Bruno Latour
”
El uso de la epístola (un profesor que escribe a su
alumna) para construir lo que, hasta hace un tiempo, hubiésemos llamado sencillamente
un texto de epistemología, implica cierta búsqueda de originalidad. El recurso,
por un lado favorece el acceso a un tema complejo pero, por el otro, y a pesar de
una búsqueda explícita de sencillez expositiva, la precisión conceptual no será exactamente la fortaleza del libro
Bruno Latour no es un filósofo que se esté estrenando en
las lides académicas. Con más de una docena de libros escritos, Latour es
ampliamente reconocido en Francia y, a la vez, universidades como Harvard lo
han acogido con entusiasmo.
Reconocido su oficio, no puede dejar de señalarse que la prosa de Latour, trás una aparente simplicidad estilística, enmascara una arquitectura conceptual extrañamente barroca. Es un texto casi coloquial que refiere a una conceptualización no siempre clara y sencilla.
La primera dificultad es saber cuál es el tema del libro que vamos a leer. Como Latour usa un tono entre coloquial y pedagógico - quizás efecto del recurso al estilo epistolar - hay un problema de orden en la exposición del relato que, para peor, ni siquiera es posible elucidar recurriendo a un buen índice: el libro carece de él.
Se descubrirá de qué se trata el libro en la primera llamada al pie del texto, en la página 11. Latour dice dedicarse a las “science studies”. Una variedad, más bien anglosajona, de estudios de historia y filosofía de la ciencia, estudios socio-culturales relacionados con ciencia y tecnología así como problemas éticos y políticos vinculados con esa materia. Esta definición, hace sospechar que estamos ante una de esas nuevas pseudo-disciplinas que se organizan, más en razón de los intereses de una corporación profesoral en vías de especialización, que por la existencia de un campo coherente de conocimiento relativamente autónomo. Esto es sólo parcialmente cierto: la temática tiene un verdadera historia.
Los “science studies” es el nombre anglosajón que se aplica a quienes serían, de alguna manera, los seguidores de Thomas Kuhn. Conviene recordar que la obra de Kuhn, es, a su vez, una lograda vulgarización de la descomunal obra que Gastón Bachelard desarrolló, allá entre fines de los años 1920 y 1930: la más modesta, pero más sofisticada Histoire des Sciences et des Techniques (desde “El nuevo espíritu científico” (1934), “La formación del espíritu científico” (1938), etc., hasta “L´engagement rationnaliste” (1972). La empresa contó con Alexandre Koyré (y sus “Études Galilèennes” de 1939[1]) y, algo más tardíamente, también con autores como Georges Canguilhem (y su notable curso en la Universidad de Clermont-Ferrand culminado en su tesis doctoral en medicina sobre “Lo normal y lo patológico” de 1943) .
Acepte o no Bruno Latour este linaje, su explicación de “lo que enseña” tiene seguramente sus raíces más profundas en estos pioneros que en textos mas actuales que el autor refiere; Isabelle Stengers (2002), el primer Michel Serres (1968) o Mario Biagioli (1999).
En la primera carta, por ejemplo, el “diario de a bordo” que la alumna llevará puntillosamente, ha de consignar todo lo referido a la supuesta “autonomía” de las ciencias y de las técnicas. Otras cinco cartas más seguirán destinadas a develar que, entre ciencia y técnica por un lado, y “las humanidades” por el otro, en realidad más que “autonomía” o “distancia” hay un tejido denso y complicado que, por siglos, estuvo oculto por la altisonante enunciación de la epopeya “liberadora” de la razón científica[2].
Problematizando la disputa entre partidarios de la autonomía y asepsia de la ciencia y la técnica vs. aquellos que defienden su estrecha relación con las “humanidades”, Latour nos lleva al sitio de Siracusa donde Arquímedes pondrá su conocimiento de la palanca al servicio de las tropas de Hiéron. Ello causará la derrota romana gracias al uso militar de la palanca y develará la evidente relación entre dos campos supuestamente independientes. ¿La ciencia al servicio de los intereses políticos del tirano? Seguramente es más complicado. Ni la palanca que Arquímedes ofrece a Hieron fue pensada para uso bélico, ni, menos aún, es previsible que las futuras ideas científico-técnicas se “hagan“ para la política, la cultura o la guerra. Su desarrollo responderá a tendencias que les son propias, pero no por ello serán “autónomas”.
De esta anécdota clásica, Latour concluye que, aunque “la autonomía” de ciencia y técnica es un imposible, el planteo contrario, el de “la dependencia” de éstas del terreno no científico, tampoco es aceptable. Se trataría entonces de redefinir la relación entre estos dos dominios en términos de “articulaciones”, de “traducciones superpuestas” (“les empilements de traductions”) que constituirían un complejo tejido de eso que ahora entrevemos: “las humanidades científicas”.
Las cartas siguientes desarrollan esta idea. “Las humanidades científicas” emergen en cuanto escapamos al planteo maniqueo “ciencias autónomas y puras vs humanidades atrapadas en los intereses humanos”. Para Latour, la articulación existente entre ciencia, técnica y sociedad, además de liberarse de la duda de si la ciencia es “garantía” del progreso o es “antesala del Apocalípsis”, puede ser entendida si nos enfrentamos a las situaciones reales donde ciencia/técnica están entretejidas en relaciones sociales concretas.
La segunda carta recurre al concepto de “falla”. Para presentar al lector su operación, Latour recrea la situación de un computador que, al descomponerse, pierde su unidad y coherencia operativas, queda amputado de su autonomía del usuario y de la actividad humana que lo construyó o lo reparará y se transforma en algo que no es más un objeto “técnico”: se transforma en un objeto “socio-técnico”.
El sistema técnico autosuficiente que era el computador operacional, desaparece cuando comienza la “falla”: queda atrapado en una red de relaciones sociales destinada a solucionar, precisamente, la “falla” que lo ha despojado de su “tecnicidad” radical. Para Latour la “falla” es la marca indeleble de la relación indisimulable entre el supuesto objeto puramente técnico y su origen “humano“. La “reparación” es un ejemplo simple de cómo un objeto científico-técnico puede operar autónomamente pero, igualmente, eso no lo libera de estar entretejido en las relaciones sociales. El ejemplo vale, incluso, para el caso del cuerpo humano, la enfermedad y la intervención de la medicina. Ello implica la, al menos opinable, asimilación del cuerpo humano a un “sistema técnico”, la equiparación de la enfermedad a una “falla” y la intervención médica al uso de un servicio técnico.
Latour quiere títulos clásicos para su tesis del
“entretejido” entre humanidades y ciencias por lo que va a buscar en la Grecia
antigua la palabra“métis”, como
expresión de la habilidad y astucia de la técnica, y la “episteme”, para designar el camino directo y coherente hacia el
conocimiento entendido en su sentido racional clásico.
La tercera carta introduce la noción de “controversia” de manera de cuestionar, ahora, la monolítica certidumbre que alegremente se atribuye al pensamiento científico. Esto es para aquellos que han aceptado apresuradamente que, lo que caracteriza al saber científico, es que “termina con toda controversia” ya que, suponen, produce verdades unívocas e indiscutibles.
Quizás sea este sea uno de los momentos más logrados del texto. Latour recurre a un ejemplo de controversia de enorme actualidad: la que opone, duramente, “científicos” defensores de la existencia de un recalentamiento global de la atmósfera causado por el hombre, a “científicos“ que van, desde los que niegan recalentamiento atmosférico alguno, hasta los que lo admiten pero lo adjudican a causas ajenas a la acción humana. El autor se divierte mucho, e inteligentemente, ante el desmoronamiento de la imagen tradicional de una ciencia supuestamente apta a “superar” o a “desembarazarse” de las controversias que las Luces adjudicaron como “exclusividad” al tradicionalismo, a los prejuicios, a las creencias religiosas o al pensamiento mágico.
Sin embargo, admitamos que esa caricatura de ciencia “libre” de controversias internas, reenvía a un cientificismo dieciochesco y a una concepción de la ciencia que hoy es más periodística que académica. Ya Kant había imaginado la posibilidad de geometrías diferentes que la euclídea y, en el siglo XIX, tan temprano como 1820/1830, la explosión de las geometrías no euclidianas (Lobachevsky, János Bolyai, el propio Gauss, su alumno Riemann, etc.) y la creciente evidencia de su consistencia lógica, significó un magnífico ejemplo de controversia intra-científica que escapa a la caricatura con la que se divierte Latour [3].
En todo caso, esa ciencia “ultra-coherente” y casi de caricatura sobrevive, y con buena salud, en la opinión y en disciplinas como las ciencias sociales que, como nunca llegan a ser ciencias realmente “hard”, sobrevaloran “metodologías monistas” y los lugares comunes de la ciencia de caricatura. En esos terrenos, Latour señala que no hay “artículo sabio” en el que toda afirmación no esté ritualmente acompañada por un cuadro, un diagrama o un esquema que, en la misma página si es posible, venga a “demostrarla”, “confirmarla”, etc.[4]. El lector piensa al instante en esas publicaciones socio-económicas que pretenden dar cuenta de toda la complejidad social desplegando curvas, tablas y toda una parafernalia numérica “probatoria” que llevaría “inscripta” la garantía de la verdad de la afirmación asestada al lector.
Para Latour es sorprendente que nadie advierta que tanto la Política como la Ciencia tengan que recurrir ambas a la metáfora de “la verdad desnuda” que se autodesigna a sí misma (verum index sui). Ello es así no es porque lo epistemológicamente significativo sea la necesidad de producir “la distinción” entre una y la otra. Más bien lo que hay que captar es “el matiz” entre la evidencia retórica de la política y la evidencia de la demostración científica.
Para los griegos la evidencia retórica se llamará epideixis, la evidencia geométrica se llamará apodeixis, en una cercanía etimológica que Latour utiliza para consolidar el corazón de su tesis: retórica y demostración no están en una relación de oposición, son sólo “dos de las ramas de la elocuencia” (Latour, 2010, 100) que permiten llegar a la evidencia.
Para Latour, aquel que transforma el “matiz” entre epideixis y apodeixis en una “verdadera oposición”, que se hará milenaria, fracturando la retórica de la ciencia, será Platón. Éste necesita, para su proyecto personal, construir la oposición radical entre “sofistas” y “filósofos” aunque, al fin de cuentas, los filósofos no tomarán tampoco la evidencia geométrica que tienen a disposición como herramienta “científica”. ¿Porqué, entonces, quebrar el conocimiento en epideixis y apodeixis?
Latour no solamente se remontará a Grecia para rastrear la compulsiva oposición entre humanidades y ciencia, entre retórica y demostración, entre elocuencia y verdad. En su título atacará también a Descartes y su “cogito”. No hay modo de construir el “cógito” porque ese singular no se sostiene ni en la versión cartesiana ni en intentos posteriores como el kantiano o el del Círculo de Viena. El conocimiento sólo es imaginable como el resultado de un “colectivo de pensamiento”, un acto esencialmente social y colectivo, un “Cogitamus”. El ”sabio” trabajando sólo en su gabinete puede ser un relato atractivo, pero tiene poco de creíble [5].
La carta siguiente retomará una verdadera relectura histórica del “laboratorio” como lugar en el que terminarán convergiendo, hacia el siglo XIX, por un lado la aproximación “empírica” a la prueba, aislando una o dos variables y desechando todas las demás, (que es la historia de las ciencias naturales[6]) y, por el otro, la operación de imaginar que la formación de la prueba es compatible con el lenguaje de la geometría y del álgebra, (que es la historia de la articulación del cálculo como instrumento apto para leer “el libro de la Naturaleza”[7]).
La quinta carta permite a Latour poner en cuestión ya no solamente la oposición entre sociedad/política y ciencia. Ahora trata de mostrar cómo la antinomia racionalidad/irracionalidad se torna, también, poco defendible. Latour señala la creciente fuerza que adquiere día a día en la opinión pública la no aceptación a distintas innovaciones científicas y tecnológicas. La resistencia pública a los organismos genéticamente modificados o a propuestas de la nanotecnología, proporciona excelentes ejemplos de esta reacción. Sociedad por un lado, y científicos y técnicos por el otro, parecen haber perdido, todos, la capacidad de “distinguir” el presumible valor de los productos generados por “actividades racionales” de la dudosa producción del pensamiento mágico.
La tercera carta introduce la noción de “controversia” de manera de cuestionar, ahora, la monolítica certidumbre que alegremente se atribuye al pensamiento científico. Esto es para aquellos que han aceptado apresuradamente que, lo que caracteriza al saber científico, es que “termina con toda controversia” ya que, suponen, produce verdades unívocas e indiscutibles.
Quizás sea este sea uno de los momentos más logrados del texto. Latour recurre a un ejemplo de controversia de enorme actualidad: la que opone, duramente, “científicos” defensores de la existencia de un recalentamiento global de la atmósfera causado por el hombre, a “científicos“ que van, desde los que niegan recalentamiento atmosférico alguno, hasta los que lo admiten pero lo adjudican a causas ajenas a la acción humana. El autor se divierte mucho, e inteligentemente, ante el desmoronamiento de la imagen tradicional de una ciencia supuestamente apta a “superar” o a “desembarazarse” de las controversias que las Luces adjudicaron como “exclusividad” al tradicionalismo, a los prejuicios, a las creencias religiosas o al pensamiento mágico.
Sin embargo, admitamos que esa caricatura de ciencia “libre” de controversias internas, reenvía a un cientificismo dieciochesco y a una concepción de la ciencia que hoy es más periodística que académica. Ya Kant había imaginado la posibilidad de geometrías diferentes que la euclídea y, en el siglo XIX, tan temprano como 1820/1830, la explosión de las geometrías no euclidianas (Lobachevsky, János Bolyai, el propio Gauss, su alumno Riemann, etc.) y la creciente evidencia de su consistencia lógica, significó un magnífico ejemplo de controversia intra-científica que escapa a la caricatura con la que se divierte Latour [3].
En todo caso, esa ciencia “ultra-coherente” y casi de caricatura sobrevive, y con buena salud, en la opinión y en disciplinas como las ciencias sociales que, como nunca llegan a ser ciencias realmente “hard”, sobrevaloran “metodologías monistas” y los lugares comunes de la ciencia de caricatura. En esos terrenos, Latour señala que no hay “artículo sabio” en el que toda afirmación no esté ritualmente acompañada por un cuadro, un diagrama o un esquema que, en la misma página si es posible, venga a “demostrarla”, “confirmarla”, etc.[4]. El lector piensa al instante en esas publicaciones socio-económicas que pretenden dar cuenta de toda la complejidad social desplegando curvas, tablas y toda una parafernalia numérica “probatoria” que llevaría “inscripta” la garantía de la verdad de la afirmación asestada al lector.
Para Latour es sorprendente que nadie advierta que tanto la Política como la Ciencia tengan que recurrir ambas a la metáfora de “la verdad desnuda” que se autodesigna a sí misma (verum index sui). Ello es así no es porque lo epistemológicamente significativo sea la necesidad de producir “la distinción” entre una y la otra. Más bien lo que hay que captar es “el matiz” entre la evidencia retórica de la política y la evidencia de la demostración científica.
Para los griegos la evidencia retórica se llamará epideixis, la evidencia geométrica se llamará apodeixis, en una cercanía etimológica que Latour utiliza para consolidar el corazón de su tesis: retórica y demostración no están en una relación de oposición, son sólo “dos de las ramas de la elocuencia” (Latour, 2010, 100) que permiten llegar a la evidencia.
Para Latour, aquel que transforma el “matiz” entre epideixis y apodeixis en una “verdadera oposición”, que se hará milenaria, fracturando la retórica de la ciencia, será Platón. Éste necesita, para su proyecto personal, construir la oposición radical entre “sofistas” y “filósofos” aunque, al fin de cuentas, los filósofos no tomarán tampoco la evidencia geométrica que tienen a disposición como herramienta “científica”. ¿Porqué, entonces, quebrar el conocimiento en epideixis y apodeixis?
Latour no solamente se remontará a Grecia para rastrear la compulsiva oposición entre humanidades y ciencia, entre retórica y demostración, entre elocuencia y verdad. En su título atacará también a Descartes y su “cogito”. No hay modo de construir el “cógito” porque ese singular no se sostiene ni en la versión cartesiana ni en intentos posteriores como el kantiano o el del Círculo de Viena. El conocimiento sólo es imaginable como el resultado de un “colectivo de pensamiento”, un acto esencialmente social y colectivo, un “Cogitamus”. El ”sabio” trabajando sólo en su gabinete puede ser un relato atractivo, pero tiene poco de creíble [5].
La carta siguiente retomará una verdadera relectura histórica del “laboratorio” como lugar en el que terminarán convergiendo, hacia el siglo XIX, por un lado la aproximación “empírica” a la prueba, aislando una o dos variables y desechando todas las demás, (que es la historia de las ciencias naturales[6]) y, por el otro, la operación de imaginar que la formación de la prueba es compatible con el lenguaje de la geometría y del álgebra, (que es la historia de la articulación del cálculo como instrumento apto para leer “el libro de la Naturaleza”[7]).
La quinta carta permite a Latour poner en cuestión ya no solamente la oposición entre sociedad/política y ciencia. Ahora trata de mostrar cómo la antinomia racionalidad/irracionalidad se torna, también, poco defendible. Latour señala la creciente fuerza que adquiere día a día en la opinión pública la no aceptación a distintas innovaciones científicas y tecnológicas. La resistencia pública a los organismos genéticamente modificados o a propuestas de la nanotecnología, proporciona excelentes ejemplos de esta reacción. Sociedad por un lado, y científicos y técnicos por el otro, parecen haber perdido, todos, la capacidad de “distinguir” el presumible valor de los productos generados por “actividades racionales” de la dudosa producción del pensamiento mágico.
Aunque Latour no lo menciona, admitamos que el auge del “creacionismo” en los EE.UU. no es una mera “curiosidad”. No es posible leer ese proceso sino como un síntoma de cuestionamiento que la opinión pública hace, ciegamente, de evidencias científicas cuya negación atenta directamente contra toda sensatez. Hay, al respecto, en la sexta carta un interesante abordaje de la lógica con la que debería, según Latour, ser comprendido el darwinismo.
Si la Naturaleza es la heredera contemporánea de la res extensa de Descartes, el primer elemento a cuestionar es, precisamente, que el desarrollo de las llamadas ciencias y técnicas no tiene lugar en el seno de ninguna “continuidad” (ni extensa ni Natural). Todo lo contrario: lo que caracteriza a las humanidades científicas es negar radicalmente la existencia (es más, negar incluso la concepción de la existencia) de un espacio común para todos los seres vivientes (hablando del darwinismo) pero también la existencia de un “continuum” ontológico homogéneo en el moran los entes y acontecen los eventos, sea éstos galileanos, laplacianos, boyleanos o darwinianos, que podamos designar como “La Naturaleza”.
La conclusión es que el Universo, deviene un “Multiverso” en el que, segmentadamente, pueden estudiarse fenómenos de los universos de las físicas, de los universos de las químicas o en simples curiosidades históricas que no son más que formas políticas ancestrales “o mejor de epistemología política” (sic) (Latour, 2010, 201)
El libro de Latour tiene una virtud cardinal: intenta replantear radicalmente la cuestión del relato y del meta-relato de la ciencia, en su relación con las humanidades, de una manera radicalmente nueva. Sin embargo, en parte por su voluntad de practicar una sencillez expositiva solamente explicable por el formato epistolar elegido y, en parte, porque sobre el texto planea un inconfesada pero poderosísima voluntad de divulgación que predomina sobre la argumentación lógica cuidadosa, el lector medianamente informado termina la lectura con la incómoda sensación de que ha recorrido doscientas cincuenta páginas en las que le han contado una versión infantil de algo tan complejo como “La Divina Comedia”.
Bibliografía
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Bachelard, Gastón, (1938)
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Bachelard, Gastón, (1973), “El Compromiso Racionalista”,
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Bonilla Saus, Javier y Jonathan
Arriola, (2012), “La Sombra de las Luces”, Cuadernos de CLAEH, No. 100, 2ª. Serie,
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Canguilhem, Georges, (1943) (1966) (1971), “Lo normal y lo patológico”, Ed. Siglo
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Latour, Bruno, (2010),
“COGITAMUS. Six lettres sur les Humanités
Scientifiques”, París, Ed. La Découverte.
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Serres, Michel,
(1968): “Le système de Leibniz et ses modèles mathématiques“, París, PUF, reed.
1982.
Isabelle Stengers, (2002): “Sciences et Pouvoirs. La Democratie face à la technoscience”. París.
Ed. La Découverte.
** Catedrático de Ciencia
Política en la Universidad ORT Uruguay, Coordinador Académico del Depto.
de
Estudios Internacionales de la mencionada Institución, Director y Editorialista
de la Revista Digital
”Letras Internacionales”.
[1].- En el
prefacio a la edición española, Kuhn hace un reconocimiento explícito a la “influencia
primordial” en su obra
de los “Études Galilénnes“ de Koyré, entre otras obras
provenientes de la corriente bachelardiana. Kuhn, Thomas, (1962)
(1971), “La
estructura de las Revoluciones Científicas”, México, Ed. Siglo XXI. p. 10.
[2].- Sobre
esa epopeya y sus trampas, vistas desde la perspectiva de Isaiah Berlin, véase,
Bonilla Saus, Javier y
Jonathan
Arriola (2012-1), “La Sombra de las Luces”, Cuadernos de CLAEH No. 100, Mvdeo, Ed. CLAEH, 191-214.
[3].- Para no mencionar la
todavía más intensa disputa sobre la naturaleza ondulatoria o corpuscular de la
luz que, de manera turbulenta, atravesó también gran parte de la física del
siglo XIX.
[4].- “Qué formidable fuente de
autoridad…ya que no afirmaremos nada que no esté asegurado
por un documento
adjunto exactamente en frente de lo que se afirma“ (Latour, 2010: 91, trad. JBS) ironisa el
autor.
[5].- Un ejemplo excelente del carácter radicalmente social de la técnica
es el caso de la invención, a
inicios del siglo XVIII, por John Harrison, del
primer modelo de sextante. El invento fue la respuesta a un
llamado a concurso
del Parlamento inglés que dotaría de 200.000 libras a quien proporcionase a la
Royal
Navy un instrumento capaz de calcular la longitud de la posición de un
navío en el mar.(Latour, 2010, )
[6].- Esta línea viene de
Galileo con su operación de imaginar la caída de los cuerpos y la ley que la
rige,
haciendo caso omiso de todos los fenómenos del frotamiento del aire, del
aerodinamismo de cada cuerpo, etc.
[7].- Esta otra línea, que
vendrá a converger con la anterior en la idea de laboratorio, provendría de
Boyle, su audaz incursión en la “creación“
de fenómenos “artificiales” como el vacío y la introducción de los
instrumentos
de medida, componentes fundamentales del laboratorio.
"COGITAMUS. Six lettres sur les Humanités Scientifiques"
Latour, Bruno
Ed. La Découverte.
Paris 2010, 246 páginas