De Aristóteles a Trump; por Fernando Mires
PRODAVINCI
Aristóteles era escéptico con respecto a la posibilidad de que la
democracia pudiera ser la forma de gobierno más apropiada para regir los
destinos de la polis. Para el filósofo la forma ideal de gobierno era la república, entendiendo por ella un Estado sometido al imperio de la ley.
La democracia —deducimos de la lectura del capítulo lV de La Política— puede
llegar a ser una forma adecuada de gobierno si se mantienen los
principios del ideal republicano, vale decir, la hegemonía de la ley por
sobre los intereses de grupos particulares. Posibilidad remota, pensó
Aristóteles.
Los problemas para la democracia provienen, según Aristóteles, de dos
vertientes. La primera, de la mayoría. Al estar el pueblo formado por
muchos, sus intereses no son homogéneos sino diferentes e incluso
contrapuestos. Hecho que conspira contra toda forma de gobernabilidad.
La segunda reside en el hecho de que las aspiraciones de los muchos
son de índole económico, y la economía para los griegos era una
actividad no solo diferente sino antagónica a la política. Los políticos
de la polis debían ser hombres liberados de los intereses y pasiones que provienen de la ausencia de bienes.
Para decirlo en términos modernos: Aristóteles sentía temor frente a
la sociedad de masas. Muchos siglos después ese temor sería compartido
por diferentes pensadores. Desde el aristocratismo intelectual de
Nietzsche, el republicanismo de Ortega y Gasset, el psicoanálisis de
Freud, la sociedad de masas nunca contó con las simpatías de los grandes
filósofos de la modernidad temprana.
Hannah Arendt iría más lejos: siguiendo el dictamen aristotélico se
pronunció a favor de la sociedad de clases en contra de la sociedad de
masas (El Origen del Totalitarismo). Según Arendt, las clases
daban forma contractual a la sociedad mientras las masas la
desorganizaban en una no-sociedad a la que Emile Durkheim denominaría
con el concepto de anomia, hoy usado como sinónimo de desintegración social.
Para Arendt el fin de las clases no llevaba a la igualdad social sino
a la desaparición de la sociedad. Por lo mismo constituía la condición
apropiada para el ascenso de los demagogos y sus consecuentes dictaduras
apoyadas por las grandes masas. La —decía Aristóteles— lleva a la
demagogia y la demagogia a la tiranía.
¿Es entonces la democracia una forma de gobierno destinada a
destruirse a sí misma? En el caso ateniense, al menos, lo fue. Los
temores de Aristóteles fueron cumplidos. La luz de la democracia griega
permaneció apagada durante siglos. Bárbaros y demagogos unidos
comenzaron a reinar en medio de la oscuridad de la no-política.
Pero Hannah Arendt pensó ese tema en una dirección diferente a
Aristóteles. El problema no lo vio en la democracia en cuanto tal sino
en los ideales de los griegos. En efecto, si uno lee con atención a
Aristóteles, podrá comprobar que todos sus pensamientos apuntaban hacia
la búsqueda de la armonía. Esa armonía, según Arendt, no puede ser
encontrada en la política (¿Qué es Política?) Para eso están
las religiones, el arte, el amor. La democracia —así creo interpretar a
Arendt— solo existe como lucha por la democracia, incluyendo la lucha en
contra de demagogos y tiranos, cuenten o no con el apoyo de la mayoría.
Podríamos también decirlo de otro modo: los antagonismos son la fuerza
energética que impide a la democracia derrumbarse sobre sí misma.
Cuando Donald Trump fue elegido presidente de los EE. UU. supimos
otra vez más que una mayoría democrática había parido a un gran
demagogo. Pero también supimos que muchos ciudadanos han comenzado a
alinear fuerzas para cerrar su avance. Eso es precisamente la
democracia: un campo de lucha. Nunca el lugar de la armonía. La
democracia es, para decirlo con Chantal Mouffe, una realidad agónica (On the Political).
Allí, como en otros espacios, incluyendo los personales, tiene lugar en
ella una lucha entre el principio de la muerte y el de la vida.
A diferencia de Aristóteles, hoy sabemos que las leyes no han sido
hechas para impedir sino para proteger la lucha entre contrarios. Eso
significa que la democracia no está al final de la lucha sino en la
lucha misma. Y esa lucha no tiene final.