Liberales a las barricadas
Nº1869
al de Junio de 2016
por Andrés Velasco
Desde Austria, Francia y Estados Unidos, hasta Polonia, las Filipinas
y Perú, los populistas antiliberales van en aumento. Algunos culpan a
la globalización arrolladora, otros a la desigualdad de ingresos y otros
a elites desconectadas que simplemente no entienden.
Pero estas explicaciones —por muy plausibles que sean— dejan de lado
el punto más importante. El problema no es simplemente económico, sino
político. El mayor logro político de la humanidad es la democracia
liberal. Sin embargo, en todas partes del mundo, los liberales
demócratas son reacios a abogar por ella. No sorprende, entonces, que
estén perdiendo la batalla por conquistar los corazones y las mentes de
los ciudadanos.
El problema dista de ser nuevo. En realidad, se encuentra en la
propia raíz del liberalismo. Temerosos de la censura o la opresión, los
pensadores liberales más a menudo han optado por la neutralidad moral:
no abogan por un conjunto único de valores, ni por una definición en
particular de lo que constituye una vida buena. Una sociedad liberal
—casi por definición— permite que sus ciudadanos lleven la vida que
deseen, siempre que no perjudiquen a los demás.
El problema es que en todas partes la política es aristotélica: le
importa la virtud. En Estados Unidos, con buena razón, se suele decir
que la Presidencia es el “púlpito exhortador”. Cuando los políticos
abogan por un conjunto de valores —o de virtudes— claros y definidos,
los ciudadanos escuchan.
Esto se puede hacer de manera torpe, como cuando en 2004 John Kerry
aceptó la nominación a candidato del Partido Demócrata a la Presidencia
del país con un discurso en que la palabra “valor” o “valores” se
repitió 32 veces. Pero también se puede hacer de manera magistral, como
cuando Robert F. Kennedy Jr. regañó a los estadounidenses por rendir
“los valores de excelencia personal y comunidad a la mera acumulación de
bienes materiales”. Y, memorablemente, añadió: “El PBI lo mide todo
(...) excepto lo que hace que la vida valga la pena”.
Filósofos que van de John Stuart Mill a John Rawls y Martha Nussbaum,
han buscado una salida a este dilema del liberalismo. Sería
discriminatorio y antiliberal promover, y peor aún imponer, los valores
de un grupo en particular, sea religioso o de otra índole. Sin embargo,
los gobiernos y los líderes políticos pueden y deben promover los
valores compartidos —lo que Rawls llama “el consenso coincidente”— que
definen a una sociedad liberal. Por ejemplo, al conmemorar el nacimiento
de Martin Luther King Jr., Estados Unidos subraya así como renueva su
compromiso con el ideal compartido de la igualdad racial.
Posiblemente sea el propio King quien dio el mejor ejemplo de la
pasión con la que se pueden (y se debe) defender tales ideales. Existen
pocos a su altura. Los populistas como Donald Trump y Marine Le Pen,
líder del Frente Nacional de Francia, emplean la pasión para servir la
política del temor y del odio. En contraste, los liberales demócratas,
todos producto de la Ilustración, defienden sus ideales políticos —que
valoran la razón humana por sobre las emociones— en un tono que es más
apropiado para reuniones pequeñas y corteses.
Ello constituye un problema grave. “Ceder el terreno de la
conformación de las emociones a las fuerzas antiliberales”, escribe
Nussbaum, “les da a estas una gran ventaja en el corazón de la gente y
hace que se corra el riesgo de que las ideas liberales parezcan tibias y
aburridas”.
Según afirman neurocientistas como Steven Pinker, la razón y la
emoción son dos lados de la misma moneda mental. De modo similar, el
lingüista cognitivo George Lakoff, basándose en el trabajo del psicólogo
Drew Westen, llega a la conclusión de que “la emoción es tanto central
como legítima en la persuasión política. Su utilización no apela
ilícitamente a la irracionalidad, como lo consideraría el pensamiento de
la Ilustración. Las emociones adecuadas son racionales”.
King dio muestras de entender esto claramente cuando proclamó su
“sueño” de una sociedad en la que sus hijos “no serían juzgados por el
color de su piel, sino por el contenido de su carácter”.
Hoy día, el único líder liberal demócrata que habla con el lenguaje
de los valores y de la virtud es Barack Obama, el presidente de Estados
Unidos. A menudo se lo critica por ser frío y distante. Sin embargo, no
hay nada de esto en la forma en que Obama promueve la capacidad de vivir
juntos en paz y con respeto mutuo como la virtud liberal más admirable
de todas.
“Cada uno de nosotros tiene creencias profundas”, afirmó en el
discurso que pronunció luego de ser reelegido en 2012. “Y al pasar por
momentos difíciles, cuando tomamos decisiones importantes como país,
ello necesariamente despierta pasiones, da origen a controversias”, lo
que llamó “un distintivo de nuestra libertad”. Sin embargo, “a pesar de
todas nuestras diferencias, la mayor parte de nosotros comparte ciertas
esperanzas para el futuro de Estados Unidos... Creemos en unos Estados
Unidos generosos, en unos Estados Unidos compasivos, en unos Estados
Unidos tolerantes, abiertos a los sueños de la hija de un inmigrante que
estudia en nuestras escuelas y jura ante nuestra bandera”.
Esta última línea revela que Obama también está consciente del otro
desafío que deben superar las democracias liberales: conformar un nosotros
que sea creíble. En esto, el ejemplo de los populistas vuelve a ser
revelador. Los de derecha, como Trump, hacen política en torno a la
identidad racial; los populistas de izquierda, como Bernie Sanders, en
torno a los ingresos. Se trate ya sea de exportadores chinos,
inmigrantes mexicanos, supuestos terroristas islámicos o codiciosos
banqueros de Wall Street, “existe un ‘otro’ claro, al cual se puede
dirigir la ira”, según recalcó no hace mucho Dani Rodrik, de Harvard.
Es necesario que los demócratas liberales dejen en claro que culpando
a otros no se llega a ninguna parte, y que asumir una responsabilidad compartida es la única forma de construir un mejor futuro compartido.
Desde luego, las reformas económicas y políticas que reducen la
desigualdad de poder y de ingresos son indispensables, tanto por su
mérito propio como también para hacer creíbles los llamados a un
sacrificio compartido. Pero igualmente indispensable es la convicción
moral, expresada con pasión, de que “la hija de un inmigrante que
estudia en nuestras escuelas” es un miembro genuino, con plenos
derechos, de ese nosotros común.
No existe en la historia de la humanidad una organización social o
política que se haya acercado más a la realización del ideal de igualdad
de oportunidades para todos que la democracia liberal. Todavía no lo
alcanzamos plenamente. Pero hemos avanzado un largo trecho y, ciñéndonos
a los valores liberales y democráticos, avanzaremos aún más. No debemos
permitir que un jihadista o un fanático, que un Trump o una Le Pen,
como tampoco que un Chávez, un Maduro o un Putin, destruya este sueño
posible.
(*) Andrés Velasco fue ministro de Hacienda de Chile durante el primer gobierno de la presidenta socialista Michelle Bachelet y es Professor of Professional Practice in International Development en la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de Columbia University, Estados Unidos
© Project Syndicate, 2016. (Especial para Búsqueda)