Pamplinas
Pamplinas es un intento –insistentemente fracasado–
de mirar el mundo desde la Argentina, o la Argentina desde algún otro
mundo. Con esa premisa, el autor pensó llamarlo Cháchara, pero le
pareció demasiado pretencioso. Desde las pampas argentinas, pues: Pamplinas.
Reglas del juego.
Reglas del juego.
La Colección
Por si acaso,
empezaron mintiendo. Pero mentían con poca convicción, como dudando, y
resultaba preocupante. Durante toda la tarde del sábado las voces oficialistas
decían, extraoficialmente, que si Cristina Fernández se había ingresado ese
mediodía en la clínica de la Fundación Favaloro era para un “chequeo de
rutina”.
La rutina no se
sostenía: para que algo se considere rutinario tiene que suceder con alguna
frecuencia. Pero la presidenta no va, de tanto en tanto, a chequearse a la
clínica. O va y no lo sabemos: en cualquier caso, nada permitía llamarlo una “rutina”.
La tarde avanzaba y empezó a aparecer, en ciertos medios porteños, esa rara
fruición: parecía que otra vez estaba por pasar algo que cambiaría las cartas.
En la Argentina nunca se sabe a qué juego jugamos, pero por suerte la baraja
cambia todo el tiempo.
Hasta que, al
empezar la noche, el parte oficial confirmó que de rutina nada: la presidenta
tenía una “colección subdural crónica” –más palabras que, de ahora en más, se
instalarán en el idioma de los argentinos– y debía guardar reposo durante un
mes, mientras los médicos controlaban su evolución. El parte oficial, escueto –sus ecos
del Indec–, despertó más especulaciones.
El parte atribuía
la “colección” a un golpe en la cabeza, pero no decía cómo fue que la doctora se
lo dio –y arreciaron rumores. Los expertísimos comunicadores del gobierno no se
dan cuenta de que decir algo preciso y creíble sirve para que los otros no
puedan decir lo que se les cante: para manejar los términos de la conversación.
Así que tampoco
informaron si la presidenta podría seguir gobernando en su “reposo”, si debía
entregar la oficina al subgerente más desprestigiado de los últimos años, qué
consecuencias puede tener la “colección”, qué podría pasar en los próximos
meses.
La presidenta
salió de la Fundación Favaloro a eso de las 9 de la noche; ahora mismo,
domingo a la mañana en la Argentina, acaba de confirmarse que su segundo
la reemplaza.
* * *
René Favaloro
ya lleva muerto trece años, así que muchos no lo conocieron; otros sin duda lo
olvidaron. Favaloro fue uno de tantos médicos argentinos que dejaron el país
para hacer su trabajo; había nacido en un barrio pobre de La Plata en 1923, se recibió
en 1949 y hasta 1960 atendió en un pueblito de La Pampa. Entonces se fue a Cleveland,
Estados Unidos, donde pudo desarrollar la técnica quirúrgica que lo haría muy
famoso: el by-pass coronario.
Recibió todo
tipo de honras y homenajes; solía decir que, pese a todo, seguía siendo aquel
médico rural de Aráuz. Por eso, quizá, volvió a Buenos Aires diez años después;
en 1975, con la ayuda del Cholo Peco, non-sancto patrón de la distribución de
diarios y revistas, creó una institución que, al compás de su tan cacareada
modestia, se llamaría Fundación Favaloro.
Con el tiempo la
Fundación, que al principio fue sobre todo un centro de formación y estudios,
se transformó en una clínica de excelencia en cardiología y cirugía
cardiovascular. Pero en el año 2000 tenía más de setenta millones de dólares de
deudas. Sus administradores decían que el Estado les debía muchos millones y no
podían cobrarle. René Favaloro, un personaje conocido y respetado, modelo del
argentino-bueno-que-volvió-por-la-patria, puso en juego todas sus influencias
para nada. El 29 de julio se mató de un tiro en el corazón en su escritorio.
Justo antes le
había escrito una carta al presidente de la Rúa, quejándose de la corrupción
que lo acababa. Decía, entre otras cosas, que los sindicalistas eran una “manga
de corruptos que viven a costa de los obreros y coimean fundamentalmente con el
dinero de las obras sociales que corresponde a la atención médica. Lo
mismo ocurre con el PAMI. (…) Valga un
solo ejemplo: el PAMI tiene una vieja deuda con nosotros, (creo desde el año 94
o 95) de 1.900.000 pesos; la hubiéramos cobrado en 48 horas si hubiéramos
aceptado los retornos que se nos pedían (como es lógico no a mí directamente)”.
Después explicaba que lo mismo hacían los médicos y clínicas privadas, y que “es
indudable que ser honesto, en esta sociedad corrupta tiene su precio. A la
corta o a la larga te lo hacen pagar”. Él había decidido, de algún modo,
pagarlo: “En este momento y a esta edad terminar con los principios éticos que
recibí de mis padres, mis maestros y profesores me resulta extremadamente
difícil. No puedo cambiar, prefiero desaparecer”, escribió, y firmó su carta
unos minutos antes del disparo.
Ayer la
presidenta se internó en su Fundación. Anteayer había inaugurado por segunda
vez en dos años –tiempos electorales– un hospital materno-infantil en La
Matanza, que sigue sin funcionar. La presidencia dispone –¿disponía?– de una
unidad especial hiperequipada en el Argerich, un hospital público de Buenos
Aires, armada en tiempos en que intentaban disimular un poco más. La presidenta
no la usó ayer, como tampoco la usó el año pasado cuando se operó de ese cáncer
que por suerte no tenía. No hay ninguna regla legal que sostenga la obligación
ética de que los funcionarios públicos usen los servicios públicos –hospitales
y escuelas sobre todo– y la imagen, finalmente, les importa muy poco. O saben
que, en estos casos, no se mancha: que en la Argentina nadie cree que una
señora rica tenga que enfrentar la enfermedad del mismo modo que sus pobres.
Que, entre
todas las desigualdades posibles, la más bruta es la más tolerada.
* * *
La enfermedad, entonces.
Una vez más los editorialistas del domingo, que ya tenían sus columnas
preparadas, tuvieron que cambiarlas a último momento:
la Argentina es un país muy fatigoso. O, quizá, confundido: hace trabajar de
más a cierta gente y de menos a la que debería. En la Argentina es difícil
aburrirse. Inquietarse, irritarse, hartarse es fácil; aburrirse no.
En todo caso,
de nuevo no sabemos nada. Sabemos –creemos saber– que en el peor momento de su
vida política la presidenta va a tener que salir de la escena –o mantenerse en
un rincón tranquilo– durante semanas, y que quién sabe qué pasará después.
Sabemos que eso va a tener consecuencias para ella y para los demás, y no
sabemos cuáles.
En pleno
proceso de debilitamiento político, la enfermedad la debilita de otra forma: de
un modo que quizá la fortifique. Le pasó cuando sufrió su ataque de mayor
debilidad –cuando se murió su marido– o cuando pareció que tenía cáncer. Pero esta vez parece que la
desgracia, que siempre la ayudó, puede si acaso mejorar su imagen; es improbable
que la de su gobierno. Si, por fin, se toma una licencia, la colección subdural le
permitirá, quizá, desmarcarse un poco de la derrota del 27 de octubre, pero no
mucho más que eso.
Porque, por una vez, lo que le reprocha la mayoría de los
que le reprochan algo –los que votaron en su contra– no es personal, no tiene
que ver con su estilo e imagen sino con su gobierno: con hechos de su gobierno
que no van a cambiar aun cuando muchos puedan decir o pensar pobrecita qué mala
suerte tiene. E introducir en las conversaciones un concepto que hasta ahora no
estaba: la colección en las mesas del
domingo. En las que el enterado de la familia explicará el asunto: la colección
es una sangre que se quedó estancada en el lugar que no debía.