El fin de las complicidades acecha al kirchnerismo
Por Carlos Pagni LA NACION
La red de corrupción que rodea a las empresas de la Presidenta amenaza con transformar las últimas estrofas del cantar de gesta kirchnerista en una crónica policial muy poco estimulante.
Pero esa degradación estética es sólo una de las consecuencias que desencadenó Claudio Bonadio con el allanamiento de Hotesur. Esa crisis está agravada por algunos rasgos incorregibles de la política oficial.
Una
de esas peculiaridades es la vocación por constituir un monopolio de
poder. Sólo un líder que soñó reinar durante un cuarto de siglo, como
Néstor Kirchner, pudo haber montado un esquema de negocios tan
desprolijo como el que está saliendo a la luz. Las revelaciones de
Leonardo Fariña y Federico Elaskar sobre tráfico con bolsos de dinero se
produjeron, según el programa de alternancia conyugal, durante el que
iba a ser el segundo período del "pingüino".
El año que viene
gobernaría de nuevo la "pingüina". Y había que contemplar, por lo menos,
un mandato más. Iban por todo. Para semejante duración no hacían falta
precauciones. Es la única manera de explicar que el contratista al que
se le adjudicaba casi toda la obra pública santacruceña suscribiera
contratos con los hoteles del gobernador. Y que esas transacciones se
extendieran a la escala nacional. Quizás aún no hayan aparecido los
capítulos más inquietantes de esta historia. Lázaro Báez tendría hoy
dificultades para justificar qué destino tuvieron algunos pagos
adelantados por sus trabajos. Sería inconcebible que ese destino haya
sido el bolsillo del funcionario que se los asignaba.
Esa ilusión
de eternidad, que el fracaso electoral de 2013 vino a disolver, se
reforzó con un rasgo de carácter: Néstor Kirchner no podía delegar
responsabilidades. Los datos que van apareciendo demuestran que el
submundo de los negocios familiares se regía por los mismos criterios
que regulan el Gobierno. El más importante, una absoluta desconfianza.
También para sus intereses privados Kirchner privilegió la subordinación
absoluta por sobre la capacidad. De otro modo, es impensable que la
administración de un flujo de dinero cada vez más caudaloso quedara en
manos de gerentes tan rudimentarios como Báez o Cristóbal López.
El
orden privado se manejó como el público. Sólo el ex presidente conocía
el mapa completo de su imperio. Los sótanos del kirchnerismo están
poblados de leyendas que remiten unas a otras. Cuando la asistente de
Néstor Kirchner, Miriam Quiroga, relató que el secretario privado Daniel
Muñoz organizaba el transporte de valijas con billetes de la Casa
Rosada a Olivos confirmó sin proponérselo lo que cuentan empresarios del
transporte: que los presuntos retornos por los subsidios que recibían
debían ponerse en manos de Muñoz o de Ricardo Jaime.
Kirchner
ocultaba a su familia muchísimos detalles. Quedó claro durante aquella
reunión con López y Báez que su esposa organizó a los pocos días de su
fallecimiento y cuya filtración hizo arder Troya. O este episodio, que
refieren allegados a la Presidenta y que titubea entre lo real y lo
fantástico: días después de la muerte de su esposo, ella fue llevada por
dos secretarios hasta el armero del polígono de tiro que Alberto Kohan
hizo construir en Olivos, donde le mostraron una pila de bolsos repletos
de dinero. La reacción fue cinematográfica: Cristina Kirchner habría
ordenado quemar ese tesoro, pero los secretarios, después de consultar
con otros herederos, no le habrían hecho caso.
Estas narraciones,
que encumbrados peronistas dan por ciertas, ayudan a entender las
consecuencias del prematuro deceso de Kirchner sobre la intimidad de su
economía. Mucha información sensible quedó en custodia de colaboradores
apartados por la viuda, como Muñoz, Jaime o Quiroga. Durante un tiempo,
Julio De Vido se encargó de frecuentarlos. Pero también él entró en
conflicto. Jaime, por ejemplo, conoce las gestiones que realizó De Vido
ante el juez Bonadio, a través del abogado Alfredo Lijo, para que el
castigo por la masacre de Once se detuviera en los secretarios de
Transporte. La falta de solidaridad puede perjudicar a De Vido. No sólo
con Jaime. También con Bonadio. Cuando el juez quiso sensibilizar al
ministro, apelando al mismo Lijo, sobre el acoso al que lo sometía el
Gobierno, recibió como respuesta un "no puedo hacer nada". No llegó tan
lejos como Julián Álvarez, el secretario de Justicia, cuando sentenció
que, en el caso del auto adulterado, "Boudou está bien procesado".
El
resquebrajamiento de las complicidades hace temer a algunos empresarios
que, por falta de templanza o por despecho, algún colaborador de
Kirchner se quiebre en tribunales. Por ejemplo: De Vido debería tener
algún control sobre Omar "Caballo" Suárez, el sindicalista marítimo cuyo
procesamiento podría traer complicaciones. Suárez fue decisivo en la
importación de combustibles, acaso el negocio más controvertido que pasó
por las manos de De Vido y que terminó poniéndolo bajo sospecha delante
de la propia Presidenta.
De Vido fantasea con colocar la gestión
de la obra pública, que está en el ojo de la tormenta judicial, bajo el
amparo de la Iglesia. Hace una semana, en una entrega de subsidios del
programa Enamorar y después de elogiar el encuentro entre el papa
Francisco y el patriarca Bartolomeu, explicó que el amor que predican
las religiones se contrapone con el odio de los que quieren quebrar la
fe del pueblo en Néstor y Cristina Kirchner. Y ese odio, siguió
catequizando, se debe a que el Gobierno lleva adelante una renovación
similar a la que Jorge Bergoglio puso en marcha en la Iglesia. De Vido
llamó a su ensalada "ecumenismo".
El kirchnerismo también está
pagando en el terreno penal la ignorancia del contexto global en el que
debió moverse. Las políticas antiterroristas y el avance de la
informática volvieron mucho más complejas las manualidades con dinero
mal habido. Los menemistas, que fueron más sofisticados para la
acumulación de su riqueza, se movían en un mundo menos hostil para la
corrupción. Kirchner no entendió el cambio de época.
Hay otro filo
del "vamos por todo" con el que el Gobierno se lastima: la vocación por
arrasar con la prensa y con los jueces. Sólo un gobierno que no tiene
conciencia clara de su propio nivel de corrupción emprende esas
batallas. Cristina Kirchner mantuvo la incomunicación con el periodismo
independiente y, como la escuadra de medios oficiales que montó no tiene
rating, su gobierno quedó aislado.
A este desacierto agregó la
guerra judicial. La semana que pasó, la Casa Rosada tuvo una mala
noticia: el juez Sebastián Casanello, en quien La Cámpora cifraba sus
expectativas, se alineó con el resto del fuero federal. En la Secretaría
de Justicia esperaban que Casanello activara una vieja causa contra
Bonadio. Pero el juez, después de una reunión con un colega, defraudó a
sus amigos. Casanello investiga, igual que Bonadio y Javier López
Biscayart, las finanzas de Lázaro Báez.
Después de esa entrevista,
durante un encuentro más amplio en el edificio de Comodoro Py, los
magistrados se conjuraron: "Nuestro límite somos nosotros mismos". Con
una autoindulgencia acaso exagerada, estos jueces se llaman a sí mismos
"Doce apóstoles". Es curioso que la Presidenta los enfrente cuando más
los necesita. La reforma del procedimiento penal se propone
debilitarlos. No debería sorprender, entonces, que durante los próximos
cuatro meses haya más funcionarios procesados. Ni que lluevan, con un
guiño de la Corte, recursos de amparo contra el nuevo código. En ese
caso, la reforma procesal correría el riesgo de la ley de medios o la
democratización de la Justicia: volverse inaplicable.
Hay otra
característica del kirchnerismo que también se pone en juego en esta
crisis. La pretensión de diseñar un país binario organizado por
conflictos: periodismo militante vs. corpo; justicia legítima vs.
justicia tradicional; CGE vs. UIA; Convocatoria Social vs. Foro
Convergencia Empresarial, etc. Con esta lógica, a la presunción de una
operación de lavado de dinero a través de hoteles familiares se le opone
un caso, en apariencia, similar: la divulgación de un mar de datos, en
muchos casos falsos, sobre cuentas del HSBC de Suiza.
Pero este
avance de la AFIP encontró dificultades. Las irregularidades denunciadas
prescriben en enero. Y no fue fácil sacar del medio a López Biscayart,
otro juez que investiga la contabilidad de Báez. El responsable penal de
la AFIP se negó a recusarlo. Hubo que recurrir al área contencioso
administrativa.
Los funcionarios temen por las consecuencias de
poner la información fiscal al servicio de disputas políticas. El juez
federal Luis Rodríguez ya procesó a tres empleados de la AFIP por haber
filtrado a Página 12 información secreta sobre Francisco de Narváez. Fue
en 2009, para beneficiar a la lista testimonial de Kirchner, Scioli y
Massa. La Cámara confirmó el procesamiento.
A los líderes que
dejan el poder las palancas se les comienzan a atascar. La semana pasada
hubo otro indicio de que Cristina Kirchner ya no controla todo: entre
los que aplaudieron a Scioli en la presentación de su autobiografía de
campaña estuvo Carlos Stornelli. Es el fiscal que investiga los
movimientos de Hotesur.