Trump no arrasó la OTAN como se esperaba
Investigador
principal del Real Instituto Elcano. Su trabajo de investigación se
centra en la formulación de políticas de seguridad y defensa, conflictos
armados y asuntos estratégicos.
1/03/2017
.
Contra todo pronóstico, Donald Trump no desató contra la OTAN los
vientos huracanados que se esperaban. Los “trumpologos” no han
conseguido todavía dominar los indicios que aparecen en los posos del
café o en el interior de las bolas de cristal que utilizan para predecir
el comportamiento presidencial que tanto les preocupa. De sus comentarios sobre la obsolescencia de
la OTAN durante la campaña electoral dedujeron que acabaría con ella al
llegar a la Presidencia. Al igual que sus votantes, creyeron que
bastaría que el Presidente soplara y soplara en el cuartel general de la
Alianza Atlántica para que esta se desmoronara. Pero lo que los
meteorólogos de la “trumpología” anunciaron como un huracán de grado 5
se fue desinflando antes de tocar suelo europeo y los mensajeros
presidenciales que llegaron en febrero de 2016 no anunciaron el fin de
la OTAN que se temían los asistentes a la Conferencia de Seguridad de Munich o los de la reunión ministerial de la OTAN en Bruselas.
Tanto
el vicepresidente Michael Pence como el secretario de Defensa James
Mattis han reiterado el compromiso de Estados Unidos con los valores de
la Alianza Atlántica, con la defensa colectiva del artículo 5 y con la postura militar de la OTAN frente a la Rusia de
Putin. Nada de hacer las maletas, de replegar las tropas de Polonia, de
condonar la agresividad rusa o de deslocalizarse de Europa. Todo sigue
igual para descrédito de los trumpologos. Aunque seguir igual –para los
que conocen la OTAN– quiere decir que por detrás de las declaraciones
oficiales que preservan la apariencia de cohesión entre los aliados,
persisten las dudas existenciales sobre la solidaridad, alineamiento y compromiso entre los aliados.
El antes candidato y ahora presidente Trump no ha sido el único en
cuestionar en voz alta la adaptación de la OTAN a los nuevos riesgos. La
propia organización ha venido cuestionando y revisando sus conceptos
estratégicos, su organización y su postura militar.
Cerradas
las filas, la cuestión presupuestaria va a traer cola (la cola del
huracán). Si los “trumpologos” tiraran de hemeroteca encontrarían que el
secretario de Defensa Gates sí que puso firmes –nunca mejor dicho– a
los aliados europeos en 2011 cuando les conminó a subir su gasto en
defensa o a hacerse a la idea de que Estados Unidos comenzaría a hacer
las maletas. Para evitar la “irrelevancia militar” de la OTAN que
pronosticaba Gates, los aliados se comprometieron en 2014 a aumentar su esfuerzo de defensa al 2% de su PIB en
un plazo de 10 años. La única diferencia con la Administración
saliente, que ha venido examinando el cumplimiento del acuerdo, año por
año y país por país, es que la nueva Administración quiere que se
concrete el calendario por escrito.
La
calendarización no va a ser fácil por muchas razones. Primero, porque
el 2% es un criterio arbitrario. Que Grecia y Estonia lo superen no
añade a la OTAN el mismo valor que Francia, Alemania, Italia o España
que incumplen ese criterio. Estos países, y los que se acercan al
indicador del 20% de inversiones en equipamiento, deberán dar la batalla
por incluir el factor cualitativo del gasto (unos
gastan mejor que otros). También lo deberán dar los países que
invierten en operaciones militares en el exterior y en equipos militares
de proyección de fuerza (unos son más solidarios que otros). En segundo
lugar, el porcentaje de la riqueza de cada país dedicado a la defensa
depende de la evolución de la riqueza. Tradicionalmente el gasto militar
se contraía en los periodos de crisis económica y se expandía en los de
crecimiento. Lo novedoso de la situación actual es que, por un lado, la
situación económica no es la mejor para elevar el nivel de gasto hasta
el 2% del PIB y, por otro, que en los años el porcentaje de gasto en
defensa no es proporcional al aumento o a la disminución de la riqueza,
sino que tiende a reducirse. Este desfase lo conocemos bien en España,
donde se ha reducido el presupuesto militar tanto en épocas de escasez
como en las de expansión (de ahí que estemos al final de la cola y
señalados con el dedo). También la conocen en Estados Unidos, que han
bajado del 5,5% en 2009 al 3,6% en 2016 debido a la progresión de los
gastos sociales y que, de seguir en esta progresión, tendrían
dificultades para alcanzar la cifra mágica del 2% que exigen a sus
aliados.
De
aquí a mayo de 2017, cuando se espera la visita de Trump, el debate se
mantendrá en términos presupuestarios. Aunque los “trumpologos” se
esfuercen, ni los predecibles europeos en su Estrategia Global ni
el impredecible Trump en sus acciones como presidente han cuestionado
todavía la vigencia de la Alianza Atlántica. Ningún aliado desea otra
movida en la OTAN que no sea la de mudarse a la nueva sede que estrenará
Trump. La nueva sede es de cristal y está a prueba de huracanes y de
depresiones tropicales, como todas las burocracias internacionales que
sobreviven a las reformas radicales que proponen sus dirigentes.
Mientras los “trumpologos” afinan sus predicciones sobre el numerito
que el presidente Trump pueda monar en su vista, los diplomáticos
aliados negociarán lo necesario para que el presidente Trump vuelva a
casa desde Bruselas con el mensaje que todos los últimos presidentes
estadounidenses quieren: demostrar a su electorado que quien manda en la
OTAN son los Estados Unidos y que los aliados europeos pagan sus
cuotas. Ningún aliado negará al presidente Trump su condición de patrón
porque el que paga manda, pero si van a pagar más, tendrán que
plantearle cuánto más, para qué y cuánta responsabilidad cederán a
cambio. Al fin y al cabo, todos tendrán que dar explicaciones al volver a
casa (todos menos los “trumpologos”).