Desde
hace ya un buen tiempo, los espacios de la prensa internacional
aparecen diariamente ocupados por más de media docena de noticias
relativas a diversos lugares y eventos del vasto espacio geográfico que
ocupan los seguidores del Islam.
En primer lugar hay que admitir que ya es de por sí novedosa la contundente multiplicación
de noticias provenientes desde esas sociedades. Para un número muy alto
de lectores occidentales, cada día aparecen en la prensa temas,
conflictos, acontecimientos, informaciones y hasta peculiaridades
culturales, de las cuales muy pocos siquiera tenían idea de su
existencia. En ese sentido, y con un cierto grado de benevolencia o
ingenuidad, parecería ser que estamos ante un proceso positivo y
edificante si el público occidental comienza a tomar nota de la
dimensión e importancia que tienen los más de 1.100 millones de
integrantes de esta opción religiosa y tradición cultural que son,
quizás, hoy, las más grandes del mundo en términos demográficos.
Pero,
en segundo lugar, es necesario reconocer que este incremento notable
de la presencia islámica en la arena informativa internacional muy rara
vez se lleva a cabo por la vía de la difusión de acontecimientos
medianamente alentadores. Las noticias del mundo islámico aparecen, en
un gran número de casos, asociadas a terrorismo, guerra, conflicto
político, enfrentamientos callejeros, criminalidad, persecuciones de
minorías (de género, religiosas, culturales, de opción sexual, etc.),
fundamentalismos demenciales, castigos corporales, uso y abuso de la
fuerza, y un número inabarcable de eventos que casi siempre se
registran en terrenos éticamente claramente condenables, al menos desde
nuestra tradición filosófica.
Creo
que no es necesario insistir sobre el hecho de que esta peculiar
concentración de desgracias y penurias no provienen del hecho de que el
Islam sea una religión particularmente malvada. En todo caso, la
hipótesis del “Eje del Mal”, se la dejamos al ex-presidente Bush y sus
seguidores. La cuestión es seguramente mucho más compleja.
Igualmente
es necesario señalar que hay que dar por descontado que la cobertura
que hace lo que llamamos “prensa internacional” (que es una difusa
galaxia de medios, mayoritariamente de origen occidental, aunque
conviene recordar que, en las últimas décadas, han aparecido poderosos
medios de comunicación como la cadena saudita Al Arabiya y, sobretodo,
la poderosa Al Jazeera de origen qatarí), está inevitablemente cargada
de una cierta dosis de anti-islamismo.
Esto
es evidentemente así, pero, aún dando esto por descontado, es
imposible dejar de ver que algo muy especial está pasando en esas
latitudes. En realidad, lo que reportan tanto los medios
internacionales occidentales como los de origen estrictamente musulmán
es, en última instancia, un momento histórico profundamente
conflictivo, convulsionado y crítico por el que están pasando los países
integrantes del mundo musulmán.
En
otros términos: después de más de medio siglo de una suerte de
“estabilidad“ que era, sobretodo, una profunda “siesta histórica”, en
algún momento el mundo islámico entró en erupción. E
insistimos: la metáfora volcánica a la que echamos mano es la que mejor
refleja, al menos para nosotros, el grado de conflictividad, tensiones
de todo tipo y transformaciones cataclísmicas que están sacudiendo
diariamente al mundo islámico desde hace más de una década.
Es
necesario admitir que no es posible intentar una enumeración, siquiera
aproximada, de los conflictos en curso en el mundo islámico en la
actualidad. Yemen, por poner un primer ejemplo, es una unidad política
que ha perdido el control de la mitad de su territorio en manos del
fundamentalismo islámico; Túnez y Egipto (como lo analizamos en
recientes notas editoriales) se inclinan peligrosamente hacia alguna
modalidad de guerra civil; Libia, como lo escribiésemos aún antes de la
caída de Gadafi, ha dejado de ser un estado y su pasado tribal y
regionalista ve resurgir una Cirenaica controlada por algunas tribus,
la Tripolitania por otras y una vaga frontera sur con el Sahara
invadida por jihadistas argelinos o que retornan de Mali.
No
es necesario recordarle al lector que, en Siria, se libra una guerra
feroz esencialmente entre musulmanes. Batalla que está desestabilizando
no solamente al Líbano sino que, también, a Jordania. Por su parte
Turquía, también comprometida inexorablemente en el conflicto sirio,
parece empantanarse en la tentativa “erdoganista“ de una islamización
subrepticia. Lo que no cambia es que ese país sigue siempre opuesto a la
desmesurada ambición expansionista iraní que, aunque hoy se vista de
“moderación” (pero mantenga activos en varios frentes a “peones chiítas“
como Hizbollah) nunca logrará convencer a potencias sunníes como
Arabia Saudita que, en algún momento, podría haber una convivencia
realmente pacífica entre ellas.
Y
cuando más nos alejemos del Mediterráneo, hacia el Oriente o hacia el
sur del continente africano, más y más conflictos entre musulmanes
vamos a encontrar. Un primer ejemplo a la vez reciente y francamente
escandaloso: ¿qué hace en Pakistán el General Pervez Mussaraf
retornado, luego de casi 5 años de exilio entre Londres y el Golfo
Pérsico, presumiblemente apoyado por Arabia Saudita pero amenazado por
los talibanes de Afganistán, volviendo a enfrentar una acusación por
culpabilidad más o menos directa en el asesinato de Benazir Bhutto?
¿Vuelve por un ataque de “responsabilidad moral” o más bien forma parte
de un complejo juego político de Arabia Saudita que “avanza” sobre
Pakistán?
Un
segundo ejemplo no menos detonante: Indonesia, el país con mayor
población musulmana del mundo (más que Egipto y Pakistán) enfrenta
desde hace años una sublevación fundamentalista contra el poder
político establecido, que es de filiación claramente musulmana, porque
reclama la “desaparición física” de pequeñas minorías chiítas de la
secta musulmana Ahmadiya y, además, las minorías no musulmanas. Los
Jihadistas tienen prácticamente acorralado al gobierno, de acuerdo a
los informes de Human Rights Watch, que está plegándose cada vez más
claramente a una política de absurda intolerancia religiosa en un país
cuya tradición en la materia era, justamente, la contraria.
Y,
advertirá el lector, podríamos seguir enumerando conflictos altamente
candentes tanto en Asia como en Medio Oriente, como en más de la mitad
de África. Es decir que, por el momento es posible concluir que, la
extraordinaria conflictividad que sacude espasmódicamente al mundo
islámico, tiene su lugar de gestación en las sociedades musulmanes
mismas. No son ni los EE.UU., ni Israel, ni un peculiar activismo
anti-islámico de Occidente lo que ha desatado esta infinidad de
conflictos. Aunque minorías religiosas, grupos económicos o influencias
políticas occidentales puedan estar vinculados a los conflictos del
mundo islámico, los conflictos profundos han nacido, han estallado y se
están desarrollando desde el seno mismo de la civilización islámica.
Una de las dificultadas estrictamente “epistemológicas” que plantea la visualización
de esta explosiva coyuntura que atraviesa el mundo musulmán radica,
notoriamente, en las fuertes limitaciones de perspectiva (que terminan
siendo limitaciones cognitivas) que tiene “la mirada” occidental sobre
los intensos e innumerables cataclismos mencionados y hoy en marcha.
En
general, tanto la prensa internacional occidental, como la mayoría de
los analistas académicos, tienden a leer el conjunto de acontecimientos
que padecen los países del Islam como si fuesen exclusivamente
comprensibles como empresas “anti-occidentales”. En otras
palabras: todo indica que estamos visualizando este conjunto de
acontecimientos bélicos del mundo islámico con una mirada que, por
occidental, termina siendo una mirada claramente reduccionista.
Desde
luego que somos conscientes que el predominio de esta lectura y de
esta perspectiva tiene raíces y razones históricas profundas en la
memoria occidental. Comenzando por la existencia de un lejanísimo
inconsciente histórico que visualizó, desde la ribera norte del
Mediterráneo, las reiteradas incursiones moras como una amenaza permanente para la Cristiandad,
(cuando, en definitiva, no eran sino una más de las acciones bélicas
de los muchos contendientes en un espacio marítimo y comercial siempre
disputado y que, en los hechos, sólo dejaron fuertes improntas en la
península ibérica y en el sur de Italia) hasta el reciente 11/9,
Occidente se obstina en ver en el Islam la esencia de la Otredad
Malévola. Y, desde luego que, desde el acoso al Estado de Israel por más
de 65 años, hasta “la invasión migratoria” de los países de Europa
Occidental por magrebíes o turcos o, históricamente más lejanas, las
embestidas del imperio otomano contra los Balcanes y la frontera
sureste del Imperio austro-húngaro, todo ello retroalimenta esa idea de
que toda política que se desarrolle en terreno religioso y cultural
islámico, no tiene otra razón de ser que intentar, abierta o
subrepticiamente, algún tipo de ataque al Occidente.
Esa
es quizás la principal dificultad que encontramos para reconstruir una
nueva forma de análisis de esta terrible instauración del caos en el
mundo islámico. Aunque nadie dude de que, desde Al Qaeda y demás
versiones fundamentalistas, hasta muchos gobiernos y partidos del mundo
islámico, viven y se alimentan del odio al Occidente, lo que tenemos
que terminar de comprender es que el mundo islámico ha entrado en un
período de conflictos y guerras que son esencialmente internas más allá de lo que real o de manera propagandística se piense del Occidente.
Si
intentamos desembarazarnos de esa mirada, más “defensiva“ que
analítica, quizás podremos comenzar a entender, con más precisión y
profundidad, qué es lo que históricamente está pasando en el universo
musulmán; comenzar a identificar qué procesos históricos se han
desatado en esas sociedades ingresadas en un proceso de verdadera
ebullición. Y ésa mejor comprensión es la receta más adecuada para
prevenirnos eficazmente de aquellos que puedan, efectivamente, concebir
al Occidente como un enemigo.
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