DONALD WINDHAM: LAS AMISTADES PERDIDAS
Por José Joaquín Blanco
del Blog “La Iguana del Ojete”
Martes, 1 de octubre de 2013.
Pocas generaciones de escritores en la historia del mundo han tenido la
suerte y el empuje de las dos norteamericanas (autores nacidos entre 1910 y
1930) que se dieron a conocer a finales de la Segunda Guerra
Mundial y durante los años cincuenta: Tennessee Williams, Arthur Miller, Carson
McCullers, Paul y Jane Bowles, Williams Burroughs, Jack Kerouac, Allen
Ginsberg, Gore Vidal, Truman Capote, Norman Mailer, Joseph Heller, James
Baldwin, William Styron, John Updike, John Cheever, etcétera.
Los Estados Unidos
emergieron de esa guerra no sólo como triunfadores, sino como los triunfadores
enriquecidos, y el modelo cultural del mundo entero. Muchos de aquellos autores
conocieron de buenas a primeras una precoz celebridad universal de artistas de
cine o de profetas culturales, y abundantes regalías; solían vivir como
sultanes, con los poderosos dólares de sus ediciones de millones de ejemplares
en treinta idiomas y sus derechos cinematográficos, en la Europa empobrecida o en
ciertos resorts turísticos del Tercer
Mundo (Tánger, Acapulco, el Caribe).
A la larga, tanto éxito tan temprano no siempre les fue favorable. Resultaba enloquecedor. Primero, los obligó desde sus primeros escritos a correr desaforadamente tras el éxito mundial, con la lengua de fuera, en una competencia salvaje entre ellos mismos. Luego, los desvirtuó con un delirio de grandeza autodestructor, pues asumieron como realidad el boom publicitario que los proclamaba gigantes. Debían año tras año escribir obras colosales que lograran ventas (o al menos escándalos) colosales. Y sobre todo “sonar fuerte”, con entrevistas estrepitosas en las grandes revistas o en los talk-shows de la televisión. Todo ello, sin dejar de aspirar a una ambiciosa calidad artística.
Buena parte de ellos se
desesperaron, se desengañaron, sencillamente se derrumbaron en tal carrerismo
literario demente. No se perdonaban que un cuarto o quinto libro quedase por
detrás de los anteriores en ventas y aclamación: debían siempre brillar como
astros y producir dólares como las Minas del Rey Salomón.
Casi todos esos autores,
los mimados por la mundanidad literaria como pocos en la historia, sufrieron
una presión terrible que los condujo a tragedias o al menos a una madurez
dolorosa y dolida. Ahora contamos con biografías sobre casi todos ellos. Los
biógrafos suelen atribuir el despeñadero de muchos de esos escritores, de
cualquier modo muy brillantes, a extraños fantasmas freudianos, al alcohol, a
las drogas, a dramas particulares. ¿Pero tanto desastre en esas dos
generaciones de “muchachos de oro”?
Su loca fortuna debió
haber cooperado. Ahora suena increíble, casi estúpido, por ejemplo, que un
Tennessee Williams o un Truman Capote se amargaran tanto sus décadas finales
con un sentimiento de fracaso, de injusticia artística por parte del público,
de los periódicos, del cine y la televisión, de la crítica, de la academia, del
voluble mundo que, después de haberlos premiado con una abundancia de
terremoto, no los olvidó ni marginó, sino simplemente, ya en los años sesenta,
los trató como escritores importantes a secas. (En cierto sentido, Europa les
cobró su temprana arrogancia: no concedió el Nobel a Williams, a Mailer, a
Heller, a Updike, a Baldwin, a Styron ni a Capote, sino a la bastante mediana
Toni Morrison.)
Resulta casi imbécil ver a
un Capote deprimido porque sus ventas eran inferiores a las de El valle de las muñecas, de Jacqueline
Susan; a un Tennessee Williams envidioso de Peyton
Place; a un Gore Vidal empeñado en competir con telenovelas como Dallas o Dinastía...
Escritores de cualquier
parte del mundo, con igual o mayor valor que ellos, se asombraron de que Capote
(Otras voces, otros ámbitos; Desayuno en
Tiffany’s, A sangre fría, Música para camaleones) o Williams (Un tranvía llamado Deseo, La noche de la
iguana, El zoológico de cristal, De repente en el verano, El dulce pájaro de la
juventud, El gato sobre el caliente techo de lámina), leídos y
representados en todo el universo, se consideraran unos ¡fracasados e
incomprendidos! ¡unas víctimas de su tiempo y de la industria norteamericana
cultural y de espectáculos!
Qué modestos y hasta
provincianos (y qué saludables) se ven el viejo André Gide, ya Nobel, o W. H.
Auden, cuando opacamente se cruzan en Italia con el desaforado principiante “de
oro” Truman Capote...
Tal asoma, en el fondo, el
tema del curioso libro de Donald Windham: Lost
Friendships. A
Memoir of Truman Capote, Tennessee Williams and others (Nueva York, William Morrow and Company, 1986). Los “others” son Gide, Isak
Dinesen, Vidal y Montgomery Clift.
Windham era uno de esos
muchachos de oro, pero con un temperamento especial, más tradicional y
conservador, “preciosista”, que no interesó a la industria literaria y de
espectáculos de su momento: no contaba historias atrevidas (sexuales, góticas,
criminales, crudas, patológicas) ni usaba un lenguaje brand-new. Escribía relatos y novelas más tranquilos y cuidados,
con mayor respeto a la literatura del pasado, con cierta modestia y pudor
culturales... y mucho menores brillo y bravura. Conoció de cualquier modo un
exagerado succès d’estime: a
diferencia de sus compañeros (fue muy amigo especialmente de Williams y de
Capote), se le regatearon la fama y el dinero, pero no los elogios
prestigiosos. André Gide, Thomas Mann, E. M. Forster, Cyril Connolly, Paul
Bowles y los propios Williams (con quien escribió al alimón una obra de teatro:
You Touched Me) y Capote, entre otras
celebridades, alabaron desde el principio sus novelas y relatos (The Dog Star, The Heroe Continues, The Warm
Country, Emblems of Conduct).
Windham vivió como fracaso
y marginamiento una situación que habría sido natural en cualquier otra parte
del mundo, y en los propios Estados Unidos en otras épocas: escribir libros
apreciables, con variable fortuna de crítica y dinero, desde la posición de un
autor que no es una estrella del cine ni de la publicidad.
Su libro rezuma tristeza,
pero narra la historia de un autor que llegó a la vejez con menos estropicios
que sus relumbrantes compañeros, cuya juventud y decadencia rememora con una
mezcla de envidia y compasión. Eran, en opinión de Harper Lee, “bombas de
tiempo que debían explotar inevitablemente”. Bowles calificó de exacta “la
etiología de la mente queratoide
[supongo que en el sentido de la vista deformada por una hinchazón de los ojos] de Williams”. James Merrill encuentra “piedad y terror anudados en cada
página” de esa historia sobre los dos viejos amigos, ricos y famosos, de
Windham.
El libro abunda en chismes de primera mano, útiles como picaresca literaria (aparece incluso una foto del joven Tennessee desnudo y sorpresivamente esbelto, posando como efebo en sus “salad days”), y como desmentido a las célebres anécdotas falsas, tomadas muchas veces como verdad absoluta por periodistas, biógrafos y críticos, con que tanto Capote como Williams, en remontado vuelo de mitomanía, dotaron a sus propios informes autobiográficos (Vgr. el falso romance entre Capote y Camus).
A veces recuerda las vidas
locas de los astros de cine (Montgmomery Clift), quienes se asumen como
deidades olímpicas en sus amores y episodios privados, y todo lo quisieran
volver hazañas de Apolo y de Afrodita, hasta el fin terrible de un ídolo
derribado, estelarizado por una ebria y decrépita Bette Davis, quien se aferra,
tumbada en el fango, a su precoz y ya antiguo óscar.
Todo ello conmueve y divierte. Su mayor lección, sin embargo, es el dibujo de un panorama literario y cultural totalmente falseados, artificiales, que inevitablemente habría de destruir a sus campeones.
Muy pronto la búsqueda
frenética del éxito y del poder literarios, tal como los ofrecían los Estados
Unidos de la postguerra, los envolvió en una realidad virtual a la que
llamaríamos estúpida, si no hubiese arrojado resultados tan trágicos. A partir
de mediados de los años sesenta, tanto Capote como Williams, los
supertriunfadores, se convirtieron en víctimas de sus propios mitos,
atropellados por esa realidad deformada.
Algún recuerdo les
quedaba, sin embargo, de sus tempranos, mejores años, antes de la Babel de mitomanías,
paranoias, delirios de grandeza, vanidades desorbitadas, majaderías o vilezas
extravagantes, autoculto del genio para el que todo daño contra sí mismo y
contra los demás estaba permitido, incluso convalidado por la personalidad y el Personaje fabricados y celebérrimos;
pero ese recuerdo apenas parpadeaba, como un atroz remordimiento. No se
atrevían a mirarlo de frente. Y odiaban y declaraban la guerra, señala Donald
Windham, a cualquier cosa o persona que pudiera recordárselos. Incluso
familiares y viejos amigos, examantes y compañeros modestos: técnicos de
utilería, acomodadores del teatro, colegas “dejados muy atrás” en la estampida
del éxito.
PLASTIC MONSTERS
“Las amistades tempranas se caen pronto, como los dientes de leche”,
dijo Graham Greene. “No sólo las tempranas”, añade Donald Windham. Su relato
parte de la perspectiva de un encendido amigo de toda la vida que ve,
impotente, cómo sus afortunados compañeros enloquecen y se pierden, llevándose
en su caída hasta los filamentos más íntimos del respeto a sí mismos y de su
vida emocional y afectiva.
Cuando el mundo en
cinemascope de la literatura, tal como la pretendían, dejó de sonreírles con
tan enormes gestos, ambos se volvieron no sólo contra esas fantasías, ya sólo compatibles
con pesadillas o exaltaciones de alcohol y droga; sino contra sí mismos, sus
amores y sus amigos, con cierto encarnizamiento gratuito y perverso. Casi irreal de tan arbitrario. Sencillamente
porque éstos negaban los delirios cada vez más grotescos que se habían
apoderado de sus mentes privilegiadas.
No poco talento invirtió
Donald Windham al escribir un relato que no fuera uno más de “los aspectos
oscuros de los héroes brillantes”, a la manera de Mammie Dearest, el desacralizador informe sobre Jean Crawford por
parte de su hija, sino una dolida ceremonia fúnebre a los amigos perdidos en
esa aventura de la cultura de plástico, una denuncia del infierno en que se
puede transformar la cultura cuando abandona sus modestos y sensatos límites y
raíces tradicionales.
No sólo la vida padeció
con ello; también la obra: Windham muestra cómo algunos títulos de Williams
sacrificaron arte y honradez en su ambición de conquistar a los productores de
Hollywood (Vgr. El gato sobre el caliente
techo de lámina); cómo, conforme crecía su éxito, Williams perdía libertad
y vuelos; y quedaba preso en redes de angustia, presión y ambición dispares y
entreveradas, sin satisfacer ni la vocación artística ni la codicia creciente
—a la vez que las ganancias disminuían—, de poder, dinero y fama mundiales.
Cómo, durante sus últimos
veinte años, Truman Capote llegó a odiar tanto su propia escritura que le fue
imposible escribir más. Anunciaba una novela, Answered Prayers, que ni estaba escribiendo, ni pensaba, ni quería
escribir (se publicó finalmente un puñado de chismes). Pero la anunciaba todo
el tiempo; vivía de no escribirla...
Si asombró al mundo con su invención de la non-fiction
novel en A sangre fría, lo
escandalizó también con la creación de un género terrible: la non-written novel, dice Windham. Y en
efecto, durante quince o más años esa novela nunca escrita fue más célebre que
todas las publicadas en su país.
La creación personal, el
genio, el talento artísticos, con todo su poder para fascinar y hasta para transformar
las vidas de los lectores o espectadores, no es sino un bello oficio. Cruzar el
límite, suponer que el Parnaso o el Monte Olimpo existen; que un cuento o una
novela de veras son la vida, y que una obra de teatro resulta de veras algo más
que una obra de teatro, deviene una fantasía sumamente peligrosa para quien la
vive de bulto. Lo mismo suponer que un autor es un semidiós de la gran vida,
las grandes marquesinas y los titulares de The
New York Times, y no un simple señor que escribe con mayor o menor fortuna.
Ahora bien, si nos
seguimos acordando de los Capote y de los Williams, y no de los Windham (a
pesar de la muy apreciable labor literaria de éste), principalmente se debe a
su arrojo suicida, a su decisión de romper límites y lanzarse a saltos mortales
en su obra; pero también a una sed de locura, morbo snob o suprahumanidad espectaculares, también por parte del público, el cual querría que la ficción fuera
la vida y el arte una realidad extravagante y mágica, así como sus creadores...
que nunca lo son. Lo parecen. El juego está en mantenerse dentro de los límites
de esa frágil semblanza, “sobre el viento armada”, que a Williams y a Capote no
les resultó suficiente. Antes que desengañarse, prefirieron la autodestrucción
(y la simultánea destrucción de aquello o de aquellos que se lo permitieran).
Todos esos muchachos de oro fueron social climbers y cazadores de celebridades desde su juventud (incluso aquéllos que presumen de aristocracia, como Gore Vidal). Las biografías de esas dos generaciones se parecen a las páginas de sociales de los periódicos: ahí andan los escritores famosos con otros más famosos aún, con millonarios, presidentes y esposas de presidentes, estrellas de cine, condesas o célebres mafiosos. Siempre la foto con “alguien”, siempre el name dropping. Puros Olimpos de cocktail-party.
Curiosamente, por lo menos
tres de ellos conocieron sus peores momentos como escritores en este género: el
relato de las celebridades, transformadas en monstruos de plástico, cada vez
más truculentos.
Primero Tennessee Williams, cuyas Memorias, según Windham, no fueron sino una maniobra financiera: su agente le señaló que con tantas entrevistas maledicentes y difamatorias como concedía, Williams estaba enriqueciendo a los periodistas y a los periódicos y revistas, y que más le valía llevarse personalmente todo el dinero. De tal modo, Williams retomó y exageró esas maledicencias y difamaciones, desautorizadas por él mismo cuando aparecieron originalmente en la prensa, y rápidamente las cosió en un collage perverso. Un ¡Hola! o un Interview culturales.
Enseguida Truman Capote
denunció, exageró o inventó los horrores privados de algunas figuras públicas
en Answered Prayers [Plegarias atendidas]. Luego Gore Vidal
echó mano de sus entrevistas igualmente escandalosas en su muy desagradable
autobiografía A Palimpsest.
Pocos grupos de amigos en
la historia de la literatura se han empeñado en denigrarse recíprocamente
—Capote, Williams y Vidal incluso llegaron varias veces a litigar en
tribunales, exigiéndose millones de dólares en compensación, por tales insultos
o difamaciones recíprocos—, y a los colegas y vecinos, de tal forma, con el
pretexto de que alguna vez habían leído los retratos satíricos de En busca del tiempo perdido. ¡Ah,
Proust, cuántos pecados se cometen en tu nombre!
Donald Windham rompió su
habitual pudor y contó, a su vez, algunas maldades privadas que conoció de
primera mano de esos maledicentes profesionales. ¿Por qué reprochárselo? Y a
diferencia de los libelos de éstos, en Lost
Friendships asoma una fibra dramática: “Nosotros, los de entonces, no somos
ya los mismos”, diría Neruda, sino unos monstruos de plástico:
“Cuando Sandy leyó las Memorias [de Williams], que él subtituló como ‘adulaciones y golpes bajos’, decidió que el
Tennessee que yo había conocido y disfrutado había sido un mero producto de mi
imaginación. Seguramente Tennessee había sido tan desagradable desde el
principio como aparecía en sus Memorias.”
Demasiado han perjudicado
a las obras indiscutiblemente valiosas de todos esos autores, sin embargo,
tales excesos de chisme, autobiografía y regodeo en el culto a la personalidad.
Se diría que es preciso olvidar todo lo que han dicho o se ha dicho sobre
ellos, para recapturar los buenos libros de Williams, Vidal, Capote...