos / es tan tonto como
yo, y tendrá / ni un espíritu a sus órdenes.”
Así que el golpe está condenado antes de que empieza, y al final de
la obra Próspero trata con él casi como si fuera un detalle. Un
escarmentado Calibán, de nuevo bajo control, se pregunta por qué creyó
alguna vez en sus fanfarrones compañeros: “¡Si fui tonto de remate / al
tomar a este borracho por un dios, / y adorar a este payaso!”
Vi cómo se desarrollaba todo esto en Stratford-upon-Avon a finales de
2016 en una fascinante nueva producción de la Royal Shakespeare Company
de La tempestad, con Simon Russell Beale como un triste y
consciente de sí mismo Próspero, y con Joe Dixon, Tony Jayawardena y
Simon Trinder, extraordinarios en sus papeles de Calibán, Esteban y
Trínculo. La función se traslada al Barbican en unos meses.
Pero mientras veía cómo Calibán explicaba su plan a Esteban y Trínculo, una tempestad distinta
y más oscura me vino a la cabeza. Imaginemos que Ariel es sordomudo. No
puede oír a los conspiradores y nunca transmite su advertencia. E
imaginemos que, cuando llegan los tres asesinos, a Próspero le fallan el
libro y el bastón. Nunca lo han hecho pero ahora, cuando más los
necesita, son inútiles.
Y así, antes de que nadie pueda detenerlos –antes de que nadie haya
siquiera visto el peligro– tres fanfarrones ebrios e ignorantes lo
derriban y toman el control de la isla. La razón, el consejo prudente y
la benevolencia ceden ante el autoengaño, la incompetencia y el odio. Ya
no estamos viendo La tempestad. Estamos viendo El rey Lear.
No es lo que escribió William Shakespeare. Pero es una aproximación
bastante justa a lo que mucha gente cree que se está desarrollando en
nuestra política ahora mismo. Para ellos, la elección de Donald Trump,
el voto en el Brexit, la fuerza creciente de los partidos populistas y
de extrema derecha en la Europa continental apuntan a un incomprensible
eclipse de la sabiduría y el sentido común a favor de la ignorancia y el
prejuicio.
Por supuesto, las grandes cantidades de gente que apoyan esos
partidos y que votaron a Trump y a favor del Leave, tienen una opinión
muy distinta de 2016. Para ellos, fue un avance decisivo: el año en que
la gente común plantó cara a la interesada deshonestidad de las élites y
pudo por fin reafirmarse.
Entonces, ¿cómo se describen estos dos bandos entre sí? Por azar, dos
figuras públicas británicas produjeron adjetivos útilmente
representativos cuando chocaron recientemente en Twitter. Cuando J. K.
Rowling tuiteó lo agradable que había sido oír los insultos a Piers
Morgan en un programa estadounidense por defender al señor Trump, Morgan
respondió rápidamente.
The superior, dismissive arrogance of rabid Remain/Clinton supporters like is, of course, precisely why both campaigns lost.— Piers Morgan (@piersmorgan)
(“La arrogancia llena de superioridad y desprecios de los furioso
defensores de Remain/Clinton como @jk_rowling es, por supuesto, la razón
por la que las dos campañas perdieron.”)
Exactamente seis minutos más tarde, la creadora de Harry Potter respondió:
The fact-free, amoral, bigotry-apologism of celebrity toady Piers Morgan is, of course, why it's so delicious to see him told to fuck off.— J.K. Rowling (@jk_rowling)
(“La apología de la intolerancia ajena a los hechos y amoral del
pelota de famosos Piers Morgan es, por supuesto, la razón por la que
resulta tan delicioso ver cómo lo mandan a la mierda.”)
“Superioridad”, “desprecio”, “arrogante” frente a “ajena a
los hechos”, “amoral” e “intolerante”.
Aparte de un breve “pelota de famosos” en un lateral, podrían ser Calibán y Próspero describiéndose uno al otro. Y merece la pena fijarse en lo insultante y personal que es el lenguaje. Este es el sonido del discurso público en 2017.
Aparte de un breve “pelota de famosos” en un lateral, podrían ser Calibán y Próspero describiéndose uno al otro. Y merece la pena fijarse en lo insultante y personal que es el lenguaje. Este es el sonido del discurso público en 2017.
Insultos como estos vuelan de un lado a otro en el mundo occidental.
Los populistas y sus defensores son racistas, sexistas y crueles. No
tienen un plan. Y mienten.
¿Y esas odiadas élites y sus seguidores en el centro y a la
izquierda? Engreídas, controladoras, corruptas, incapaces de entender o
empatizar con las vidas y preocupaciones de los ciudadanos comunes. Y
también mienten.
Y en cuanto a sus supuesto aliados, voy a asumir brevemente la
personalidad del 45 presidente de Estados Unidos, aunque por desgracia
no puedo hacer justicia a su acento: “¡Los medios de FAKE NEWS (el
#nytimes en crisis, la #NBCNews, #ABC, #CBS, #CNN) no son mi enemigo,
son el enemigo del pueblo estadounidense!”.
En otras palabras, somos exactamente igual de malos que esos otros
“enemigos del pueblo”, los jueces británicos –o “supuestos jueces”, como
diría Donald Trump– condenados por el Daily Mail por tener la insolencia de fallar que el parlamento debía poder votar sobre el artículo 50.
2016 fue el año en que mucha gente de ambos lados de esta divisoria
en Gran Bretaña, Estados Unidos y otros lugares llegaron a creer que
vivían entre extraños –vecinos, amigos, familiares–, cuya manera de ver
el mundo se había revelado bastante extraña e inconmensurable con la
suya.
¿Cómo ha ocurrido esto? Quiero llamar a mis dos primeros testigos. El primero es el escritor de la revista New Yorker
Adam Gopnik. A través de la magia de internet, me senté en nuestro
apartamento en Manhattan y lo escuché en Radio 4, unos días antes de las
elecciones presidenciales en Estados Unidos. Gopnik advertía a otros
progresistas de que no creyeran a quienes decían que la asombrosa
carrera hacia la presidencia de Trump era el resultado de injusticias
económicas o sociales genuinas. “No”, dijo:
“... no debemos engañarnos. El ascenso de Trump se debe al despertar de pasiones profundas y atávicas de nacionalismo y odio étnico entre millones de estadounidenses. Y ha podido despertarse por la razón trágica y no muy complicada de que esas pasiones siempre pueden volver a despertar de nuevo en cualquier lugar del mundo, y en cualquier momento.”
En otros momentos de la charla, Gopnik describió esas pasiones
atávicas como “patógenos”. Imagina una plaga bien conocida y temida, que
arrasa nuestros pueblos y ciudades de nuevo, por ninguna otra razón al
margen de nuestra susceptibilidad natural.
Próspero llama a Calibán “esta cosa de la oscuridad”. Para Gopnik,
hay una zona de oscuridad en todos nosotros, al menos en muchos seres
humanos. Su explicación para el fenómeno de Trump, por tanto, es antropológica,
y es una antropología bastante pesimista, por cierto. Quizá Calibán,
ese deforme representante del ello humano sin refinar ni educar sea
incorregible, como dice Próspero.
Es útil comparar esta idea con una observación que oí al filósofo
Michael Sandel en Davos, después de que hubiera escuchado una semana de
debates sobre el auge del populismo que tenía altos niveles de
desaprobación pero bajos niveles de autorreflexión: “¿Por qué el hombre y
la mujer de Davos siguen tan sordos a las legítimas quejas de la gente
común?”.
Sandel se refería a las élites políticas, empresariales, académicas
y, sin duda, mediáticas. Un grupo más pequeño del que Adam Gopnik tenía
en la cabeza cuando utilizó la palabra “nosotros”, pero bastante
parecido.
La observación de Michael Sandel rechaza de manera implícita el
argumento de Adam Gopnik al menos en parte: “las quejas legítimas”,
dice, son un elemento importante de la historia. Y nos dirige hacia una
tesis bastante distinta: que una razón de las perturbaciones políticas
actuales es el fracaso de las élites mundiales a la hora de escuchar y
responder a la gente común.
Y su verdadera pregunta –¿por qué?, ¿por qué, después de todo lo que
pasó en 2016, no están escuchando todavía?– nos recuerda que los motores
soterrados de la revolución populista pueden seguir funcionando; que,
pese a que Geert Wilders obtuviera un resultado peor del previsto en las
elecciones holandesas, todavía pueden estar clavando sus cuñas
profundamente en nuestras sociedades, dividiendo no solo entre élites y
no élites, sino entre generaciones, clases, regiones y razas.
La explicación de Sandel también tiene un sabor antropológico. Su
foco, aun así, no son las “pasiones atávicas” de la humanidad, sino la
manera en que nos comunicamos y establecemos relaciones de comprensión
mutua y, en particular, sobre nuestra facultad exclusivamente humana de
escuchar.
Eso nos lleva directamente a la retórica, porque oír es una parte tan
importante de la retórica como hablar, y escuchar no solo es algo que
afecte al público sino también al que habla. El filósofo Martin
Heidegger definió la retórica como “el arte de escuchar”.
A Michael Sandel le preocupa menos la malvada naturaleza de Calibán
que el oído defectuoso de Próspero. Quizá el sabio mago tenga unas
preguntas que plantearse a sí mismo.
Esta tarde voy a ofrecer algunas ideas sobre las discontinuidades
políticas de 2016. Para plantearlo en los términos de mi variante de La
tempestad, la pregunta que quiero hacerme es por qué fallaron el libro y
el bastón de Próspero.
¿Por qué el lenguaje y las convenciones establecidas del debate
político, las relaciones establecidas entre los políticos y el público y
los medios, que habían aportado una estabilidad política relativa y al
menos niveles adecuados de confianza pública durante muchas décadas, se
han roto de forma aparentemente tan repentina en Gran Bretaña y Estados
Unidos?
Como han oído, di una serie de conferencias sobre la “retórica y el
arte de la persuasión pública” en el St. Peter College en 2012. En
ellas, argumentaba que un conjunto de fuerzas políticas, culturales y
tecnológicas se habían unido para causar una crisis en el lenguaje de la
política, y en la relación entre políticos, medios y público.
-El carácter cambiante de la política occidental tras la Guerra Fría,
donde las viejas filiaciones basadas en clase e identidades
tradicionales cedían ante un paisaje más incierto en el que los líderes
políticos luchan por la definición y la diferenciación.
-La creciente brecha entre el punto de vista –y el lenguaje– de las élites tecnocráticas y el público en general.
–El impacto de la tecnología digital, y la disrupción y la competición que ha traído a la política y los medios.
–Y, finalmente, la llegada de una ciencia de la persuasión empírica,
impulsada por avances en la psicología social, investigación de mercados
y ahora el big data, que utilizan casi todos los políticos y cualquier
otro que espere influir el sentimiento público y la intención.
Defendía que el resultado era que el lenguaje político que oye el
público en la actualidad se volvía más comprimido, instrumental y
extremo, y que ganaba impacto retórico al precio del poder explicativo.
Utilicé la invención de Sara Palin del sintagma “comités de la muerte” [death panels] –unas palabras profundamente engañosas que alteraban los términos del debate sobre Obamacare– como ejemplo.
Defendía que una exageración enloquecida y simples mentiras se habían
convertido en rutina, que la autoridad de la ciencia, la medicina y
otras formas de conocimiento y competencia especial era tan ampliamente
disputada y negada que la gente común luchaba por distinguir entre
hechos y fantasías. Cité los debates sobre la seguridad de las vacunas,
los transgénicos y el calentamiento climático como pruebas.
Dije que se volvía más difícil para nosotros encontrar palabras que
permitieran salvar la brecha entre distintas culturas y sistemas de
creencias, y que la tolerancia mutua se hacía más difícil de sostener.
Y advertía que algunos gobiernos parecían tener dudas sobre la
sabiduría del discurso público abierto y libre, y que en muchos lugares
del mundo –incluyendo el nuestro– la libertad de prensa estaba
amenazada.
Y decía que todo esto era importante porque la democracia no podía
funcionar sin un lenguaje público efectivo. Se desmorona. La sociedad se
desmorona en incomprensión y hostilidad mutua. Ya ha ocurrido antes.
Así que, ¿cómo aguanta mi tesis cuatro años después? No me produce mucho placer decir que bastante bien.
En 2012, todavía era posible defender que la retórica no importaba de
verdad, y en especial cuando la comparabas con asuntos en apariencia
más fundamentales como la economía, la ideología y el cambio social.
Pero el lenguaje político estaba claramente en el centro de las
perturbaciones de 2016. Otros aspirantes republicanos se reían de la
manera idiosincrática e improvisada en que Donald Trump hablaba al
público estadounidense. Hillary Clinton hizo lo mismo. Cuando Trump se
negó a cambiar o moderar su estilo, la mayoría de los comentaristas
dijeron que estaba condenado. En realidad fue la clave de su éxito.
Hubo ganadores y perdedores lingüísticos durante el debate del
Brexit. La opción del Remain tenía todos los argumentos económicos, y a
todos los expertos preparados para sostener su posición. Pero fueron los
partidarios del Brexit los que encontraron los dos mejores sintagmas de
la campaña: “recuperar el control” y “día de la independencia”.
Los dos son ejemplos del tipo de lenguaje político muy comprimido y
de alto impacto –cuestionables en sustancia pero dotados del tono
perfecto– que había identificado en mis conferencias.
Los partidarios del Brexit también dieron pasos decisivos para
socavar las ventajas retóricas de sus oponentes. Si te enfrentas a
rivales que se jactan de con tener más testigos expertos que tú, ¿por
qué no atacar la idea de que la gente con conocimiento especializado
debería tener más peso en una discusión?
Cuando Michael Gove dijo “Creo que la gente de este país está harta
de expertos” (añadiendo, para ser justos, “de organizaciones y
acrónimos”), no solo acusaba a los expertos de negarse a predecir la
crisis financiera, sino que aconsejaba a sus oyentes que desdeñaran el
lenguaje de esos expertos y su estatus privilegiado. Consciente de que
muchos también lo verían a él como un miembro de la élite tecnócrata,
Gove añadió: “No pido al público que confíe en mí. Les estoy pidiendo
que confíen en sí mismos”.
Es una estratagema astuta: acepto que no ustedes no pueden confiar en mí porque soy uno de ellos, pero estoy dando voz al instinto que ustedes mismos
tienen sobre los expertos, es decir que hablan un galimatías
incomprensible, les hacen sentirse imbéciles y normalmente están
equivocados.
“Primero hazte con sus libros”, insiste Calibán a sus
coconspiradores. Al criticar a los expertos, Michael Gove tenía la misma
táctica en la cabeza.
Por desgracia, resulta que una ausencia de conocimiento no es una
bendición sin matices cuando nos enfrentamos a un referéndum. A
diferencia de lo que ocurre en las elecciones generales –donde bastos
instintos políticos desempeñan un papel central y legítimo–, un
referéndum en torno a un solo tema exige un nivel mínimo de compresión
de los asuntos y de los trade-offs.
Según este criterio, el referéndum del Brexit de 2016 fue un
desastre. Bajos niveles de conocimiento previo de la Unión Europea y un
debate caótico y evasivo hicieron que mucha gente votara por instinto, o
siguiendo una serie de proposiciones esencialmente imaginarias
–millones más para el Servicio Nacional de Salud, ningún refugiado sirio
más, el final de las cuotas de pesca, lo que quisieras– o,
alternativamente, según la base de afirmaciones de una figura de
autoridad tras otra, que decían que las diez plagas de Egipto
descenderían de inmediato si el público tenía el descaro de votar Leave.
Sea cual sea el impacto a largo plazo del Brexit, que no hayan caído
ranas y langostas en ese instante no ha terminado de ayudar a las
reputaciones de esos vapuleados expertos.
La confusión pública, por supuesto, no se limita al Reino Unido. En
las últimas semanas, ha empezado a resultar más claro que un porcentaje
significativo de estadounidenses no se dieron cuenta de que era
imposible abolir el Obamacare, que les habían enseñado a odiar, sin
abolir también el Affordable Care Act, del que muchos de ellos han
acabado dependiendo, porque resulta que son lo mismo. “Nadie sabía que
la asistencia sanitaria era tan complicada”, como dijo Donald Trump el
otro día.
Es difícil estar en desacuerdo con el áspero juicio sobre la calidad
de la campaña del Brexit que emitió el diputado Andrew Tyrie, presidente
del Comité Selecto del Tesoro, unas semanas antes del voto: “Lo que de
verdad necesitamos es terminar la carrera armamentística de afirmaciones
cada vez más escabrosas que vienen de ambos bandos”. Continuó: “Creo
que confunde al público y empobrece el debate político”.
Quiero apoyar la referencia de Tyrie a los “dos bandos”. Muchos
partidarios decepcionados del Remain querrían echar toda la culpa de la
lamentable calidad del debate a los partidarios del Leave.
Había mucho que criticar en ese lado: afirmaciones y promesas
cómicamente exageradas; escandaloso optimismo por parte de algunos de
los líderes principales, seguido de una instantánea negación de la
responsabilidad en cuanto se emitieron los votos; y una fea resaca de
xenofobia nacionalista o algo peor, cuyo mejor ejemplo es el póster de
“Punto de ruptura” del UKIP de Nigel Farage que, con su pululante
serpiente de refugiados, nos llevaba directamente al manual de
estrategia de Josef Goebbels.
Peor, para mi ojo y oído, hubo al menos el mismo cinismo en el modo
en que los abogados del Remain presentaron sus argumentos y atacaron a
sus oponentes.
Los líderes conservadores y laboristas de la campaña del Remain
apenas parecían más entusiasmados por la pertenencia del Reino Unido a
la Unión Europea que sus oponentes. En vez de eso, optaron por esas
excesivas advertencias: el “Proyecto miedo” era un nombre justo. La
campaña en general parecía negativa, instrumental y complaciente. No es
raro que fallara.
Muchos estadounidenses y europeos buscaban en Gran Bretaña una mejor
forma de debate político: al menos tan enérgico como el suyo, pero con
más sentido común por debajo; menos envenenado por la división
ideológica, y con un sentido compartido de responsabilidad en la
izquierda y la derecha a la hora de debatir asuntos de maneras que
ayudaran en vez de obstaculizar la comprensión del público; en sus
mejores momentos, más elocuente, más ingenioso, más cortés, más
inteligente.
Pero el año pasado el debate político británico se vio expuesto a la
fría luz del día y resultó igual que todos los demás, o peor –de bajo
nivel, amargo, encerrado en sí mismo– y Gran Bretaña en sí parecía menos
un país que un cajón de sastre cargado de clases, regiones y
generaciones enfrentadas. Pero esta imagen deprimente resulta pálida en
comparación con lo que ha ocurrido al otro lado del Atlántico.
En 2016 apareció, en inglés, mi libro Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política?
En él apenas pude reflejar las decisiones sobre el Brexit, y tuve que
cambiar las pruebas finales pocos días después de la votación. Pero las
elecciones en Estados Unidos estaban a varios meses de distancia.
Desde entonces pensaba que Donald Trump tenía más posibilidades de
ganar de las que le daba la mayoría de la gente, en buena medida porque
me parecía que había encontrado una fórmula retórica que, a pesar de su
increíble riesgo, era, en potencia, una fuerza perturbadora y casi
imparable.
A esta historia aún le queda mucho por andar, pero ahora sabemos más
de lo que sabíamos en junio, así que analicemos algunos rasgos claves de
la revolución retórica de Trump. El primero es una paradoja. Donald
Trump asegura que no utiliza la retórica. El día de la inauguración,
dijo a Estados Unidos: “Los tiempos de las palabras vacías han
terminado. Ahora llega la hora de la acción.”
La retórica es para los demás. Yo soy un hombre de acción. Eso es lo
que Marco Antonio dice a la mitad de su monólogo “Amigos y romanos,
compatriotas”: “Orador no soy, cual Bruto, / sino, cual todos me
conocen, franco, / hombre sencillo.” Es lo mismo que Silvio Berlusconi,
otro empresario convertido en prototrumpiano, dijo alguna vez al pueblo
italiano: “Si hay algo que no soporto es la retórica, lo único que me
importa es lo que se necesita hacer.”
Algunos de los enemigos de Donald Trump, sobre todo quienes aprecian
la magnífica oratoria de anteriores presidentes, podrían sentir la
tentación de coincidir en que su forma de hablar en público no alcanza
la categoría de retórica.
Pero se equivocarían. Y él está equivocado. A pesar de esas
protestas, la antirretórica es solo otra forma de retórica. Así que
abramos el capó para echar un vistazo a la retórica trumpiana.
Al hombre fuerte, al general, al dictador y, hoy en día, al
presidente de una corporación que se mete en la política, le gusta
mantener el discurso breve y amable. Cuando Julio César se iba a la
guerra, le gustaba mantener su marca bien bruñida en Roma, así que
escribía cartas y despachos con el suficiente peso para que las
clavetearan en las esquinas de las calles.
No era necesario ese lenguaje florido que siempre andaba soltando aquel escurridizo abogado Marco Tulio Cicerón. En su lugar: Veni, vidi, vici. “Vine, vi y vencí.”
“Tenemos que levantar un muro, amigos. Tenemos que levantar un muro y
los muros funcionan. Solo tienen que ir a Israel y preguntar: ¿qué tal
les va con su muro? Los muros funcionan.” Ese es Donald Trump
dirigiéndose a sus seguidores en Dallas, en septiembre de 2015. Trump
está usando, ya sea de forma consciente o inconsciente, un estilo que
los estudiantes de retórica llaman parataxis: oraciones cortas,
sencillas, que enfatizan la seguridad y la determinación y que pueden
apilarse como los ladrillos de un muro para llegar a una conclusión que
tiene lógica lingüística, aun cuando carezca de argumento dialéctico. En
este caso, la aliteración, con todas las w de wall y la palabra works, ayuda.
Al margen de lo que pensemos de este estilo retórico, fue lo bastante
eficaz como para ganar una elección presidencial. Aunque está claro que
también tiene desventajas. No se puede transmitir un pensamiento
complejo ni realizar un debate sofisticado, de hecho, incluso la sola
idea de intentarlo traicionaría el estilo. Quizás esta es una de las
razones por las que el presidente se irrita tanto cuando sus oponentes o
los medios lo retan con una argumentación sistemática o, Dios no lo
quiera, con los hechos reales.
Y es muy difícil lograr semejante estilo. Un reto práctico para el
nuevo presidente es que ninguno de sus lugartenientes (ciertamente no
Sean Spicer, ese desventurado secretario de Prensa de la Casa Blanca)
puede imitarlo con éxito. O como dijo otra persona clave de su equipo,
Kellyanne Conway: “ninguno de nosotros lo hace como él”. Nadie puede
hacer de Trump tan bien como Trump.
La mayoría de los presidentes delega sus mensajes a sus subordinados.
Dado que gran parte de la credibilidad con sus seguidores depende del
singular estilo de su discurso político, es muy probable que Donald
Trump tenga que hablar por sí mismo.
Quizás está a la altura de la tarea. Ahora mismo, este ejército de un
hombre está taladrando los tímpanos de Estados Unidos con lo que se ha
convertido en una blitzkrieg retórica –veinticuatro horas al
día, siete días a la semana– de discursos presidenciales, ruedas de
prensa, mítines políticos como si estuviera en campaña, tuits y frases
improvisadas.
Si uno de sus ataques se queda atascado o es repelido, lanza otros
tres, como cuando era candidato. Incluso el frenesí de órdenes
ejecutivas parece, en principio, tener una intención más retórica que
administrativa, aunque algunas, por supuesto, han tenido efectos
inmediatos en la realidad.
La exageración, la distorsión, el despliegue temerario de rumores
carentes de base y teorías de la conspiración como si fueran hechos:
hablé de todas esas tendencias de la retórica política contemporánea en
mis conferencias de 2012 y en mi libro. Hoy son elementos centrales no
solo de los tuits matinales de Donald Trump sino de su retórica formal
como presidente.
En su discurso inaugural describió a su país, que pese a sus
problemas es uno de los más exitosos y prósperos en el mundo, en
términos apocalípticos: “Esta matanza estadounidense termina aquí y
termina ahora.”
“Matanza estadounidense” es un ejemplo supremo de la inclinación del
presidente Trump, implícita o explícita, a construir argumentos falaces
desde lo particular hasta lo general. Si un inmigrante mexicano es un
violador, todos lo son. Si algunos estadounidenses han perdido sus
trabajos o han sido víctimas del crimen, entonces todo estadounidense, o
al menos todo estadounidense “real”, vive en medio de la pobreza, el
miedo y la matanza. La “propaganda de masas”, escribió Hannah Arendt a
propósito de los regímenes totalitarios del siglo XX, “descubrió que su
público estaba listo, en todo momento, para creer lo peor, sin importar
lo absurdo que fuera, y que no objetaba en particular que se le engañase
porque, de cualquier manera, sabía que cada declaración era una
mentira”.
Pero hay algunos rasgos importantes de la retórica de Donald Trump
que ciertamente no pude pronosticar. Un buen ejemplo es lo que se podría
llamar –no sin cierta amabilidad– indeterminación, su
tendencia a decir cosas diferentes, o incluso contradictorias, sobre el
mismo tema con una distancia de días o incluso horas, o su tendencia a
ir de la alabanza y la calidez a la repartición de culpas y la furia,
sin que en apariencia eso moleste lo más mínimo a sus seguidores.
Los políticos convencionales suelen poner mucho énfasis en la
consistencia. Solo cambian de táctica cuando creen que deben hacerlo y
solo después de una reflexión cuidadosa y de analizar riesgos. También
reprimen con diligencia su estado de ánimo o lo destilan en una esencia
cuidadosamente calibrada y políticamente útil.
Ni Donald Trump ni su base se sienten atados a estas convenciones en
lo más mínimo. Las políticas trumpianas son plásticas, maleables a casi
cualquier grado y en cualquier momento. Si dice una cosa y después otra,
la segunda no hace mucho por reemplazar a la primera sino que coexiste
con ella.
Muchos observadores siguen analizando su retórica como si fuera un
político tradicional. Así, se habló de su primer discurso ante el
Congreso como si fuera un “giro” meditado, en sustancia y en estilo,
hacia un enfoque más presidencial. De ninguna manera: a los pocos días
tuiteó sobre cómo su predecesor, Barack Obama, un “mal tipo (o un
enfermo)”, supuestamente lo había espiado; una acusación de la que no se
ha ofrecido ninguna evidencia. Los cambios en el estilo no son
estratégicos, sino voces adicionales de una personalidad retórica
múltiple.
Y mucho de lo que dice no trata en realidad de políticas sino que es
parte de un flujo de boletines en tiempo real sobre su estado emocional.
De ahí esos signos de exclamación en sus frases finales de Twitter:
“¡Qué triste!”, “¡Trabajos!”, “¡No es así!”, “¡Qué deshonesto!” “¡QUÉ PELIGROSO!”, “¡Disfrútenlo!”
Para un segmento importante de Estados Unidos, este candor emocional,
la informalidad, la espontaneidad, incluso la voluntad para
contradecirse, revelan la autenticidad de Donald Trump. Es algo que les gusta y admiran.
Si no compartes su admiración, si no te atrae la forma en que Donald
Trump, Nigel Farage y Marine Le Pen están socavando lo que sus
defensores ven como las convenciones y desacreditadas retóricas de la
política mainstream y lo que Steve Bannon llama “el Estado
administrativo”, más vale que te pellizques. Quizá no seas una persona
“real” en absoluto, sino un miembro de esas élites. Esta es la brecha
que se abrió en Estados Unidos y Gran Bretaña en 2016.
Había un ambiente de incertidumbre cuando, semanas después de su victoria electoral, Donald Trump vino a comer al New York Times
y pasó 75 minutos respondiendo preguntas. ¿Empleará la tortura? El
hombre que había elegido como secretario de Defensa, el general Jim
Mattis, le había dicho que no daba resultados, así que tal vez no. Desde
entonces, el tema ha vuelto a la mesa y se ha descartado por lo menos
una vez más.
¿Llevará a Hillary Clinton a los tribunales, como prometió durante su
campaña? “No quiero dañar a los Clinton, de verdad que no”, dijo el
hombre al que la Constitución de Estados Unidos ordena “cuidar que las
leyes sean ejecutadas fielmente”. Todo es subjetivo. Y subjetivamente
válido solo en ese momento.
Donald Trump ve la política contemporánea como una lucha maniquea
entre dos visiones opuestas del mundo: la de la élite liberal del establishment,
que al parecer incluye a muchos republicanos y demócratas, y la de los
“verdaderos” estadounidenses, cuya “voz” dice representar. Así que, para
él, los hechos citados por el establishment son mentiras
debido a la fuente de la que provienen, mientras que cualquier
aseveración que concuerde con su propia visión del mundo –sin importar
lo fantasiosa u objetivamente falsa que resulte– es, por definición, un
“hecho”. Uno de los dichos del señor Trump es “todo es negociable”. Ese
“todo” incluye la realidad. Si no te gustan los hechos, aquí tienes unos
alternativos.
Lo más preocupante sobre la controversia de las “noticias falsas” no
es que algunas personas diseminen mentiras en internet para obtener
beneficios comerciales. Ni que las grandes plataformas digitales
distribuyan sin discriminación lo bueno, lo malo y lo feo al mundo
entero. Ni siquiera que Rusia esté desinformando deliberadamente para
influir en las elecciones occidentales. Sino que el hombre que hoy
dirige el país más poderoso del mundo no parece reconocer o aceptar la
naturaleza objetiva de la realidad. Donald Trump parece creer que tiene
el poder divino de hacer que las cosas sean ciertas solo con decirlas. Y
está claro que decenas de millones de estadounidenses consideran que la
distorsionada versión de Trump de la realidad es más creíble que la que
uno obtiene mirando el planeta Tierra.
“Quiero que todos sepan que estamos combatiendo las noticias falsas”,
dijo Trump hace un par de meses en la Conferencia de Acción Política
Conservadora. “Son falsas. Una farsa. Falsas.”
Lo dice todo sobre la intuitiva facilidad retórica del nuevo
presidente, y sobre su falta de escrúpulos, que haya convertido con
agilidad la frase “noticias falsas” en un palo para golpear a
organizaciones periodísticas como The New York Times,
organizaciones que, al margen de las cosas que hagan, tienen un cuidado
inmenso para asegurarse de que cuentan lo que sucedió de verdad.
Donald Trump ha asegurado en varias ocasiones que el Times
está perdiendo lectores y suscriptores. En realidad, lo que está
sucediendo es exactamente lo contrario: en los últimos tres meses de
2016 tuvimos más suscriptores digitales nuevos que los que tuvimos
durante los años 2013 y 2014 juntos. Otros medios serios también están
teniendo audiencias más grandes y un mayor número de suscriptores.
Pero no debemos engañarnos: en Estados Unidos, la tradición de buscar
los hechos y contar la verdad que, con todas sus fragilidades, no tiene
parangón en el mundo, está ahora bajo un ataque fundamental.
Recordemos que la confusión pública –a quién se le debe creer y, en
última instancia, qué es verdadero y qué es falso– favorece
asimétricamente al mentiroso. No se necesita creer por completo en la
desinformación para que esta dañe a la democracia. Tan solo se necesita
que siembre las dudas suficientes, en las mentes de suficientes
personas, sobre la fiabilidad de las fuentes de información genuina para
que toda la cuestión de la verdad se convierta en un permisible objeto
de debate.
La desinformación busca igualar todo, perturbar y dividir. El año
pasado hubo mucha desinformación en el debate sobre el Brexit y la
indignación por el resultado persiste al día de hoy. Pero, al menos para
mí, esta estrategia se sintió como un medio usado irresponsablemente,
al calor de una campaña política, para alcanzar un fin.
Lo mismo se podría haber dicho de Donald Trump si la desinformación
hubiera concluido con las campañas, pero no lo ha hecho. En cambio,
parece que la desinformación deliberada será un rasgo central de la
presidencia del señor Trump.
Esto no tendría mayor importancia si estuviéramos hablando de la
Rusia de Vladimir Putin. El hecho de que esté sucediendo en Estados
Unidos conduce, no solo a este país sino a todo el mundo occidental,
hacia un territorio desconocido.
Tampoco sabemos hacia dónde nos conducirá el odio del presidente contra los que considera medios del establishment. En relación a lo que había dicho sobre modificar las leyes del libelo, cuando visitó The New York Times,
le pregunté si apoyaba la primera enmienda de la Constitución –la
libertad de prensa, en otras palabras–. “Creo que a ustedes les irá bien
–dijo–. Creo que estarán bien.” Luego salió del edificio y dijo que la
organización a la que había descrito esa misma mañana como el “New York Times en crisis” era una “joya” para Estados Unidos y para el mundo. Saquen sus propias conclusiones.
¿Qué nos puede decir sobre esto la larga historia de la retórica? Mi respuesta es: mucho. En Sin palabras
pude rastrear los orígenes de la retórica y los asombrosos paralelismos
entre las pasadas crisis del lenguaje público y nuestro problema
actual.
Me limitaré a un solo momento, no del inicio de la historia de la
retórica sino a un punto intermedio. Haremos una visita relámpago, no a
Grecia ni a Roma, sino a Aix-la-Chapelle –la moderna Aquisgrán–, a la
corte de Carlomagno, emperador y rey de los francos. Carlomagno era un hombre ambicioso, pero no solo en cuanto a tierra y poder. Tenía la ambición de construir una civilización.
Sabía cuántos elementos esenciales de una sociedad bien ordenada se
habían perdido con la caída de Roma y se dispuso a redescubrirlos y
reconstruirlos. Pero no pensaba hacerlo solo: reunió en su corte a las
mentes más brillantes del mundo conocido, incluyendo al monje y abad
anglosajón Alcuino de York.
Pensemos en el rey franco y en su consejero inglés tratando de erigir
de nuevo una vasta catedral con piedras desperdigadas. ¿Cuál debería
ser la primera piedra, la piedra angular?
No era la ciencia ni la literatura ni la ley. Eligieron la retórica
(para enseñarla, discutirla, desarrollarla y utilizarla). Aunque su
definición de retórica era mucho más amplia que la que conocemos.
Estas son las palabras del historiador alemán Johannes Fried sobre el logro de Carlomagno y Alcuino:
La retórica que resucitaron […] era mucho más que un simple debate sobre lenguaje y el arte de la “fina oratoria” […] Junto a la disciplina, revivida y adoptada de forma duradera, de la dialéctica, la retórica aportaba una epistemología teórica y práctica, y produjo una manera de pensar que empezó a guiar la forma en que actuaba la gente, y sin la que el renacimiento intelectual del Occidente latino habría resultado impensable. Con el tiempo, las dos disciplinas también enseñaban a la gente a prestar atención al “lado opuesto”, en otras palabras no solo comprender su sociedad y su mundo sino también abrazar lo que era extraño, abordarlo de una manera comprensiva y asimilarlo intelectualmente. En esto, estas dos disciplinas constituyeran el carácter esencial del intelectualismo europeo.
La retórica, tal y como Carlomagno y Alcuino la entendían, nos ayuda a
darle sentido al mundo y a compartir esa comprensión. También nos
enseña a “prestar atención” al “lado contrario”, al otro.
Acabamos de ver que en el Estados Unidos de Trump hay una fractura
tan profunda en las percepciones de la realidad que los dos lados ni
siquiera comparten los hechos.
Imaginemos a Carlomagno y a Alcuino empleando la retórica para
conseguir exactamente el efecto contrario: permitir que diferentes
tribus y grupos lingüísticos, con culturas y visiones distintas del
mundo, pudieran “prestar atención” y “asimilarse” entre sí para
utilizar, de este modo, ese entendimiento común como el fundamento del
imperio de la ley, el gobierno estable y la prosperidad.
Esto podría parecer un voto a favor de la posición centrista o del
mutuo acuerdo, pero no lo es. Las mejores ideas para crear políticas
comienzan a menudo en los márgenes radicales y no en el cómodo centro, y
hay ciertos temas en los que nunca se deben hacer concesiones. El
objetivo de la retórica, definida de esta forma tan amplia, no es el
mutuo acuerdo o el centro como tal (Carlomagno no era precisamente un
demócrata liberal), sino un contexto de entendimiento compartido en el
cual se puedan aislar y afrontar los desacuerdos.
Pero la historia nos enseña que lo que se puede aprender también se
puede olvidar, y lo construido se puede destruir. En el caso de la
retórica, a lo largo de los siglos perdimos de vista ciertas verdades
sobre la sociedad y la política que eran evidentes para un emperador que
cortaba cabezas en la batalla y un monje itinerante, sentados ante el
fuego, en las profundidades de la Edad Oscura.
Nuestra noción de la retórica se redujo al punto de que llegamos a
creer que se trataba solo de “buena oratoria” y, gracias a que ahora
poca gente escucha discursos, que era política y socialmente
irrelevante. Ya no nos parece necesario enseñar a los jóvenes a
comprender y formular argumentos, o desarrollar las facultades críticas
necesarias para juzgar qué y a quién creer, o no creer, tanto en la
política como en la vida.
La retórica que resucitaron Carlomagno y Alcuino era
antropológicamente realista. Comprendía que, como Aristóteles había
enseñado, el contenido intelectual del lenguaje público, los hechos, la
argumentación sistemática –Aristóteles le llama logos– son
importantes. Y reconocía que la persuasión de un grupo determinado de
oyentes depende también del contexto emocional: la impresión que da el
hablante, ethos, y el ánimo y la reacción de los oyentes, pathos.
Pero durante la Ilustración, y de manera posterior, esa concepción
empezó a ser cuestionada por tendencias opuestas. Llamemos a la primera
el hiperracionalismo, la creencia de que lo único importante en el lenguaje público es el logos,
o la razón (es decir, una aplicación casi científica de la lógica y la
argumentación inductiva a la evidencia), y que se le debía restar
importancia a la emoción tanto como fuera posible.
Los hiperracionalistas no confían en la retórica por la misma razón
que Platón: temen que permita que un orador sin escrúpulos active los
resortes emocionales de su público para que un mal argumento parezca un
buen argumento. Podemos pensar que los herederos de esta tendencia
racionalista son las élites tecnócratas y muchos –aunque claramente no
todos– miembros del establishment político actual.
En oposición a ella está la tendencia que en mi libro llamo autenticismo. Lo
que más importa a los autenticistas es la identidad y los valores
compartidos de una comunidad dada, y el mejor orador es el que entiende y
expresa con mayor exactitud las necesidades emocionales, incluso
espirituales, de su comunidad. En otras palabras, el ethos y el pathos lo son todo y ahora le toca al logos ser marginado.
Como hemos visto, los autenticistas pretenden hablar el mismo
lenguaje sencillo de la gente que aseguran representar. Para ellos,
“retórica” es un insulto, reservado para el discurso de aquellos que
consideran enemigos de su comunidad –lo que a menudo significa aquellos
que privilegian los hechos y el argumento por encima de lo que los
autenticistas ven como una verdad emocional y narrativa más profunda.
Los autenticistas más notables de la historia fueron los dictadores
fascistas de los años treinta. Pero los populistas insurgentes europeos y
americanos de hoy, incluyendo a Donald Trump, también presentan
tendencias autenticistas, sobre algunas de las cuales he hablado esta
tarde.
Este modelo del hiperracionalismo y autenticismo es útil para
entender cómo llegamos aquí y cómo podemos comenzar a sanear las
aterradoras divisiones que quedaron al descubierto en 2016.
En primer lugar, creo que el filósofo Michael Sandel tiene razón: las
élites tecnócratas y liberales del mundo occidental no escucharon a los
ciudadanos comunes. Si por “escuchar” entendemos “escuchar, hablar con
seriedad y responder”, se puede decir que han perdido el arte de
escuchar.
Recopilar y analizar datos no es lo mismo que escuchar, aunque a
menudo los líderes políticos y empresariales, y sus asesores, piensan
que son lo mismo. Tampoco lo es decirle a la gente que sus vidas están
mejorando económicamente cuando ellos no perciben que sea así. Ni
advertirles de un futuro que parece ajeno a su propia experiencia. “Ese
maldito PIB es suyo, no nuestro”, como le dijo una mujer al profesor
Anand Menon cuando había hablado de las potenciales consecuencias
económicas del Brexit en Newcastle.
Y las élites racionalistas olvidaron otra verdad desagradable: que
una discusión se gana, en realidad, no cuando nos hemos convencido a
nosotros mismos y a nuestros amigos, sino cuando hemos persuadido al
adversario, o al indeciso genuino, de los méritos de nuestro punto de
vista.
En décadas recientes, las élites consideraron algunas políticas tan
obviamente beneficiosas que no era necesario defenderlas. El libre
comercio es un buen ejemplo. No cabe duda de que –para la mayoría de los
economistas, los empresarios y los miembros educados del público– el
argumento a favor del libre comercio es evidente. Pero para los
ciudadanos comunes, preocupados por el empleo y el futuro de sus hijos,
es mucho menos obvio. No sé lo fácil que habría sido convencer a los
seguidores de Donald Trump de los méritos del libre comercio. Lo que sí
sé es que nadie hizo el esfuerzo.
Otras discusiones se han evitado de forma deliberada. Durante
décadas, y pese a la creciente inquietud del público, las élites han
rehuido el debate abierto sobre la inmigración, por miedo a que alentara
el racismo. Esta supresión hizo que apenas se oyeran los argumentos
sociales y económicos positivos acerca de la inmigración.
La élite tecnócrata de Estados Unidos y la mayoría de los ciudadanos
educados de este y cualquier otro país están convencidos del consenso
científico que dice que, casi con total certeza, la actividad humana es
la causa del calentamiento global. Yo también. Pero no estoy convencido
de que la mejor manera de persuadir a los demás sea impedir que se oiga a
los escépticos del calentamiento, como han defendido varios
científicos. Lo mismo con el tema de la seguridad de las vacunas.
2016 demostró que los intentos hiperracionalistas de manipular y
cerrar los debates públicos no son solo moralmente sospechosos, sino totalmente ineficaces.
Ignoran la realidad de la naturaleza humana, y no funcionan. Lejos de
convencer a quienes no están convencidos, incrementan sus sospechas y
resentimiento.
A menudo se justifica la corrección política, el intento de eliminar
el discurso y la escritura ofensivos y cargados de odio, diciendo que
tenemos el deber colectivo de proteger del daño y la aflicción a los
grupos vulnerables. Creo que tenemos ese deber, pero que debe ejercerse a
voluntad, no se le puede imponer a la población (y el intento de hacerlo crea más problemas de los que resuelve).
La corrección política no ha logrado que el racismo y otras formas de
prejuicio desaparezcan y quizá los ha empeorado. Mientras, no cabe
duda, ha protegido a miembros de algunas minorías contra el daño
inmediato, la reacción que ha suscitado en muchos países occidentales ha
dejado a ciertas minorías en una posición más vulnerable que antes. Y
ha permitido que algunos miembros resentidos y enojados de la población
que es mayoría no solo se presenten a sí mismos como víctimas, con la esperanza de una preferencia económica y política, sino que también se sientan genuinamente víctimas.
Negarse a escuchar; dar por sentados algunos debates mientras se
evitan otros; tratar a los ciudadanos comunes como si fueran demasiado
estúpidos para entender las decisiones políticas y se les tuviera que
sobornar, atemorizar o engañar para que estén de acuerdo; o como si no
fueran otra cosa que puntos de información que hay que manipular para
obtener una ventaja política o en apoyo a un bien común teórico. La
acusación no es que las élites racionalistas sean directamente
responsables de las fuerzas oscuras que ahora intervienen en la política
occidental, sino que permitieron que se abriera un vacío de empatía y
comprensión: ese es el vacío que esas fuerzas oscuras están llenando.
Por supuesto, no todo lo que ha sucedido es oscuro. El
euroescepticismo es una corriente legítima y de larga tradición en la
vida política del Reino Unido y los británicos tienen tanto derecho a
dejar la Unión Europea como en un principio lo tuvieron para formar
parte de ella. El público estadounidense tiene derecho a votar a quien
quiera para que ocupe la Casa Blanca.
Pero la intolerancia, la ira y la amarga división son también parte
de la historia del 2016. Los ataques antisemitas, así como otros ataques
racistas, tanto físicos como retóricos, se han incrementado en muchos
países occidentales y, al parecer, los atacantes han tomado valor por el
abrupto cambio de la marea política. Las comunidades de inmigrantes y
los miembros de las minorías étnicas y de otra naturaleza sintieron, y
aún sienten, una nueva vulnerabilidad y temor. El ánimo político se ha
vuelto horrible en muchos países. En Estados Unidos, al menos a nivel
federal, la posibilidad de encontrar un terreno común para la izquierda y
la derecha, que durante la administración de Barack Obama era una llama
débil, se ha apagado por completo.
Muchos ciudadanos que eran razonables han aceptado una visión
apocalíptica y desesperada de sus propias sociedades, la visión del
póster antiinmigrante de Nigel Farage con la leyenda “Punto de ruptura” o
de la “matanza estadounidense” de Trump.
Se trata de una visión que exagera y generaliza hasta el punto de la
locura los muchos problemas reales que la gente común enfrenta en
nuestras sociedades. La historia nos dice que, cuando esas visiones
falsas pero convincentes se implantan ya solo el diablo las puede
disipar. Y que las pueden utilizar líderes políticos sin escrúpulos para
justificar casi cualquier cosa.
La advertencia que hacía Adam Gopnik en Radio 4 parece cierta: “el
ascenso de Trump se debe al despertar de pasiones profundas y atávicas
de nacionalismo y odio racial entre millones de estadounidenses”. Aunque
no nos cuenta toda la historia sobre la naturaleza humana. Creer en la
democracia es creer que estamos imbuidos no solo con un potencial
inmensamente destructivo sino con aquello que los griegos llamaron phronēsis o sabiduría práctica.
Esta sabiduría, combinada con un lenguaje público efectivo, permite
un proceso de deliberación colectiva y de toma de decisiones que nos da
la mejor oportunidad para canalizar nuestras ideas y pasiones, y
construir una sociedad mejor, más justa y más unida, en lugar de
sumirnos en la recriminación y el conflicto.
Los mismos griegos comprendían que la phronēsis
no era una garantía de paz y orden: a veces las democracias hacen cosas
locas y malvadas. Pero el hecho de que un voto no vaya en la dirección
que te gustaría o de que pasen largos años en los que creas que tu
gobierno, elegido democráticamente, se encamina al desastre no justifica
abandonar la creencia en la sabiduría práctica, no solo en la de
aquellos que concuerdan contigo, sino en la de aquellos que no.
La única alternativa a una democracia basada en este respeto
colectivo es alguna forma de tiranía, encabezada por aquellos que
piensan en sí mismos como Próspero, o por Calibán y sus amigos.
Desgraciadamente, ese sentido de respeto mutuo en el que, en última
instancia, está basada una democracia exitosa escasea gravemente en la
actualidad.
Para decir lo obvio: no podemos reconstruir la confianza en la
democracia y volver a unir a nuestras sociedades si nos dividimos. No
debe significar una disolución de los valores fundamentales, sino un
esfuerzo mucho mayor para comprendernos y comunicarnos.
La tempestad, de William Shakespeare, que contrapone a
Próspero y Calibán, no acaba en catástrofe sino en perdón y
reconciliación, incluso entre enemigos jurados. Al terror y al dolor los
sucede la esperanza. Como dice Fernando: “Aunque los mares amenazan,
compasivos son. / Sin razón los he maldecido.”
Por tanto, ¿qué nos hará falta para redirigir nuestra política hacia
el camino de la reconciliación? La humildad para tratar a todos, incluso
a los oponentes políticos, como si valiera la pena escucharlos.
El reconocimiento de que el único tipo de lenguaje público que puede
unir a una sociedad es uno que combine el respeto por la evidencia y la
argumentación racional con la empatía genuina.
La determinación, no para llegar a un acuerdo mutuo sino para
interactuar con aquellos que no están de acuerdo con uno y para seguir
desarrollando la argumentación sin importar cuánto cueste hasta
convencer a tu interlocutor.
La resistencia implacable ante toda forma de censura, oficial o no, y
un compromiso para no alentar la intolerancia y el odio de manera
clandestina sino confrontarlos y argumentar en su contra en público.
Y, finalmente, el valor para asegurarnos de que los hechos sean
escuchados. En gran parte del mundo, los gobiernos y otros poderes
fácticos ocultan los hechos reales y promueven su versión alternativa de
la realidad. Ahora hay fuerzas poderosas en nuestros propios países que
quieren hacer lo mismo.
Pero no se puede reconstruir nada, mucho menos un lenguaje público
sano, basándonos en mentiras, medias verdades y teorías de la
conspiración. Ha llegado la hora de que todos nosotros defendamos los
hechos. Eso incluye a The New York Times y al resto de los medios responsables, pero también a los lectores.
El periodismo que se toma en serio la búsqueda de hechos es caro. Si
lo valora, ayude a pagarlo suscribiéndose a un diario o revista,
impresos o digitales. Pida a los políticos que ha elegido que consideren
y apoyen a los diarios en los que usted confía para conocer la verdad.
Y tenga en cuenta las lecciones de Carlomagno. Enseñe a sus hijos a
escuchar, a saber cuándo alguien está tratando de manipularlos, a
distinguir los buenos argumentos de los malos, a pelear desde su
trinchera con claridad y honestidad. En otras palabras, enséñeles
retórica. ~