Venezuela como problema regional
Venezuela
parece estar llegando a puntos límites. La Cruz Roja de Curazao está
haciendo preparativos para atender una eventual ola de refugiados
venezolanos, mientras que numerosos países europeos podrían recibir a
quienes tengan ciudadanía de miembros de la Unión.
Junio 2016
La
noticia, filtrada a mediados de mayo, consternó a muchos en Venezuela:
la Cruz Roja de Curazao, señaló la prensa de la isla, está haciendo
preparativos para atender una eventual ola de refugiados venezolanos.
Sin atenuantes ni medias tintas comprendimos lo mal que nos están viendo
en el vecindario. Sabemos que los saqueos por falta de comida son cosa
de todos los días; que el líder opositor que encabeza las encuestas está
preso con un juicio que genera muchas dudas, que el Tribunal Supremo
invalida una a una las decisiones de la Asamblea Nacional, que los
apagones trastornan la vida cotidiana y que la delincuencia ha
popularizado los linchamientos en una sociedad que ya siente más rabia
que miedo; pero cuando oímos que en Curazao temen una especie de gran
crisis de balseros venezolanos, comprendimos que, el aspecto que
entregamos, es el del caos y la desolación.
Tal
parece que la profecía formulada por el escritor y político Arturo
Uslar Pietri durante la década de 1990, según la cual sin petróleo la
Cruz Roja tendría que venir a Venezuela a repartir sopa, parece haberse
hecho realidad. No, por supuesto, porque el petróleo se haya agotado,
sino porque un conjunto de errores e inconsecuencias cometidos desde
hace tres décadas, pero agudizados en los últimos diecisiete años, han
hundido a uno de los países más ricos de la Latinoamérica en una crisis
humanitaria cuyas consecuencias desestabilizadoras para la región pueden
ser enormes. Por eso los curazoleños no son los únicos preocupados. Las
discusiones que, mientras se escribe este artículo, se llevan a cabo en
la OEA; las negociaciones que, por la vía de UNASUR, se iniciaron en
República Dominicana; la carta enviada por el Papa Francisco a Nicolás
Maduro y los esfuerzos que lleva adelante la Nunciatura en Caracas para
que llegue a una salida electoral de la crisis; la visita, in extremis,
de Evo Morales a Caracas, para darle apoyo al gobierno casi como el
último aliado que queda del desmoronado orden alternativo erigido con
tanto esfuerzo (¡y petrodólares!) por Hugo Chávez ; los pronunciamientos
de la ONU, la Eurocámara, el G-7, Barack Obama y la Internacional
Socialista: todos manifiestan el temor de que del país termine de
deslizarse hacia el caos si no se llega a alguna forma de entendimiento
democrático.
Sus
temores van más allá de la solidaridad con un pueblo acosado por la
carestía y la violencia. Hay motivos más pragmáticos para inquietarse
por la suerte de Venezuela. Pensemos tan sólo en el hecho de que la Cruz
Roja de Curazao (una isla cuyas costas se ven desde las playas más
septentrionales de Venezuela) ya trabaja sobre una posible crisis de
refugiados. Colombia y, en general, la Comunidad Europea, correrían
riesgos similares, si ese apocalíptico escenario se llevara realmente a
cabo. Convencionalmente se afirma que tres millones de colombianos viven
en Venezuela, pero Hugo Chávez, con la facilidad que lo caracterizaba
para realizar afirmaciones, elevó esa cifra a cinco millones (que aceptó
Bogotá, tal vez a falta de otra mejor). Lo cierto es que, en los
primeros años del presente siglo, mientras profesionales de la clase
media venezolana y empresarios huían del socialismo bolivariano hacia
una Colombia cada vez más segura y próspera, desplazados colombianos se
establecían en Venezuela para buscar refugio con familiares, aprovechar
las políticas sociales del chavismo y, en muchos casos, disfrutar del
bolívar sobrevaluado que tuvimos hasta 2013 para mandar remesas o, en no
pocos casos, participar del «bachaqueo », es decir, del contrabando
entre los dos países. Aunque nadie sabe, a ciencia cierta, cuántos
colombianos viven en Venezuela, la idea de que su número ha aumentado en
la última década no está desencaminada. Esto implica que, en una
situación que empeore, Colombia podría recibir a una enorme masa de
connacionales, empeorando su ya de por sí complicada situación de
desplazados.
Otro
tanto podría suceder con países de la Comunidad Europea como Portugal,
España e Italia. Recientemente el primer ministro portugués, Antonio
Costa, expresó la preocupación de su gobierno por los 400.000
portugueses que viven en Venezuela. Existen cálculos que refieren a un
millón de venezolanos con derecho al pasaporte italiano y de unos tres
millones con derecho al español. Oficialmente unos 120.000 italianos y
unos doscientos mil españoles viven en el país. Esta situación podría
significar para la Comunidad Europea una crisis como la de Siria, con la
diferencia tan particular de que se vería obligada a recibir a los
migrantes ya que poseen su ciudadanía. Si a esto añadimos el hecho de
que Curazao forma parte de Holanda y de que Venezuela limita al norte
con Francia en el mar que comparte con Guadalupe, Europa tendría, en el
caso de que el país colapse, un problema en sus fronteras. Tal vez, esa
sea la razón del incremento de las fuerzas holandesas en la zona que,
según denunció Chávez en una de sus declaraciones más sensacionales en
2009, debía prepararnos para una guerra con los Países Bajos.
La
cosa, sin embargo, no acaba aquí. Venezuela es un actor clave tanto en
las negociaciones de La Habana con las FARC, como en las que se realizan
en la mismísima Caracas con el ELN. Por ello, la caída en el caos del
país podría incidir de forma directa en la pacificación de Colombia.
Otro tanto sucedería con los precios del petróleo, si el caos obstruyese
la industria del quinto productor mundial y acaso con la economía de
los grandes prestamistas y proveedores del régimen chavista, como Rusia,
China y Brasil, cuyos intereses son tan altos como controversiales en
Venezuela. La crisis que actualmente padecemos ha merecido y seguirá
mereciendo la atención internacional. Pero recordemos algo: la Cruz Roja
curazoleña habla de una «eventual» ola de refugiados. Es decir, se
trata de una posibilidad, tal vez la peor entre muchas. La apuesta es
que los campos de refugiados que piensan montarse permanezcan sin uso.
Pero para ello, Venezuela precisará esfuerzos para encontrar una salida
que no ponga en discusión su soberanía, pero en la que toda la ayuda que
pueda ofrecerle los sectores democráticos y progresistas del mundo será
de una enorme utilidad. Por el bien de Venezuela y el de toda la
región.