domingo, 6 de octubre de 2013

ARGENTINA: “Colección subdural crónica”


Martín Caparrós

La Colección

Por: | 06 de octubre de 2013
 
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Por si acaso, empezaron mintiendo. Pero mentían con poca convicción, como dudando, y resultaba preocupante. Durante toda la tarde del sábado las voces oficialistas decían, extraoficialmente, que si Cristina Fernández se había ingresado ese mediodía en la clínica de la Fundación Favaloro era para un “chequeo de rutina”.

La rutina no se sostenía: para que algo se considere rutinario tiene que suceder con alguna frecuencia. Pero la presidenta no va, de tanto en tanto, a chequearse a la clínica. O va y no lo sabemos: en cualquier caso, nada permitía llamarlo una “rutina”. La tarde avanzaba y empezó a aparecer, en ciertos medios porteños, esa rara fruición: parecía que otra vez estaba por pasar algo que cambiaría las cartas. En la Argentina nunca se sabe a qué juego jugamos, pero por suerte la baraja cambia todo el tiempo.

Hasta que, al empezar la noche, el parte oficial confirmó que de rutina nada: la presidenta tenía una “colección subdural crónica” –más palabras que, de ahora en más, se instalarán en el idioma de los argentinos– y debía guardar reposo durante un mes, mientras los médicos controlaban su evolución. El parte oficial, escueto –sus ecos del Indec–, despertó más especulaciones. 

El parte atribuía la “colección” a un golpe en la cabeza, pero no decía cómo fue que la doctora se lo dio –y arreciaron rumores. Los expertísimos comunicadores del gobierno no se dan cuenta de que decir algo preciso y creíble sirve para que los otros no puedan decir lo que se les cante: para manejar los términos de la conversación.

Así que tampoco informaron si la presidenta podría seguir gobernando en su “reposo”, si debía entregar la oficina al subgerente más desprestigiado de los últimos años, qué consecuencias puede tener la “colección”, qué podría pasar en los próximos meses.

La presidenta salió de la Fundación Favaloro a eso de las 9 de la noche; ahora mismo, domingo a la mañana en la Argentina, acaba de confirmarse que su segundo la reemplaza.

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René Favaloro ya lleva muerto trece años, así que muchos no lo conocieron; otros sin duda lo olvidaron. Favaloro fue uno de tantos médicos argentinos que dejaron el país para hacer su trabajo; había nacido en un barrio pobre de La Plata en 1923, se recibió en 1949 y hasta 1960 atendió en un pueblito de La Pampa. Entonces se fue a Cleveland, Estados Unidos, donde pudo desarrollar la técnica quirúrgica que lo haría muy famoso: el by-pass coronario. 

Recibió todo tipo de honras y homenajes; solía decir que, pese a todo, seguía siendo aquel médico rural de Aráuz. Por eso, quizá, volvió a Buenos Aires diez años después; en 1975, con la ayuda del Cholo Peco, non-sancto patrón de la distribución de diarios y revistas, creó una institución que, al compás de su tan cacareada modestia, se llamaría Fundación Favaloro.

Con el tiempo la Fundación, que al principio fue sobre todo un centro de formación y estudios, se transformó en una clínica de excelencia en cardiología y cirugía cardiovascular. Pero en el año 2000 tenía más de setenta millones de dólares de deudas. Sus administradores decían que el Estado les debía muchos millones y no podían cobrarle. René Favaloro, un personaje conocido y respetado, modelo del argentino-bueno-que-volvió-por-la-patria, puso en juego todas sus influencias para nada. El 29 de julio se mató de un tiro en el corazón en su escritorio. 

Justo antes le había escrito una carta al presidente de la Rúa, quejándose de la corrupción que lo acababa. Decía, entre otras cosas, que los sindicalistas eran una “manga de corruptos que viven a costa de los obreros y coimean fundamentalmente con el dinero de las obras sociales que corresponde a la atención médica. Lo mismo ocurre con el PAMI. (…)  Valga un solo ejemplo: el PAMI tiene una vieja deuda con nosotros, (creo desde el año 94 o 95) de 1.900.000 pesos; la hubiéramos cobrado en 48 horas si hubiéramos aceptado los retornos que se nos pedían (como es lógico no a mí directamente)”. Después explicaba que lo mismo hacían los médicos y clínicas privadas, y que “es indudable que ser honesto, en esta sociedad corrupta tiene su precio. A la corta o a la larga te lo hacen pagar”. Él había decidido, de algún modo, pagarlo: “En este momento y a esta edad terminar con los principios éticos que recibí de mis padres, mis maestros y profesores me resulta extremadamente difícil. No puedo cambiar, prefiero desaparecer”, escribió, y firmó su carta unos minutos antes del disparo.

Ayer la presidenta se internó en su Fundación. Anteayer había inaugurado por segunda vez en dos años –tiempos electorales– un hospital materno-infantil en La Matanza, que sigue sin funcionar. La presidencia dispone –¿disponía?– de una unidad especial hiperequipada en el Argerich, un hospital público de Buenos Aires, armada en tiempos en que intentaban disimular un poco más. La presidenta no la usó ayer, como tampoco la usó el año pasado cuando se operó de ese cáncer que por suerte no tenía. No hay ninguna regla legal que sostenga la obligación ética de que los funcionarios públicos usen los servicios públicos –hospitales y escuelas sobre todo– y la imagen, finalmente, les importa muy poco. O saben que, en estos casos, no se mancha: que en la Argentina nadie cree que una señora rica tenga que enfrentar la enfermedad del mismo modo que sus pobres. 

Que, entre todas las desigualdades posibles, la más bruta es la más tolerada.

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La enfermedad, entonces. Una vez más los editorialistas del domingo, que ya tenían sus columnas preparadas, tuvieron que cambiarlas a último momento: la Argentina es un país muy fatigoso. O, quizá, confundido: hace trabajar de más a cierta gente y de menos a la que debería. En la Argentina es difícil aburrirse. Inquietarse, irritarse, hartarse es fácil; aburrirse no.
En todo caso, de nuevo no sabemos nada. Sabemos –creemos saber– que en el peor momento de su vida política la presidenta va a tener que salir de la escena –o mantenerse en un rincón tranquilo– durante semanas, y que quién sabe qué pasará después. Sabemos que eso va a tener consecuencias para ella y para los demás, y no sabemos cuáles. 

En pleno proceso de debilitamiento político, la enfermedad la debilita de otra forma: de un modo que quizá la fortifique. Le pasó cuando sufrió su ataque de mayor debilidad –cuando se murió su marido– o cuando pareció que tenía cáncer. Pero esta vez parece que la desgracia, que siempre la ayudó, puede si acaso mejorar su imagen; es improbable que la de su gobierno. Si, por fin, se toma una licencia, la colección subdural le permitirá, quizá, desmarcarse un poco de la derrota del 27 de octubre, pero no mucho más que eso.

Porque, por una vez, lo que le reprocha la mayoría de los que le reprochan algo –los que votaron en su contra– no es personal, no tiene que ver con su estilo e imagen sino con su gobierno: con hechos de su gobierno que no van a cambiar aun cuando muchos puedan decir o pensar pobrecita qué mala suerte tiene. E introducir en las conversaciones un concepto que hasta ahora no estaba: la colección en las mesas del domingo. En las que el enterado de la familia explicará el asunto: la colección es una sangre que se quedó estancada en el lugar que no debía.