La vuelta del caudillo
CIUDAD
DE MÉXICO — El líder recorre el país. La gente se vuelca a su paso con
delirio y devoción. Unos le besan la mano, otros lo abrazan con
lágrimas, todos lo vitorean. Hay un éxtasis colectivo. Una genuina
comunión. El líder representa la esperanza, la redención. “Nosotros
sentíamos que no éramos nadie, que no teníamos valor, que no
importábamos. Eso fue lo que nos dio”, dice una mujer humilde en la
novela Patria o muerte de Alberto Barrera Tyszka. Ante la
multitud, el Comandante declara: “Amor con amor se paga”, hermosa frase
que José Martí acuñó para otro contexto, pero que recoge el sentimiento
irresistible entre el caudillo y el pueblo. Por eso Hugo Chávez, el
fallecido presidente de Venezuela, pudo exclamar al final de su vida: “Ya tú no eres Chávez, tú eres un pueblo”.
La
escena no es privativa de Chávez. Con variantes, en América Latina este
hechizo mutuo caracterizó el liderazgo carismático de Eva y Juan
Domingo Perón, el de Fidel Castro, en un principio el de los
sandinistas, en menor medida el de Evo Morales, Correa, los Kirchner. Y
es también muy visible en el ascenso de Andrés Manuel López Obrador.
Asistimos
al renacimiento del caudillismo bajo una faceta muy distinta a la del
siglo XIX. Aquellos personajes novelescos, terribles y atractivos, eran
poderosos sobre todo por su carisma personal y su uso de la fuerza. Los
caudillos modernos son caudillos populistas. Encabezan vastos
movimientos sociales, pero ya no llegan al poder por la vía de las armas
(como Castro o los sandinistas). Llegan por vías democráticas, pero no
representan un cambio de gobierno, sino de régimen. Buscan instaurar un
nuevo orden de justicia, refundar el Estado, abrir una nueva era
histórica ligada a su nombre, pero lo hacen con daño severo, a veces
definitivo, a las costumbres, instituciones, leyes y libertades propias
de la democracia, a la que deben su ascenso.
En un libro de aparición reciente titulado El pueblo soy yo
me propuse esclarecer las raíces históricas (digamos que el ADN) del
caudillismo populista. Su proliferación parte de agravios de toda
índole, reales y dolorosos: la desigualdad, la pobreza, la marginación,
la impunidad, la inseguridad y, desde luego, la corrupción de los
partidos políticos. A estas explicaciones he querido aunar otra, de
índole cultural, que discurrió hace más de medio siglo el historiador
estadounidense Richard M. Morse (1922-2001) en su libro El espejo de Próspero.
El
derrumbe del edificio imperial español, a principios del siglo XIX,
dejó un vacío de legitimidad. Lograda la Independencia, el poder central
se disgregó regionalmente y se fortalecieron los caudillos surgidos en
las guerras de independencia. Aquel espectáculo —según Morse— era la
impronta de Maquiavelo, no leído, sino reencarnado en caudillos como
José Antonio Páez en Venezuela, Facundo Quiroga en Argentina o Antonio
López de Santa Anna en México. Morse escribe: “Casi en cada página de
sus Discursos y aun de El príncipe, Maquiavelo da
consejos que parecen extraídos de la trayectoria de los caudillos
americanos”; la presencia física, el valor personal, el conocimiento de
montañas y llanos, ríos y pantanos.
Pero
la legitimidad carismática pura no se sostenía. El propio Maquiavelo
—aducía Morse— reconoce la necesidad de que el príncipe se rija por
“leyes que proporcionen seguridad para todo su pueblo”, lo cual implicó
en casi toda la América hispana la adopción, al menos formal, de una
nueva legitimidad, inspirada en las constituciones francesa, española y
estadounidense. El resultado fue un híbrido. Bajo la delgada superficie
de nuestras repúblicas democráticas y federales lo que predominó fue la
convergencia de los caudillos con la tradición del Estado que dominó la
América hispana por tres siglos. En una palabra, las ideas de Locke
sobre el individualismo liberal, los derechos cívicos y la tolerancia
eran ajenas a un continente regido por la doctrina política neotomista
española, representada sobre todo por el teólogo jesuita Francisco
Suárez (1548-1617).
La
tradición escolástica —explica Morse— ha sido siempre el sustrato más
profundo de la cultura política en América Latina. Se caracteriza por un
concepto paternal de la política, y por la idea del Estado cristiano,
construido como una arquitectura orgánica, un “cuerpo místico” cuya
cabeza es la de un padre que provee el bien común, ejecuta, legisla y
juzga. El pueblo —dato crucial— no solo está dispuesto a delegar el
poder, sino a enajenar por entero al monarca. En la clásica
terminología de Max Weber —que Morse aprovechó años más tarde— este tipo
de dominación legítima corresponde puntualmente a la tipología
patrimonialista. “Hoy día es casi tan cierto como en tiempos coloniales
que en Latinoamérica […] el grueso de la sociedad está compuesta de
partes que se relacionan a través de un centro patrimonial y no
directamente entre sí. El gobierno nacional no funciona como árbitro de
grupos de presión, sino como fuente de energía, coordinación y
dirigencia para los gremios, sindicatos, entidades corporativas,
instituciones, estratos sociales y regiones geográficas”, escribió Morse
en 1987.
Varios
casos avalan esta interpretación de la cultura política iberoamericana
del siglo XIX: el último Simón Bolívar (el de la presidencia vitalicia),
la república aristocrática de Diego Portales en Chile, el propio
dictador Juan Manuel de Rosas en Argentina, Porfirio Díaz en México.
Entre 1929 y 2000, México fue el ejemplo más acabado (y exitoso) de
caudillismo patrimonialista. El país que adoró a los caudillos Villa y
Zapata terminó volviendo, en muchos sentidos, a Nueva España, con un
monarca en la silla presidencial cada seis años. Por eso Octavio Paz me
advirtió una vez, con resignación, sobre la fragilidad de nuestras
esperanzas democráticas y republicanas: “Convénzase, usted, México nunca
se consolará de no haber sido una monarquía”. Se refería a la herencia
viva de la monarquía absoluta, tanto de los Habsburgo como de los
Borbones.
En
los años cuarenta, apareció una variante en Argentina: el caudillismo
populista. Con la irrupción de la radio, que Perón descubrió como
agregado militar de Argentina en la Italia de su admirado Mussolini, el
caudillismo patrimonialista adquirió su moderna impronta populista
mediante el uso de la comunicación masiva para azuzar a las masas contra
el enemigo interno o externo, polarizar a la sociedad, decretar la
verdad única, reescribir la historia. Castro llevó a extremos ese
paradigma. Acaso su dilatado dominio (que sobrevivió a su muerte y llega hasta nuestros días)
deba tanto al legado hispano y caudillista como al Estado totalitario
de inspiración soviética. Hugo Chávez fue un peronista cruzado de
castrismo. Nicolás Maduro,
su heredero, ya no pertenece a esta clasificación porque carece de
legitimidad. Es el tirano típico de la historia latinoamericana, con una
novedad: induce deliberadamente el hambre, la miseria y el exilio del pueblo.
Con
todo, a lo largo de estos dos siglos, nunca pareció imposible la
construcción democrática de América Latina. En los intersticios de las
legitimidades carismáticas y monárquicas, varias figuras del siglo XIX
buscaron cimentar una política moderna y liberal: Rivadavia, Sarmiento y
Alberdi en Argentina; Balmaceda y Bello en Chile; la generación de la
Reforma en México. Y tampoco faltaron en el siglo XX pensadores y
periodistas que intentaron consolidar la democracia liberal. Países como
Chile, Uruguay, Argentina (hasta 1931), Costa Rica y aun Colombia
construyeron, no sin sobresaltos, una sólida continuidad republicana. La
propia Venezuela lo logró por cuarenta años. De hecho, a fin del siglo
XX, la mayoría de los países parecía adoptar ese modelo. Hasta México
llegó a su cita con la historia: desde el año 2000 es una democracia
liberal.
Quizá
no por mucho tiempo. Asistimos ahora a un nuevo ciclo, tal vez
decisivo, del caudillismo populista. El carisma personal de López
Obrador alcanza tonos mesiánicos, no solo en la gente que se le acerca
como a un rey taumaturgo que cura y salva, sino en él mismo, que ha
dicho: “El corazón de Jesús está conmigo”. Este aliento redentor, aunado
a una oferta que recuerda al antiguo patrimonialismo del PRI,
instaurará, con toda probabilidad, un régimen que —al margen de sus
éxitos o fracasos en el ámbito económico y social— buscará ser la “la
fuente de energía” y “el centro patrimonial”. En consecuencia, comenzará
por dominar al Congreso para de allí modificar la Constitución, alterar
a su favor la naturaleza del Poder Judicial, limitar o anular la
autonomía de instituciones clave (financieras, electorales, de
transparencia, de competitividad) y acotar la libertad de expresión. No
está claro si las instituciones y las voces de la libertad resistirán el
embate.
Estados
Unidos nunca ha ayudado al desarrollo de las democracias en México y
América Latina; más bien las ha obstaculizado al apoyar tiranías
oprobiosas. Pero alguna vez fue un faro al que los demócratas y
liberales del continente podían voltear. No más. Ahora nuestro vecino
del norte ha contraído un mal específicamente nuestro: hay un caudillo
populista en la Casa Blanca. Así de poderoso es el paradigma.
Enrique Krauze es historiador mexicano, editor de la revista
Letras Libres y autor de, entre otros libros, "Redentores: Ideas y poder
en América Latina". Es también colaborador regular de The New York
Times en Español.