Se ha convertido ya en una virtual marea negra de intolerancia y exclusión a niveles que no se veían desde antes de la Segunda Guerra Mundial
Florece de este a oeste. El catálogo populista contemporáneo es prolífico: Duterte (Filipinas); Kaczynski (Polonia); Orban (Hungría); Salvini (Italia); Le Pen (Francia); Trump (EE UU); AMLO (México); Bolsonaro (Brasil) y —también es populista, pero de otro signo— Maduro. Y hay muchos más.
Ha empezado en Europa y suele responder a problemas reales: inseguridad, desempleo por los extranjeros, etc. Pero se ha convertido ya en virtual marea negra de intolerancia y exclusión en niveles que no se veían desde antes de la Segunda Guerra Mundial. Por sus planteamientos usualmente rebosantes de xenofobia, racismo, nacionalismo belicista, caudillismo e intolerancia, es variopinto, pero esencialmente de extrema derecha. Dentro de sus características esenciales destacan cuatro.
Primero: caudillismo, concentración de poder y desinstitucionalización. Líder que se sitúa —o busca hacerlo— por encima de y al margen de las instituciones, aspirando al control de todo y arrasando con el equilibrio de poderes en aras de la “eficacia”. En ello, la independencia de la justicia es una de las primeras cabezas sacrificadas para liberarse de controles incómodos y preservar la impunidad. Al tocar y agitar, eventualmente, fibras socialmente sensibles, transmite el mensaje de que ese(a) “alguien” tiene las cosas bajo su control.
Segundo: exacerbación de los sentimientos sociales identificando —simplista y arbitrariamente— “enemigos” y supuestas causas de problemas sociales a enfrentar. Y, a la vez, circulación mediática de panaceas y soluciones —usualmente radicales— también simplistas. Algunos ejemplos.
Le Pen: en la exacerbación de su discurso ante el temor ciudadano frente a la inmigración de personas de fe musulmana, su “medicina” es tan brutal como retrógrada: “erradicar el islam”. Textualmente lo ha repetido varias veces y gusta oírlo a mucha gente. Como si no hubiera cinco millones de musulmanes en Francia y como si los terroristas extremistas no fueran una ínfima minoría.
En Filipinas, desde hace tres años Duterte promueve públicamente —y casi a diario— las ejecuciones extrajudiciales de “sospechosos” desarmados y la “justicia por mano propia”. Analistas calculan que se habrían producido ya más de 20.000 ejecuciones extrajudiciales en su llamada “guerra contra las drogas”. Retirar a Filipinas de la Corte Penal Internacional es un “curarse en salud” buscando impunidad.
En el Brasil de Bolsonaro, el estancamiento de la economía hace que el discurso presidencial se concentre en el llamado a la justicia por mano propia y, acaso más sutilmente que Duterte, también en las ejecuciones extrajudiciales. Las cifras se están disparando. Ejemplo: 558 muertos por la policía, sólo en Río de Janeiro, en sus primeros cuatro meses de Gobierno.
Tercero: nacionalismo confrontativo a cualquier set de valores e instituciones internacionales o multilaterales. Todo en aras de un mundo sin reglas, desinstitucionalizado y que prevalezca la “ley” de lo que a cada cual crea convenirle. Tambalean los tratados y acuerdos internacionales y en la picota asuntos claves como —otra vez— los derechos humanos, el medioambiente o la paz internacional.
Cuarto: supresión y cercenamiento de las minorías y sus derechos. Se trate de extranjeros, minorías religiosas, comunicadores y periodistas o jueces independientes, se aspira a que todos sean barridos o arrinconados. Particularmente preocupante en su esencia antidemocrática y que lleva a ciertos líderes no necesariamente populistas a subirse a ese coche con actitudes o medidas desdichadas contra los inmigrantes venezolanos como las adoptadas recientemente en el Perú.
Escenario complejo, en fin, por las amenazas reales que plantea. Y reto para enfrentar, con métodos democráticos eficaces, los problemas reales de los que busca nutrirse este populismo en ascenso.