Foto: Rodrigo Abn
“LAS GUERRAS ISLÁMICAS (II)”
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En
nota editorial anterior nos esforzábamos por poner de relieve dos
características de los acontecimientos en marcha en el mundo islámico
que nos parecen decisivas para la comprensión de la cada vez más
intensa conflictividad que allí se vive.
Por
un lado es necesario dejar algo de lado la tendencia a quedarse en una
aproximación nacional o regional de los conflictos -(no es que haya
“una guerra civil” en Siria y que, por otro lado y de manera totalmente
independiente, Egipto se aproxime a enfrentar una)-: en realidad todo
apunta a señalar que, en el mundo islámico, hay una conflictividad que,
esquemáticamente, podríamos llamar generalizada. De esta conflictividad generalizada quedan fuera, como sabemos, muy pocos actores del mundo islámico.
Por
otro lado, señalábamos, también, que era importante concluir que en un
alto porcentaje, esa conflictividad que sacude al Islam proviene
esencialmente de los actores internos del espacio islámico.
Sin dejar de recordar que --(si nos permitimos ser esquemáticos)--,
desde la irrupción de los árabes de la península arábiga en el siglo
VII y la primera mitad del VIII hasta hoy, el Occidente y el Islam han
estado estrechamente vinculados tanto en c0nflictos como en empresas
comunes, ello no significa que sigamos pensando, como una buena parte
de la prensa occidental refleja, que los conflictos actuales que viven
los países islámicos tienen una relación particularmente estrecha con
la política de Occidente.
Cualquiera
de las dos cuestiones planteadas resultan altamente complejas de ser
analizadas en un simple abordaje editorial. Pero, si nos conformamos
con un abordaje de estas temáticas que se limite a plantear algunas
ideas meramente plausibles, quizás sea factible avanzar un tanto en la
comprensión de lo que está sucediendo.
Con
respecto a la primera característica que mencionáramos; es decir, el
carácter claramente supranacional y tendencialmente global de los
conflictos en curso, resulta difícil no advertir que esto es el
resultado de una serie de cambios significativos que se han ido
procesando en las últimas décadas en el mundo islámico.
A.-
El más obvio es el auge del fundamentalismo islámico que, aunque sus
raíces pueden rastrearse a inicios del siglo XX en Egipto -(1928)-,
evidentemente ha estallado en una nueva galaxia de grupos y grupúsculos
que se muestran cada más agresivos. Estos grupos fundamentalistas son
los que designan abiertamente a Occidente -(y a Israel)- como el
“enemigo principal” pero, en los hechos, cuando uno evalúa su política y
accionar militar es obvio que están más activos en su agenda
“doméstica” -(es decir, propiamente referida al mundo islámico)- que en
sus ataques a Occidente. Desde luego que todos conocemos los ataques a
los países occidentales y a Israel: sin embargo son infinitamente más
los muertos argelinos o afganos -(para sólo nombrar 2 conflictos)- en
manos del fundamentalismo islámico que los muertos occidentales. O sea
que, dejando de lado las apariencias, el fundamentalismo hace más de
una década que está combatiendo poblaciones, sociedades, regímenes y
gobiernos islámicos de manera mucho más directa que al Occidente.
B.- El
segundo cambio significativo que no es posible ignorar es que, en el
seno del mundo islámico, se ha ido generando un número importante de
países con capacidades políticas y militares de “meso-potencias” que
les permiten aspirar a jugar papeles hegemónicos regionales de
importancia. A mediados del siglo pasado quien fuese interrogado sobre
la existencia de un país musulmán “poderoso” en esa región tenía un solo
nombre a mano: Egipto. Hoy, en cambio, Egipto ha perdido buena parte
de su importancia y sufre los efectos de las ambiciones crecientes de
Turquía, Irán, Arabia Saudí, Indonesia, Sudán, Pakistán, e Irak se
sumaría a la lista de no haber sufrido dos invasiones sucesivas.
En
este contexto, y seguramente utilizando tanto los “clivages” más
tradicionales que dividen al Islam -(sunitas, chiítas, -(a su vez
profusamente divididos internamente entre ismailíes, zaidíes, alauitas,
etc.)-, ibadíes o sufistas)-, como los diversos y marcados
sentimientos nacionalistas que también enfrentan entre sí a muchos
países musulmanes, es evidente que el ascenso de estos países
“candidatos a potencias” ha desatado estas luchas de alta intensidad
que destrozan al mundo musulmán. Es más, esto no es todo. Conviene
recordar que, por debajo de estas múltiples líneas divisorias, están,
además, subyacentes diferencias étnicas importantes que separan a los
árabes, de los iraníes, y a estas dos últimas etnias, de las diversas
versiones del mundo turcomano que se extiende desde Turquía hasta el
corazón del Asia Central.
Si
hacemos caso omiso de las guerras mundiales del siglo XX, en realidad
en la historia de Occidente habría que remontarse al siglo XVI y XVII y
a las Guerras de Religión, para encontrar una situación de
conflictividad generalizada parecida en el mundo cristiano.
C.- Una
peculiar complejidad “extra” de este gran conflicto, que compromete a
cientos de millones de personas -(y que de alguna manera invalida el
paralelismo con las Guerras de Religión que acabamos de evocar)-
radica, además, en que por encima de los “clivages” tradicionales
intra-religiosos del Islam, de las diferencias étnicas y de las
divisiones basadas en las retóricas nacionalistas hay todavía una
última línea de fractura más que opera claramente en los
enfrentamientos a los que estamos asistiendo.
En
los siglos XVI y XVII, la Modernidad recién comenzaba a ponerse en
marcha, sabemos que la emergencia del protestantismo tiene directa
relación con su desarrollo y que, en buena medida, recién después de la
institucionalización de la Reforma, la Modernidad occidental se
afirmará de manera irreversible. Pero, en todo caso, en aquella época, y
en el espacio euro-americano, latensión imaginable entre la
“tradición” y la “modernidad” era algo todavía al alcance de la
comprensión directa y empírica de los actores políticos de la época:
rápidamente el empuje de “la modernidad” hizo previsible su triunfo
sobre “la tradición”. Es más, el siglo XVIII y la Ilustración, se darán
como tarea histórica -(desmesurada pero)- explícita, “terminar” con la
“tradición”.
En el caso que nos ocupa, en cambio, es casi evidente que hay algo que ya no es “una tensión” sino que es una descomunal contradicción social entre “tradición” y “modernidad”, contradicción cuya eventual resolución abrupta puede adquirir características de cataclismo.
No
es posible no advertir que el proceso de globalización, que por lo
menos desde principios del siglo XIX comenzó a “trabajar” culturalmente
de manera directa al mundo islámico, ha creado en este espacio
cultural, élites y algunos sectores de población claramente “modernos”
que, cada día que pasa, están culturalmente más lejos de los sectores
“tradicionales” de las propias sociedades islámicas. El gobierno de Irán
está controlando el átomo pero continúa lapidando mujeres y amputando
manos de ladrones. Bachar el Assad, que probablemente, en el día de
ayer, haya utilizado la aviación para lanzar gas sarín contra sus
detractores, pertenece a la secta alauita del chiísmo que tiene, como
una de sus principales características teológicas, la creencia de que
las mujeres no tienen alma.
Quizás
estos ejemplos puedan parecer banales y meramente efectistas porque
todos sabemos que, en el ámbito de la cultura, toda combinación termina
por ser aceptable -(¡como hubiésemos podido imaginar que Hitler
proviniese del país de Kant y Stalin de la cultura de Tolstoi!)-. Pero
en este punto lo que aquí interesa no es su dimensión moral; lo que es
significativo es la potencial conflictividad política de una situación
sociológica que ha generado la coexistencia de una “cofradía”
como los Hermanos Musulmanes, -(que manifiestamente mora en la Edad
Media porque tiene su base social en un campesinado medioeval)- y las
reivindicaciones democráticas sinceras de una clase media urbana de El
Cairo o Alejandría que entiende necesario vivir, manifiestamente, en
una vida “moderna”. Para no entrar en la consideración de las
”soluciones culturales” de las élites saudíes o qataríes que viven
manifiesta y públicamente una cultura con gestos medioevales y,
privadamente, una cotidianeidad acentuadamente moderna. Es más, en el
caso de Qatar, como en el de otros países del Golfo, esta
“esquizofrenia histórica” ha generado productos empresariales y
productivos sorprendentes.
D.- Quizás
como corolario de esta nota corresponde esbozar una última
argumentación que parece ser capaz de proporcionarnos una conclusión,
sino completa, al menos pertinente. Si aceptamos que, efectivamente, el
mundo islámico, por distintas razones que no podemos explicitar
cuidadosamente aquí, está aquejado de una suerte de “dualismo” radical
en sus distintos procesos de desarrollo, “dualismo” que ha hecho
coexistir en regiones, ciudades, países, sectores sociales, etc.
procesos tendencialmente cada vez más modernos con pautas culturales
absolutamente tradicionales y prácticamente “congeladas” en el tiempo,
esta contradicción debería poder identificarse en alguna característica
general presente en todo este convulsionado espacio islámico.
Una
pista que puede ser pertinente para explicar ese hipotético “dualismo”
que se hace presente por doquier es lo que podríamos llamar el
síndrome de “la secularización fracasada”. Esa parece ser la
característica política generalizada de la compleja circunstancia
histórica en la que se encuentra envuelto el mundo islámico.
Una
consideración general de los elementos que hemos expuesto en estas dos
últimas notas editoriales parece indicar que esta idea de “la secularización fracasada”
podría ser capaz de dar cuenta, en primer lugar, de ese “dualismo”
socio-cultural que hemos admitido como generalizado en todo el mundo
islámico. Más ambiciosamente, podría adelantarse también en el camino
de sostener que ese fracaso del proceso de secularización que aqueja a
en el área cultural islámica, sea un elemento histórico que esté
trabando, a su vez, la resolución de una amplia gama de conflictos como
son los sectarismos religiosos internos al Islam, las tensiones
nacionalistas y regionales o el proceso de hibridación de las distintas
etnicidades en pugna.
En
última instancia si la modernidad occidental ha podido avanzar hacia
una relativa universalización cultural ello se debe al hecho de que sus
estados nacionales laicos pudieron desembarazarse de muchos
particularismos religiosos, étnicos, culturales o regionales. Sin esa
herramienta, los estados nacionales laicos -(por cierto hoy ya
comprometidos en procesos de articulación supranacionales)- el
sostenido proceso de globalización de los últimos siglos no hubiese
sido posible de desarrollarse desde el Occidente.
En
la evolución política de los países del Islam durante el último siglo,
no es difícil rastrear procesos históricos que podrían, debidamente
estudiados, ser identificados como elementos que obturan un cada vez
más necesario tránsito hacia una modernidad secular porque, sin ese
tránsito, el mundo islámico parece condenado a la conflictividad
generalizada de las últimas décadas.
Link Original: http://www.ort.edu.uy/facs/boletininternacionales/contenidos/171/editorialjavierbonillasaus166.html
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