EN EUROPA, CON LA PLUMA Y LA ESPADA
Por Julio María Sanguinetti (*)
Nos explicamos que a Europa, vieja, culta, rica (pese a un mal
momento), abroquelada detrás de su cómodo Estado de Bienestar y su
tolerante democracia liberal, le costará asumir que está en guerra.
Lo entendemos, porque es triste y doloroso.
Pero,
como dijo Giovanni Sartori al diario español El Mundo en octubre de
2007, "el Islam ha declarado la Guerra Santa a Occidente, que no sabe
defenderse". Ya en 1996, Samuel Huntington había publicado "El choque de
las civilizaciones", que fue mal leído como belicista cuando se
trataba, lisa y llanamente, de una desesperada advertencia sobre lo que
se venía.
Lo
de Europa, entonces, no nos sorprende, pero es irreal. La declaración
de guerra se la gritan en la cara todos los días y nadie debería
entenderlo mejor, porque el enfrentamiento dura siglos.
Cuando
Charles Martel, en 732, detuvo en Poitier a los musulmanes (poderosos
en España), ya había comenzado. Proseguía mil años después, cuando en
1571, en Lepanto, la gran armada que comandara don Juan de Austria (y
donde perdiera la mano el autor de El Quijote) enfrentó a Solimán El
Magnífico.
Al mismo tiempo, Europa vivía su propia guerra de religión y sólo diez meses después de Lepanto, París sufrió la horrible masacre de San Bartolomé, en que los cristianos católicos asesinaron al líder de los protestantes, el almirante Coligny, y a miles de sus seguidores. Estas guerras de religión envenenaron Europa durante tres siglos, y nuestros grandes monarcas, Carlos V y Felipe II, malgastaron la plata de América en esos sangrientos empeños.
Al mismo tiempo, Europa vivía su propia guerra de religión y sólo diez meses después de Lepanto, París sufrió la horrible masacre de San Bartolomé, en que los cristianos católicos asesinaron al líder de los protestantes, el almirante Coligny, y a miles de sus seguidores. Estas guerras de religión envenenaron Europa durante tres siglos, y nuestros grandes monarcas, Carlos V y Felipe II, malgastaron la plata de América en esos sangrientos empeños.
Todo en nombre de la fe. Todo en nombre de Dios.
Todos convencidos. Todos fanatizados.Se
precisaron varios siglos para que la Ilustración Volteriana, retomando
ideas renacentistas, lograra avanzar en un proceso de secularización que
fue delimitando los ámbitos del Estado y de la religión.
Ese
proceso fue una de las grandes conquistas del liberalismo europeo, que
también inspiró a nuestra América, donde, si bien los Estados no son tan
laicos como nuestro Uruguay, en todos hay libertad de cultos y
enseñanza, y un clima de tolerancia que superó aquellos enconados
debates del 900.
Lo
dicho parece anacrónico frente a lo que vivimos. No lo es. Simplemente
demuestra lo largo y profundo que es el conflicto entre el Occidente
judeo-cristiano y el Oriente musulmán, que viven, culturalmente
hablando, en siglos distintos.
Por supuesto, en ese largo trayecto se mezclan imperialismos, colonialismos, rebeliones nacionales y el adorado petróleo .
Desde
hace unos años, luego de que la gran crisis del petróleo en 1973
transfiriera un enorme poder al mundo árabe, estamos envueltos en una
vorágine que día tras día cobra víctimas y nuevos enconos. Ahora fue
París, pero antes fue Nueva York, y Madrid y Londres, y no nos olvidemos
de Buenos Aires.
Por
cierto, Occidente ha cometido disparates como la invasión a Irak,
sustentada en un peligro militar inexistente y en la ingenuidad de
pensar que se podía democratizar a un país sin la mínima cultura
cívica.
Y
Europa, acobardada por el peligro interno del que adolece, con la misma
ingenuidad (¿o cobardía o cinismo?) reconoce la existencia del precario
Estado Palestino, en nombre de un derecho a la autodeterminación que el
reconocido niega a su vecino Israel.
Era
cómodo pensar que el conflicto era musulmán-judío, hasta que comenzó la
matanza de cristianos, y los degüellos en vivo y directo mostraron que
aun ciudadanos franceses e ingleses eran ejecutores de los crímenes.
Aquí
aparece otro sesgo de la ambivalencia: Europa es renuente a entender
que Israel es el corazón de Occidente y la única frontera democrática en
medio de un mar de dictaduras. Incluso es triste asumir, pero es
verdad, que el único refugio de cierta racionalidad laica son los
ejércitos (caso Egipto o Turquía).
La
pregunta es para Sartori: ¿qué debe hacer Occidente para defenderse
mejor? Angelo Pianebanco dice desde el Corriere della Sera que estamos
en desventaja, porque el extremismo islámico conoce nuestros puntos
débiles y nosotros seguimos sin entenderlos a ellos, creyendo que quien
mata en nombre de Dios no es un verdadero "creyente", cuando para ellos
es exactamente al revés, se trata del mejor mensajero de Dios, además de
un héroe civil.
Está
claro que Estado Islámico, Al-Qaeda, Hezbollah y Hamas son cosas
distintas. Pero su objetivo es el mismo: imponer su visión del mundo,
dogmática, inhumana, despectiva de la mujer; instalar una suerte de
teocracia totalitaria y para ello ir, paso a paso, derrumbando gobiernos
árabes con cierto pluralismo y liquidar la prenda de la corona, que es
Israel.
Si
éste cayera, o perdiera apenas alguna batalla significativa (Jerusalén,
por ejemplo), la oleada en Europa Occidental sería imparable y allí se
sumarían, consciente o inconscientemente, todos los que hoy se sienten
desamparados por el sistema democrático y capitalista.
La
batalla debería comenzar entonces por una real alianza con el mundo
musulmán moderado. Alianza no sólo militar, sino doctrinaria,
filosófica, educativa, psicológica, dirigida a detener el avance de esa
juventud encandilada con el fanatismo.
Mientras haya mezquitas y "madrazas" instalando el rencor, habrá combatientes que sustituirán a los caídos.
Lo
que nos lleva a la inmoralidad de algunos países árabes (Arabia
Saudita, por ejemplo) que financian a los terroristas para comprar paz
interna mientras mantienen con Estados Unidos una alianza cínica en que
se mezclan ventas de armas y de petróleo.
Sería
esperanzador otear caminos más sencillos y claros. Pero no los hay. Con
todo, ya sería un gran avance asumir la guerra en toda su complejidad y
abordarla en conjunto.
Toda
la emoción de París, si para algo debe servir es justamente para
entender que somos más los que estamos de este lado, y que si creemos en
las libertades y en la razón, en que al "César lo que es del César y a
Dios lo que es Dios", debemos usarlas para defenderlas como fue
siempre, con la pluma y -desgraciadamente- también la espada.
(*) El autor fue presidente de Uruguay.