Ante la confusa y descorazonante situación que vive el mundo en la coyuntura actual, mi hijo Santiago, que culmina sus estudios de arquitectura en París, y que hubo de vivir de cerca los 2 últimos atentados llevados a cabo en la capital francesa, más el reciente en Bruselas, me transmitió su a la vez sincera e intensa inquietud por comprender qué era lo que estaba pasando.
Le resultaba inadmisible la agitación religiosa por la que estaba rodeado, la impúdica exhibición de crueldad y barbarie que estaba padeciendo y a la que estaba asistiendo como testigo obligado.
Al mismo tiempo, junto al horror de las masacres jihadistas, le resultaba ininteligible que europeos civilizados estuviesen dispuestos a convivir, apelando a una inexplicable promoción de “la tolerancia”, con las más horrendas violaciones a los derechos humanos cometidos en nombre de algo llamado “religión”. Porque junto a los publicitados atentados sangrientos, se agregan y reiteran persecusión de mujeres, uso político de la religión, ejecución de homosexuales, abuso de niños, millonarias estafas eclesiásticas y todo tipo de actividades incompatibles con los más elementales principios de una ética meramente referida al sentido común.
En particular, como buen arquitecto sensible al arte y a sus manifestaciones, se consideraba indignado por la inadmisible actitud del gobierno italiano que se mostró dispuesto a “esconder” los cuerpos femeninos de algunas de las mejores obras de arte de nuestra civilización para que “la sensibilidad“ del presidente de Irán, un sátrapa sangriento que dirige un estado terrorista, no se sintiese “disturbado”.
Hemos tenido algunas conversaciones en las últimas semanas en las que intenté ser, a la vez, lo más directo, explícito y didáctico. Seguramente seguiremos conversando pero, en la búsqueda de algunos textos que me ayudaran a apoyar a mi hijo, encontré este magnifico texto de Michelangelo Bovero. Creí adecuado, por la claridad y contundencia que el texto tiene, publicarlo en este blog para que tuviese una difusión algo mayor.
Dignidad y laicidad. Una
defensa de la ética laica
MICHELANGELO BOVERO (2007)
Universidad de Turín
1. El año pasado apareció en Italia un pequeño libro que no
llamaría áureo, sino más bien sulfúreo: Laicos de rodillas, de Carlo Augusto
Viano. (1) Lo recomiendo vivamente. Es una lectura saludable. Aun si a
muchos les podrá parecer desagradable o hasta irritante, «hace bien», justo
como respirar los vapores sulfúreos de ciertas aguas termales.
El título del librito puede entenderse de dos maneras. En primer
lugar, la expresión «laicos de rodillas» puede indicar una sensación de
capitulación, casi de derrota de la cultura laica, en Italia y en el mundo,
frente a la reconquista religiosa del espacio público. Una revancha
impresionante. No han transcurrido ni siquiera dos decenios de cuando la famosa
fórmula «Ya no hay religión» se había convertido sin más en una broma de
cabaret: se refería, en tono irónico, al presunto desorden moral y social que
la moralina anti-laica imputaba a la secularización, al decaimiento de la
captura religiosa de las conciencias. A la caída del «temor de Dios»: del Dios
juez, más que del Dios legislador, como lo aclaró en su momento Bobbio (2). Y bien, no
sé en verdad cómo no se logra ver el estado desastroso en que ha (re)caído el
mundo desde que «De nuevo hay religión», y los laicos están de rodillas.
Pero en segundo lugar, esta expresión, «laicos de rodillas», puede
referirse a ciertas concesiones ambiguas hacia el mundo y la sensibilidad
religiosa o, aún peor, a las posturas de confesionario posmoderno, asumidas en
público, incluso en el más obsceno de los lugares públicos, la televisión, por
múltiples personajes, políticos y no, cuya adscripción genérica a la cultura
laica hasta ahora no se ponía en duda. Parece haberse convertido en una moda kitsch. Viano escribe: «hoy quien no se
proclama creyente descubre haberlo sido, subraya, como si fuera un mérito, el
haber ido a escuela de curas y no excluye que en el futuro quién sabe, porque
el misterio está ahí, oscuro y atrayente» (3). Para un laico, ponerse
de rodillas es “proskynesis”, una
postración: una postura poco digna, es más, inmoral. Contraria a la ética
laica. Si además la postración tiene (también) como objetivo los favores del
electorado religioso, se convierte en prostitución. En perdida del sentido del
pudor, del respeto de sí mismo. En pérdida de dignidad.
Me parece particularmente oportuno, hoy, hablar de dignidad, de
manera sobria y anti-retórica, porque de ese modo se puede llegar, desde mi
punto de vista, al núcleo más interno de la ética laica. Quisiera tratar de
aislar y depurar este núcleo, liberándolo de las ambigüedades, confusiones y
contaminaciones con la ética religiosa cristiana en sus varias
interpretaciones.
2. El redescubrimiento y revaloración de la noción de dignidad
humana ha acompañado, después de la segunda posguerra, la difusión de eso que
se ha llamado —con una buena dosis de optimismo, muchas veces frustrado— el «ethos universal» de los derechos. El término
«dignidad», o las expresiones «dignidad humana», o «del hombre», o «de la
persona», ha asumido un papel relevante, formal y explícito, en los documentos
oficiales que buscaban ser la proyección jurídica de ese ethos. En el Preámbulo de la Declaración universal de 1948,
«dignidad» y «derechos» aparecen desde las primeras líneas como una pareja
inseparable, es más como términos de una hendíadis, cuyo reconocimiento se
planteó como «el fundamento de la libertad, de la justicia y de la paz en el
mundo». Un poco más adelante, el artículo 1 reproduce casi literalmente la
célebre afirmación inicial de la Declaración francesa de 1789, agregándole
únicamente el término «dignidad», para repetir la hendíadis: «Todos los seres humanos nacen libres e
iguales en dignidad y derechos».
En el artículo 1 de la Ley fundamental alemana, promulgada un año
después, la «dignidad de la persona» cumple la función de premisa mayor en una
especie de razonamiento, que concluye con la afirmación de los derechos
fundamentales —de todos los tipos de derechos fundamentales, incluidos los
derechos sociales—dotados de «eficacia directa», por tanto, no como normas
programáticas, si no más bien inmediatamente preceptivas. Los ejemplos podrían
multiplicarse.
Todas estas fórmulas jurídicas, creadas inmediatamente después de
la guerra, en las que recurre de manera insistente la noción de dignidad, deben
entenderse como la expresión manifiesta de la reacción de rechazo, de
indignación moral, frente a la degradación del ser humano perpetrada por el
nazismo (tanto en las víctimas como en los verdugos). Tienen el mismo sentido
que el título de Primo Levi, Si esto es un hombre, cuando lo invertimos en
positivo. Pero no se trata simplemente de invocaciones retóricas. Son fórmulas
para tomar en serio, incluso porque esconden muchos problemas. Para
localizarlos, puede ser útil recorrer brevemente algunos momentos ejemplares de
la historia de la palabra y del concepto de dignidad.
3. En sus usos generales, el término «dignidad», así como sus
correspondientes semánticos en las varias lenguas (por ejemplo, el alemán “Würde”),
remite a la noción de grado o rango. En este núcleo de significado, que podemos
considerar originario con respecto a las muchas acepciones derivadas,
«dignidad» raras veces aparece como vox media; se le asocia, con más
frecuencia, a una connotación de valor positivo, si bien diferenciada, para
indicar el grado más o menos elevado de cierto sujeto, o de cierto ente, en un
determinado contexto. En la historia de la cultura filosófica, la noción de
«dignidad (propiamente) humana», ha sido elaborada, y definida de varios modos
en relación al problema de determinar cuál sea o debería ser el lugar, o más
bien el rango del ser humano en el orden del universo.
Simplificando un poco, se puede encontrar el lugar de nacimiento
de esta noción en el paradigma conceptual de una visión específica del mundo,
fundada sobre la idea de la «gran cadena del ser»: o sea, sobre la
representación del universo como un organismo «completo», en la que cada
especie de entes tiene su lugar y su papel y, de manera recíproca, cada lugar está ocupado por una especie de
entes, según un orden compuesto de grados, que corresponde a una jerarquía de
valores. A partir de la formulación clásica de Platón, este paradigma
cosmológico-metafísico, tendencialmente determinista, atraviesa la historia de
la cultura occidental con destinos variados, alcanzando la cumbre de su
difusión en el siglo XVIII.
4. Pero la historia moderna del concepto de «dignidad humana»
comienza con un viraje anti-determinista en el interior de ese mismo paradigma
conceptual. Los invito a reconocer en este giro el primer principio de la ética
laica. Me refiero naturalmente al célebre discurso De hominis dignitate (1486), de Giovanni Pico della Mirandola. Por
un lado, Pico acepta la visión tradicional del cosmos como orden, o sea como
disposición universal apropiada y conveniente de las partes, que le asigna a
cada ente el lugar y el grado conforme a su naturaleza; pero por otro lado,
produce una lesión en el corazón mismo de este paradigma. Según la versión
humanista predominante, que recupera y renueva, a través de Nicolás de Cusa y
Marsilio Ficino, el antiguo y difundido tema del hombre-microcosmo como espejo
del macrocosmo, se representa al ser humano en el centro del mundo, en la posición
natural de contemplador del universo; pero esta posición ideal media es, sin
embargo, también ella un «lugar natural», un lugar determinado por y dentro de
la ley inquebrantable del orden cósmico. Para reivindicar la dignidad del
hombre, su valor, su «virtud», desvinculándola de la jerarquía de la
naturaleza, era
necesario plantear el problema de la naturaleza humana de un modo
nuevo, en una
perspectiva donde el hombre no resultara un ente cualquiera de
naturaleza, distinto de los otros simplemente por sus cualidades específicas.
En esta perspectiva se mueve el discurso de Pico, que adopta como
recurso de exposición inicial una reformulación original de la historia de la
creación:
[...]
cuando todo estuvo hecho [Dios creador] pensó por último en crear al hombre.
Pero no había ninguno entre sus arquetipos que pudiera servirle para modelar la
nueva criatura, ni quedaba nada entre sus tesoros que pudiera regalar como
herencia a su nuevo hijo, ni quedaba en todo el mundo sitio donde éste pudiera
aposentarse para contemplar el universo. Todo estaba completo; todas las cosas
habían sido distribuidas en los órdenes superiores, medios e inferiores. [...]
Al fin, el mejor de los artesanos ordenó que aquella criatura, a quien Él no
había podido dar nada que fuera suyo propio, poseyera en conjunto todo lo que
perteneciera peculiarmente a cada una de las diferentes clases de los seres.
Tomó, por consiguiente, al hombre como criatura de naturaleza indeterminada y,
asignándole un lugar en medio del mundo, se dirigió a él con estas palabras:
«No te he dado, Adán, un lugar fijo, ni una forma que te pertenezca a ti sólo,
ni una función peculiar tuya, para que, de acuerdo con tu antojo y de acuerdo
con tu juicio, puedas tener y poseas el lugar, la forma y las funciones que
desees. La naturaleza de los otros seres está limitada y constreñida dentro de
los límites de las leyes prescritas por mí. Tú, que no estás confinado por
ningún límite, que serás conforme a tu propia y libre voluntad, en cuyas manos
te he puesto, fijarás por ti mismo los límites de tu naturaleza. Te he puesto
en el centro del mundo para que puedas desde allí observar más fácilmente todo
lo que hay en él. No te he hecho ni de cielo ni de tierra, ni mortal ni
inmortal, para que, casi como artífice libre y soberano, como hacedor y
modelador de ti mismo, puedas configurarte como prefieras. Tendrás el poder de
rebajarte a las formas inferiores, que son los brutos; tendrás el poder, según
tu voluntad, de remontarte a las formas más altas, que son divinas».
En la visión de Pico, entonces, el hombre tiene la máxima
«dignidad» entre las criaturas, justamente porque no es una criatura como las
otras, no tiene, de la misma forma, una naturaleza propia: el hombre
propiamente no es, sino que se hace. El curso de sus acciones no se sigue de su
ser, de una naturaleza suya predeterminada, sino que su ser, su naturaleza,
está determinada por sus elecciones y por sus acciones. En otras palabras, el
hombre no es simplemente un ente intermedio, situado entre ángeles y brutos,
sino que su valor específico, su «dignidad», consiste en su ser no-ente, en ser
un ente no determinado, sino auto determinable. Y esta dignidad corresponde al
valor más alto entre los entes: superior, según un tema hermético retomado en
honor de Ficino, incluso al de la naturaleza angelical.
4. Se podría sostener que, más allá de ciertas formulaciones
atrevidas y de ciertas doctrinas radicales o extravagantes, el pensamiento de
Pico, incluso en virtud de su sincretismo programático, no es tan distante de
las corrientes de pensamiento cristiano menos vinculadas a los conceptos de
predestinación y de gracia: esas corrientes que acogieron y elaboraron la idea
del libre arbitrio, que concibieron al hombre como un sujeto responsable de su
propio destino individual, de su salvación o perdición, dependiendo de si
quería o no conformarse a los preceptos divinos.
¿Por qué, entonces, y de
qué modo ver en la noción de dignitas
hominis propuesta por Pico, el principio de una ética laica? Por lo demás,
comúnmente se sostiene —es un lugar común— que la idea cristiana de sujeto
humano como persona moral se encuentra en el origen de la concepción
individualista moderna; se dice que colocó las bases para esa «revolución
copernicana» en la ética, en el derecho y en la política, en la que Bobbio
identifica la contraseña de la modernidad (4) y, por tanto, también
para la reivindicación de los derechos naturales como derechos subjetivos
individuales, inalienables e inviolables, a cuya garantía positiva, según los
documentos jurídicos que antes recordaba, se confía la protección de la
dignidad humana.
Y bien, es necesario distinguir. El concepto radical de
autodeterminación esbozado por Pico como (no) carácter del ser humano en cuanto
tal, la noción de elección de sí como elaboración de sus inclinaciones propias,
deseos, aspiraciones, proyectos («de acuerdo con tu antojo y de acuerdo con tu
juicio, puedas tener y poseas el lugar, la forma y las funciones que desees»)
contiene in nuce una concepción del
libre arbitrio no simplemente reducible, como en el pensamiento religioso
cristiano, a la facultad de conformarse o no a una ley heterónoma, la lex naturae dada por Dios al universo.
Este concepto de lex naturae como
fuente suprema de los deberes morales, es la idea fundamental del
iusnaturalismo cristiano-católico.
La ética laica —cualquier ética laica: la laicidad es una nota
común a varias éticas—, a diferencia de la ética religiosa —de toda ética
religiosa—, está fundada (o, si se prefiere, no-fundada) sobre el principio de
autonomía como facultad de darse leyes (morales) a sí mismo, y de no obedecer
otra ley que no sea aquella que el sujeto se da y asume como tal por sí mismo.
La ética laica no reconoce ninguna lex
naturae que se imponga desde arriba y desde el exterior a los individuos, y
mucho menos reconoce la autoridad de alguien que establezca cuál es la presunta
ley natural. Laica es la ética de un sujeto naturaliter
maiorennis, justo por ello dotado de dignidad: es una ética anti-dogmática,
anti-autoritaria y, justo por ello, también tolerante.
5. A estas alturas, es obligatoria la referencia a Kant, en cuyo
pensamiento el concepto de dignidad humana ocupa un lugar relevante. En la
compleja elaboración kantiana, los dos principios de la dignidad de la persona
y de la autonomía individual convergen hasta identificarse explícitamente.
Según Kant, los seres humanos, en tanto que seres racionales, «se
llaman personas
porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos,
esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio» (7). De ahí el
imperativo: «obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como
en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca
solamente como un medio» (8).
Ello significa que la persona «no tiene meramente valor relativo o
precio, sino un valor interno, esto es, dignidad» (9). Es más, Kant afirma que
«la humanidad en sí misma es una dignidad», y de aquí se desprende que el
hombre «se eleva por encima de todas las cosas», destinadas a servirle de
instrumento.
Mientras no es lícito que un ser humano quede reducido a mero
instrumento de otro: «Del mismo modo como el hombre no puede venderse a sí
mismo a ningún precio [...], no puede actuar contrariamente al respeto que los
otros se deben necesariamente a sí mismos como hombres, esto es, está obligado
a reconocer prácticamente la dignidad de la humanidad en todo otro hombre» (10) Es
particularmente relevante la precisión: «Está claro que quien lesiona los
derechos de los hombres está decidido a usar la persona ajena como simple
medio, sin teneren consideración que los demás, en tanto seres racionales,
deben ser estimados siempre al mismo tiempo como fines, es decir, sólo como
tales seres que deben contener en sí el fin de la propia acción» (11).
La dignidad de la persona, «aquello que constituye la condición
para que algo sea un fin en sí mismo», consiste precisamente en la autonomía
moral, por la cual un ser racional «no obedece a ninguna otra ley que aquella
que él se da a sí mismo» (12). En otras palabras, el
individuo humano como persona que tiene una dignidad y no simplemente un
precio, que tiene valor como fin en sí y no sólo «como un medio para alcanzar
los fines de los otros y ni siquiera los suyos propios», es tal en tanto que es
«sujeto de una razón moralmente práctica» (13) capaz de darse leyes a
sí mismo.
6. Es en esta concepción ilustrada de la dignidad de la persona,
que como tal debe tener «el valor de servirse de su propia inteligencia, y de
su razón moralmente práctica», donde está la raíz genuinamente laica de la
afirmación, primero doctrinal y después política y jurídica, de los derechos
fundamentales en tanto condiciones esenciales del pacto de convivencia, como es
sancionado por las constituciones modernas, y de su compleja evolución
histórica en las varias «generaciones de derechos». Aunque entre las fuentes
doctrinarias del iusnaturalismo moderno, de Locke a Kant, también hubo
ciertamente textos del pensamiento religioso, aunque haya habido influencias
considerables de concepciones religiosas en la elaboración de las cartas y de
los documentos sobre los derechos en la posguerra, es necesario, una vez más,
saber distinguir: no hay propiamente «raíces cristianas» en la concepción
moderna de la convivencia, fundada como lo está sobre el principio —si se
quiere, sobre el postulado ético— de la autonomía individual, sin la cual
serían inconcebibles las constituciones liberal-democráticas.
Tan es cierto que en la época moderna las jerarquías eclesiásticas
(me refiero específicamente a la católica) siempre fueron ferozmente hostiles a
la doctrina de los derechos y a su traducción positiva en las cartas
constitucionales. Del mismo modo, siempre consideraron y siguen considerando
como enemigo mortal a la ilustración en todas sus formas (14). ¿Puede
decirse que hubo un arrepentimiento de parte de la Iglesia católica — uno de
tantos, pero no muchos, de los últimos tiempos— que condujo al reconocimiento,
si bien tardío, de la idea moderna de derechos, como para sintonizarse con el espíritu
de los tiempos?
Afirmarlo sería, según mi punto de vista, engañoso y
desorientador. Basta mirar la lista de aquellos que la Iglesia católica
considera hoy «derechos humanos» (15) y medir la diferencia con respecto a las
tablas (en su raíz) laica de los derechos elaborados por el constitucionalismo
moderno, a partir de la Declaración de 1789.
Sería necesario un análisis bastante complejo para desarrollar
esta comparación.
Pero para simplificar: la ética laica de los derechos es, y sigue
siendo, sobre todo y fundamentalmente, una ética de la libertad, de la dignidad
de la persona como capaz de autodeterminación individual (y colectiva; esto es,
democrática); en la interpretación religiosa de las jerarquías eclesiásticas,
por el contrario, la ética de los derechos se muestra como una ética de la vida
según una concepción de los seres vivos como criaturas del creador y
subordinadas a su ley. Los derechos que componen la tabla de la ética religiosa
(pero: cristiano-católica) son, de nuevo, o mejor, son concebidos todavía como
reflejo de deberes, aquéllos impuestos por la ley natural-divina, por los
vínculos sagrados impuestos por Dios (pero: por sus intérpretes
auto-autorizados) al universo creado.
Estas tablas anti-laicas de los derechos se encuentran, entonces,
más acá de la «revolución copernicana» que asigna la prioridad lógica a los
derechos sobre los deberes (16) el primado a la dignidad de la persona como sujeto de autonomía
moral (después también jurídica y política), y deriva lógicamente de los
derechos de la persona los deberes de los individuos y de las instituciones.
7. No es suficiente. Frente a algunos intentos recientes,
desafortunadamente exitosos, de traducir esta ética anti-laica en normas de
derecho positivo —como, en Italia, la ley sobre la procreación asistida—, no
tendríamos que estancarnos en denunciar la impudente impostura de la retórica
religiosa-clerical. La Iglesia católica, después de haber invocado, y
desgraciadamente obtenido, la prohibición jurídica de lo que (sólo ella)
considera moralmente prohibido, insinúa no sólo que la eventual revocación de
esa prohibición conduciría de hecho a la destrucción de las instituciones (que
ella considera fundamentales), sino también que la abolición de la prohibición
jurídica tendría casi el mismo significado que la imposición a todos de una
obligación igual y contraria: la obligación de «pecar», de contribuir al
desorden moral. Casi como si, para un creyente, abstenerse de comportamientos
jurídicamente permitidos y, como tales, no prohibidos ni obligatorios (por
ejemplo, no valerse de la facultad, eventualmente atribuida por una ley laica a
todos los individuos, de recurrir a las técnicas de procreación asistida),
equivaldría a «desafiar» la voluntad (obviamente perversa) del estado, que
—insinúa— buscaría inducir a todos a adoptar ese comportamiento.
Casi con un subentendido fraudulento: lo que no está prohibido es
obligatorio, o es como si lo fuera. En suma, la ética anti-laica busca imponer
prohibiciones jurídicas ahí donde una legislación orientada por la ética laica
abriría espacios de licitud, abanicos de oportunidades, grados de libertad,
confiando la elección responsable a la autonomía de cada uno.
Defender hoy la ética laica, significa reivindicar esferas de
licitud contra obligaciones, vínculos y, sobre todo, prohibiciones impuestos en
nombre de la lex naturae. En otra
ocasión, sugerí que se debería reconsiderar la figura de la «objeción de
conciencia», tradicionalmente invocada por movimientos confesionales y
justificada con motivos religiosos frente a vínculos puestos por leyes del
estado, por ejemplo, la obligación del servicio militar: hoy, la objeción de
conciencia también podría ser reivindicada como derecho laico, frente a ciertas
prohibiciones que derivan de una legislación inspirada, en todo o en parte, en
doctrinas religiosas.
Ejercido de maneras difusas y colectivas, este derecho laico
asumiría la figura de un derecho de resistencia moral contra la reconquista
religiosa (entiendo: eclesiástica o clerical) del espacio público.
NOTAS
1.- Laterza, Roma-Bari, 2006.
2.- Cf. Bobbio, Pro e contro un’etica laica (1983), ahora en íd.,
Elogio della mitezza e altri scritti morali, Nuova Pratiche Editrice, Milán,
1998, pp. 163-81. [Elogio de la templanza y otros escritos morales, Temas de
hoy, Madrid 1997, pp. 201-219.]
3. C.A. Viano, Laici in genocchio, op. cit., p. VII.
4.- Cf. A.O. Lovejoy; La grande catena dell’essere, Feltrinelli,
Milán, 1966 (ed. or. 1936).
5.- G. Pico della Mirandola, Oratio de hominis dignitate, editado
por E. Garin, Studio Tesi,
Pordenone 1994, pp. 5-6, cursivas mías.
6.- Cf. Bobbio, L’età dei diritti, Einaudi, Turín, 1997 (3.ª ed.),
pp. 55-61, 256-258.
7.- Kant, Fondazione della metafisica dei costumi, en íd., Scritti
morali, edición de P. Chiodi, Uter, Turín, 1970, p. 87. [Fundamentación de la
metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe, Col. Austral, Madrid, 7.ª ed.,
1981, p. 83.]
8.- Ibíd., p. 88. [Ibíd., p. 84.]
9.- Ibíd., p. 94. [Ibíd., p. 93].
10.- Kant, La metafisica dei costumi, Laterza, Roma-Bari, 1973,
pp. 333-334.
11.- Kant, Fondazione..., op. cit., pp. 88-89. [Fundamentación op.
cit., p. 85.]
12.- Ibíd., pp. 94, 93. [Ibíd., pp. 93, 92.]
13.- Kant, La metafisica, op. cit., p. 294.
14.- Cf. Giovanni Paolo II, Memoria e identità, Rizzoli, Milán,
2005.
15.- A partir de la encíclica Centesimus annus (1991), sobre la
cual véase el comentario de N. Bobbio, L’età dei diritti, op. cit., pp.
260-261.
16.- Véase más arriba, nota 6.
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Michelangelo Bovero es doctor en Filosofía por la Universidad de Turín,
Italia. Entre sus obras destacan: «Teoría de las élites y Hegel y el problema
político moderno» y «Una gramática de la democracia». En colaboración con Norberto
Bobbio ha publicado «Sociedad y Estado en la filosofía moderna» y «Origen y
fundamentos del poder político». Es compilador de las obras «Investigaciones
políticas, argumentos para el disenso», que aborda el tema de la política
militante en Italia, y «Teoría general de la política», en la que se agrupan
ensayos de Bobbio. Destaca su participación en el Comité Editorial de la
revista italiana «Teoría Política», y la coordinación del Seminario
Interinstitucional de Filosofía Política, con Salvatore Veca y Remo Bodei.
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