El legado de Norberto Bobbio
Por Michelangelo Bovero - Revista NEXOS - México, Mayo 2018.
Pues, ¿cómo? ¿Ya se acabó?
No, no me estoy refiriendo a esta magnífica
fiesta que tantos amigos me habéis regalado. La emoción que he sentido
en estos dos días no va a acabar, va a durar el tiempo que me resta. Me refiero más bien a otro periodo de tiempo
que, ése sí, está a punto de finalizar: el medio siglo de mi dedicación a
la enseñanza. Primero en el liceo, desde octubre de 1968; luego en la
academia. Siempre en Turín.
Hegel decía que una persona, al cabo de
cincuenta años, mirando hacia atrás a la trayectoria de su vida puede
percibir —¡nada menos!— el avance del mundo. Él no dudaba que el curso
del mundo fuera reconocible, siempre y objetivamente, como un avance, a
pesar de las frustraciones que los seres humanos padecemos por el
fracaso de nuestros deseos, ilusiones, aspiraciones subjetivas. Nosotros
tenemos muchas razones para ponerlo en duda. Pero, tal vez, habría que
ponderar bien el juicio, problematizarlo, matizarlo. Después de medio
siglo, en las últimas millas de un largo camino, al final del día de la
labor activa, resulta espontáneo para un viejo lector de Hegel volverse a
observar el mundo y su curso con los ojos del búho de Minerva. A la
pálida luz de Véspero, la estrella del atardecer.
Cuando empecé a actuar como (jovencísimo)
maestro, apenas había dejado el rol de alumno del liceo; pero ya había
hecho, pocos meses antes, mi primera gran experiencia política: la del
sesentayocho. Del cual celebramos este año, este mes precisamente, el
cincuenta aniversario. Hace un momento ¡hablábamos de ilusiones! Bueno:
ilusiones, sí, pero no sólo. Antes que nada, fue el primer movimiento
político y cultural global, planetario; más bien, yo prefiero decir:
(casi) universal. Múltiple, heterogéneo, incluso contradictorio,
ciertamente. Pero sí tenía una dirección fundamental, un alma unívoca:
el alma antiautoritaria, exacerbada y resuelta contra las disciplinas
impartidas por poderes burdos en todos los espacios de la vida social:
empezando por las estructuras universitarias y escolares, pero, más allá
de éstas, en los otros aparatos públicos y en la empresa privada, en el
Estado, la fábrica y la familia.
Más en general todavía, el alma del
sesentayocho era el rechazo de una forma de vida que percibíamos como
impuesta, la lucha contra su cáscara opresiva y represiva que nos
parecía sin sentido e intolerable. Queríamos sacudir el mundo. Quería
ser una revolución, y fue una rebeldía. ¿Fracasó? Sin duda, como
revolución, si es que de alguna forma, de algún modo o en algunos
lugares, “imaginamos” conquistar el poder. No fracasó como rebeldía. No
se quedó en la nada, igual que no había nacido de la nada. No era pura y
simplemente una rebeldía generacional, repentina e improvisada, porque
venía de más lejos, tenía raíces en los grandes y graves acontecimientos
de los primeros años de la posguerra: la revolución de Cuba y sus
consecuencias, la escalation militar
norteamericana en Vietnam, las luchas sociales y políticas en América
Latina y África, en Congo, en Argelia.
Las nuevas generaciones del mundo
tomamos la palabra, a gritos, encarando la represión del disenso. Claro
que los numerosos enemigos políticos no se rindieron; al contrario, lograron finalmente neutralizar la protesta. Pero el enemigo cultural,
el autoritarismo, fue desafiado y derrotado en su principio: después de
nosotros, la obediencia dejó de ser una virtud (como había dicho un
cura revolucionario italiano). El disenso, incluso radical, no sólo
conquistó su espacio como un fenómeno normal de la vida social, sino que
se mostró y demostró como la levadura de una entera forma de
convivencia, de civilización, de la vida pública y privada, personal y
política.
Ilustraciones: Alberto Caudillo
Pero, no: no habíamos entendido, reconocido,
que esta forma era —nada más, nada menos— la democracia, la
quintaesencia de la democracia en tanto que régimen del disenso antes
que del consenso. No habíamos entendido, comprendido la democracia. Al
revés, creíamos encarnarla, practicarla, más allá y en contra de la que
nos parecía, a tantos de nosotros en aquel entonces, una apariencia
engañosa, la “democracia formal” y sus reglas, ridiculizadas por muchos
como si fueran un simple disfraz del poder autoritario. No habíamos
entendido, aprendido, elaborado, asimilado el patrimonio de la cultura
política y jurídica que los milenios de la civilización occidental
habían dejado en herencia a nuestros padres, a la generación de Bobbio,
para permitirles fundar la democracia constitucional tras los horrores de la guerra civil, desbaratando las ruinas del fascismo.
No, no habíamos entendido. Pero no éramos
ignorantes, tampoco estúpidos. Sí habíamos comprendido en cambio, más o
menos claramente, que la revolución y la democracia son dos caminos no
sólo distintos sino divergentes e incompatibles. Con la revolución a
veces se puede instaurar la democracia, pero también y más fácilmente
destruirla; mas sobre todo, con la democracia no se puede hacer ninguna
revolución. Creo que valdría la pena remontarnos a nuestras antiguas
convicciones, volver a pensarlas, a reflexionar crítica y
autocríticamente, revirtiendo el punto de vista desde el que entonces
considerábamos el problema: en aquel tiempo, desde la perspectiva de la
revolución; ahora, de la democracia.
Los estudiantes y los jóvenes estudiosos
“sesentayocheros” nos hicimos marxistas, en una amplia mayoría. Pero una
mayoría dispersa y fragmentada en una miríada de minorías de varios
colores, políticos y culturales. Algunos nos inclinábamos hacia un
marxismo “tercermundista”; otros, rígidamente leninista; otros más,
pasionalmente maoístas. Algunos se reconocieron en una interpretación
del marxismo como una pretendida superciencia, a veces muy doctrinaria y
dogmática; otros, por vocación filosófica, nos presentábamos como
hegelomarxistas (tal vez fuimos marxistas o filomarxistas en tanto que
hegelianos). Eran resultados precarios y provisionales de un proceso de
formación apretado y excitado, forjado al calor de los eventos. Y fueron
puntos de partida para varios caminos de transformación y maduración de
nuestras identidades.
Sobre el sesentayocho se derramaron después, y
siguen derramándose, mil acritudes. Inmerecidas, distorsionadoras. No
es cierto que consecuencia necesaria y fatal del sesentayocho haya sido
la fase histórica del terrorismo interno (de las BR en Italia y de la
RAF en Alemania), de los enfrentamientos violentos, de las matanzas
fascistas, de los homicidios políticos como el asesinato de Aldo Moro
(en 1978): los que en Italia se conocen como “los años de plomo”.
Algunos de estos fenómenos sí han tenido raíces en el sesentayocho, pero
no han sido generados por él: tenían un
código genético diferente. El sesentayocho generó en cambio, o bien
impulsó, procesos de reivindicación y emancipación social, los cuales a
su vez suscitaron —como siempre, como en cualquier tiempo de la historia
y en cualquier región del mundo— respuestas reaccionarias.
Del clima de los “años de plomo” formó parte
también un componente precoz del terrorismo internacional, todavía ajeno
de identificaciones religiosas: basta mencionar la organización
palestina “Septiembre negro” y su atentado en las olimpiadas de 1972.
Pero si abrimos la mirada al globo encontramos las manifestaciones más
horribles de aquella etapa: el nacimiento o la consolidación de
dictaduras militares, de Grecia a Brasil, de Argentina a Chile; el
empeoramiento esclerótico de las dictaduras de partido en el universo
soviético, a partir de la represión de la primavera de Praga.
Luego, volvió a parecer que un viento nuevo
soplaba sobre el mundo entero. La salida de los años de plomo comenzó a
caminar en distintas direcciones, ambiguamente. Por un lado, empezó la
época de la (que a posteriori fue
llamada la) “tercera ola” de transiciones a la democracia, a partir del
agotamiento de los vetero-fascismos sobrevividos a sí mismos en Portugal
y España, el restablecimiento de instituciones representativas en
muchos países oprimidos por dictaduras en América Latina, y finalmente
la quiebra del imperio autocrático en Europa Oriental. En la misma
dirección se encaminaron, en varias regiones del mundo, los movimientos
para instaurar o restaurar o fortalecer el Estado constitucional; para
impulsar el reconocimiento y promover la efectividad de los derechos
fundamentales; para devolverle, o bien otorgarle, finalmente, dignidad y
seriedad a las reglas del juego político, comenzando por las reglas del
juego electoral, primera columna de la democracia de los modernos.
Por otro lado, y en el mismo periodo —sobre
todo en otros países, los de la “primera o segunda ola”, pero no sólo en
ellos—, los años de plomo fueron reemplazados por los del llamado
“reflujo”, el desquite de lo privado sobre lo político, la revancha de
los microegoísmos cotidianos sobre las pasiones colectivas. Fue el
paulatino pero inexorable triunfo del principio de publicidad en el
sentido antikantiano: ya no el principio de transparencia, del gobierno
público en público, del uso crítico y manifiesto de la razón, sino la
penetración en la cultura difusa, en las neuronas de todos los cerebros,
del lenguaje y de la lógica de los comerciales. Era un viento tibio,
tonto, debilitante que envolvió toda sociedad en una atmósfera
homogénea, o como se decía entonces “homologada”: en un cabaret
televisivo italiano a esto se le llamó el “hedonismo reaganiano”. En
efecto, a finales de los setenta y a inicios de los ochenta había
llegado al poder en el centro del primer mundo, antes en Inglaterra e
inmediatamente después en Estados Unidos, una orientación política
sustentada por una corriente cultural que habría logrado difundir la
ideología de la muerte de las ideologías.
Era en realidad, ésta, solamente la cara
negativa (en sentido lógico) de la ideología destinada en un tiempo
relativamente breve a volverse dominante, a imponerse como “el
pensamiento único”: el neoliberalismo. Así, mientras que Bobbio escribía
El futuro de la democracia y La época de los derechos,
ya había comenzado la larga marcha de los enemigos de la democracia y
de los derechos. Él, Bobbio, nos había avisado: el neoliberalismo es
“una amenaza grave”, decía ¡en 1981! Pero no podía imaginar qué tan
serio se habría vuelto el peligro. Tampoco nosotros, sus lectores y
alumnos, lo percibimos.
Al contrario. La historia pareció mandarnos
una señal inesperada y fortísima que se había encaminado —ella misma, la
historia— en el buen sentido, hacia el triunfo de la democracia y de
los derechos. La caída del Muro de Berlín nos sorprendió cuando
estábamos celebrando el segundo centenario de la revolución francesa.
Seguimos con trepidación los efectos de la nueva ola sísmica, hasta la
quiebra del imperio soviético y, en fin, la defunción del socialismo
real. Algunos, aunque con muchas vacilaciones, escribimos que tal vez se
estaba abriendo la oportunidad de instaurar una democracia mejor, no
solamente en el Este sino también en el Occidente. Las decepciones
llegaron muy pronto.
Las ruinas del Muro dejaron pasar, no sólo y no
tanto, los vientos favorables a la libertad, sino los contrarios a la
igualdad, en todos los sentidos. Ahora la democracia está sola, escribió
Bobbio, sin la competencia de un ideal alternativo como pretendía ser
el comunismo: ¿será capaz, la democracia, de satisfacer las demandas de
justicia que el socialismo real dejó frustradas? Esto preguntaba Bobbio.
Pero no, la democracia no estaba sola. Había dejado crecer a su
interior otro enemigo que se volvería fatal, y que podemos nombrar con
una fórmula kantiana: la “libertad salvaje” de los neoliberales, del
capitalismo financiero global, de sus instituciones transnacionales y de
sus partidarios en los poderes estatales. Un enemigo tan peligroso como
para hacernos temer que la democracia ya no sería capaz de defender ni
la justicia, ni a sí misma. También, y tal vez sobre todo, porque la
libertad salvaje no ha encontrado una verdadera y eficaz oposición: ya
desde los ochenta, con formas y ritmos diversos, todos los partidos
tradicionales de izquierda se deslizaron fatalmente hacia la derecha,
persiguiendo políticas de privatización y “liberalización”.
Desde los primeros años noventa el mundo no ha
avanzado hacia formas de vida mejores y más justas, como esperábamos,
sino que se abrió paulatina y sigilosamente el camino hacia la
precarización de la existencia de la gente común, mientras que la
corrupción inundaba los pisos altos de la sociedad y del Estado, y la
locura más tragicómica y grotesca empezaba a subir a la escena política.
Guía y faro del mundo, en esto, Italia: después de “manos limpias”,
enseguida la kakistocracia.
Pero, quizá justamente por eso, es decir
porque nos topamos con estos procesos de degeneración, no nos dimos
cuenta lo suficiente que era necesario pararnos a reflexionar crítica y
profundamente sobre la “utopía puesta al revés”. El experimento del
comunismo histórico, a pesar de toda su carga de horrores, en el origen
había sido el intento espectacular de hacer descender el cielo en la
tierra, de resolver el enigma de la historia. ¿Por qué la utopía se
volvió distopía, en vez de corregirse y adaptarse a la bruta materia del
mundo? No me parece que la cultura haya discutido con suficiente
atención y tensión sobre el problema.
Ahora que se perfila un nuevo regreso a Marx, tal vez con el riesgo de
repetir errores de mala comprensión, habría que volver a considerar las
tantas facetas de la tragedia del comunismo en el siglo XX, un verdadero
enigma de la historia al cuadrado.
El inicio del siglo XXI ha vuelto a poner el
terror y la guerra en el primer plano de la escena mundial y, en
consecuencia, ha inducido una extendida y agudizada percepción de
inseguridad en la vida de las personas comunes, luego sumamente agravada
por la gran crisis económica y social que ha golpeado al globo entero.
Los tantos fenómenos y movimientos de protesta que se han despertado en
estos años —No Global, Occupy,
Indignados, etcétera— no han logrado ni parar, ni tampoco revertir la
marcha de los procesos de degeneración.
En Europa y en Estados Unidos el
descontento social y la desconfianza política se han concentrado sobre
todo en las nuevas víctimas de la globalización, las clases medio-bajas
relativamente (o incluso absolutamente) empobrecidas: déjà vu,
escenario ya visto, hace un siglo. Con muchas diferencias, por
supuesto. Indico una: allí donde no existen oportunidades, salidas a la
izquierda que parezcan viables, la protesta se encauza masivamente por
canales de derecha, viejos o nuevos. Por un lado, renovando figuras y
estrategias bien conocidas y bien olvidadas, como el nacionalismo y la
invención de un enemigo, social y/o político, esta vez los migrantes
(más) pobres. Por el otro, buscando formas inéditas, a través de la red,
de identificación colectiva; sin lograrlo, si no con muchas
ambigüedades. Queda como fondo común, y a menudo se hace patente, la
arrogancia de la ignorancia. Los llamamos populismos. En Europa, en el
año electoral 2017, circulaba el miedo de que esta ola de protesta
derechista llegara al poder, poniendo en riesgo los equilibrios básicos
de los sistemas políticos e incluso del orden mundial. No aconteció.
Había sucedido pocos meses antes en Estados Unidos, con la elección de
Trump: la kakistocracia en un solo individuo. Pero tal vez esto es lo
que está pasando en Italia, justo en estos días. El laboratorio de
Frankenstein sigue activo.
Sin embargo, con todo, hasta ahora hemos
resistido a través de todas las vicisitudes de este medio siglo. Las
arquitecturas de la convivencia que nuestros padres habían construido,
la constitución, la democracia, aunque dañadas y a menudo desfiguradas
por tantos innobles personajes públicos, siguen en pie. Hasta ahora.
Bajo los arquitrabes y resguardados por los muros maestros hemos
encontrado espacios para nuestras vidas, amparo en nuestras amistades y
amores, hemos tratado de ayudarnos y sostenernos. Los que nos dedicamos
al estudio y la enseñanza seguimos nutriéndonos con seriedad del inmenso
patrimonio de la cultura. En Turín, con particular atención a los
clásicos, a partir de los griegos.
Bobbio citaba a menudo y con gusto un
pasaje de Maquiavelo: “Los hombres prudentes suelen decir, y quizá no
sin motivo, que quien quiera ver lo que será, considere lo que ha sido,
porque todas las cosas del mundo tienen siempre su correspondencia en
sus tiempos pasados. Esto sucede porque, siendo obra de los hombres que
tienen y tendrán siempre las mismas pasiones, conviene necesariamente
que produzcan los mismos efectos”. Y comentaba que, justamente por eso,
Maquiavelo “leía a Tito Livio para extraer, como escribe en el Proemio,
‘aquella utilidad por la que debe buscarse el conocimiento de la
historia’”. Proseguía Bobbio: “Algunos siglos después, y por las mismas
razones, Gramsci leía a Maquiavelo, y nosotros y nuestros descendientes
leeremos a Gramsci, a Maquiavelo y a Tito Livio”. Agrego yo: siempre por
las mismas razones, nosotros seguiremos leyendo a Bobbio y, a través de
él y con su ayuda, a todos los autores que plasmaron nuestra cultura.
También para defender las arquitecturas de la convivencia que nos han
protegido.
Un día —al inicio de ese medio siglo al que me
he referido, yo tenía entonces poco más que veinte años—, encaminándose
hacia nuestra aula para dar clase, Bobbio me dijo: “Acuérdate, nosotros
tenemos el deber de transmitir el conocimiento”. Este es el legado que
Bobbio me dejó. No sé si he cumplido. Pero mi labor de profesor está a
punto de finalizar. Ahora este legado se lo transmito a ustedes, sobre
todo a los más jóvenes. Custódienlo. Manténganse fieles.
Los abrazo a todos.
México, 17 de mayo de 2018
Michelangelo Bovero
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