La yihad no termina con una paz entre israelíes y palestinos
Existe una opinión muy difundida alrededor del globo que
consiste en señalar que si el conflicto israelí-palestino
terminara mañana, el leitmotiv de la yihad, la
guerra santa contra “los pérfidos judíos”, siempre presente
en el islam radical, perdería su tono para eventualmente
convertirse en un susurro. Esta creencia supone que si los
israelíes y palestinos firman la paz, tanto árabes como
musulmanes en general no tardarán en verse forzados, dadas
las circunstancias, a resignarse a convivir con un Estado
judío como vecino. No obstante, si bien esta hipótesis se
justifica con algunos argumentos, vistas las cosas
en perspectiva, la misma resulta poco realista – y hasta
algo ilusoria también.
Recientemente el rey Abdalá
II de Jordania suscribió en público a esta idea. El
monarca hachemita se dirigió al parlamento europeo, y
advirtió que el conflicto entre israelíes y palestinos sirve
como un grito de guerra para los yihadistas. Si bien admitió
que la lucha contra el extremismo es una tarea que pesa
sobre las naciones musulmanas, al final aseveró que el
problema de raíz yacía en el fracaso de la comunidad
internacional para defender los derechos palestinos. “Este
fracaso – dijo – envía un mensaje peligroso”.
Abdalá no es la primera ni será la última personalidad en
dar cabida a esta noción. No hace falta ser un experto para
percatarse que “judíos
descendientes de cerdos y monos” y otros clichés del
antisemitismo clásico son piezas inamovibles de la retórica
de quienes apelan a la guerra santa islámica como vehículo
hacia la rectitud y corrección de todos los males. En
defensa de la hipótesis, tiene sentido contar con que una
vez erguido un Estado palestino, viviendo en paz con
Israel, los yihadistas e islamistas de corte belicista
pierdan legitimidad a la hora de levantar el espíritu de
las masas. Este feliz escenario se vería
potenciado por el hecho de que bajo los auspicios de Arabia
Saudita, la Liga Árabe le ofreció a Israel en 2002 el pleno
reconocimiento diplomático de sus miembros (menos Siria),
siempre y cuando este acordara una solución definitiva al
problema palestino. El impacto sería trascendental.
Alcanzada una paz avalada por los países árabes, los
yihadistas, al menos en teoría, verían su legitimidad
disminuida, y pasarían a representar la posición errática de
grupos transnacionales, y no así aquella de los Estados
musulmanes propiamente establecidos.
Sin embargo, esta línea de análisis presenta un problema
elemental. Pone todo el peso por el fracaso de las
negociaciones sobre Israel, perdiendo de vista que la
primicia del conflicto no es enteramente territorial, pues
también es religiosa; especialmente desde el punto de vista
del yihadista convencional. Gracias a la irrupción en escena
del Estado Islámico (ISIS), esta realidad nunca estuvo tan
manifiesta como ahora. Si hay algo que los yihadistas en
Mesopotamia demuestran es que Israel, independientemente de
cuanta saliva sea gastada para despotricar en su contra, no
es la única fuente que incita al terrorismo islámico. Lejos
de eso, la guerra del ISIS y sus grupos afiliados
se libra contra
la cultura misma, contra el legado de la Antigüedad,
contra los ritos y costumbres locales, contra quienes no
tienen la suficiente virtud religiosa, y contra quienes
abrazan las formas modernas y reniegan del dogma.
Comparando el islamismo en sus ramas más extremas con los
totalitarismos del siglo pasado, varios autores emplearon,
no sin controversia, neologismos como “islamofacismo” o
“islamoleninismo” para ponderar las similitudes entre todas
estas fórmulas. La comparación se basa en la identificación
de una mentalidad semejante, que se opone a lo “mecánico y
artificial” de la sociedad industrial, clasista y liberal,
para elevar el ideal de un sociedad “orgánica”, romántica,
unida por el pasado, y apegada a una causa nacional – o en
este caso religiosa. Identificando dicho patrón común, Ian
Buruma y Avishai Margalit hablan de “occidentalismo”,
lo que en esencia es el sentimiento antioccidental. Así como
lo marcan los autores, el occidentalismo religioso tiene un
agravante en relación a otros proyectos totalitarios, y es
que “tiende a proyectarse, mucho más que cualquiera de sus
variantes seculares, en términos maniqueos, como una guerra
santa que se libra contra la idea de un mal absoluto”.
Lo importante a destacar aquí es que para el antioccidental
los problemas suelen comenzar con los judíos, pero nunca
terminan con ellos. Al caso, el nazismo veía a los judíos
tanto como representantes del capitalismo como del
comunismo, pero además de plantear su destrucción física, la
locura hitleriana emprendía una campaña que englobaba la
destrucción inexorable de tales sistemas. En tanto estos
existieran, siempre habría judíos envueltos en tinieblas
confabulando contra el Reich.
Dejando de lado las
distancias, con el extremismo islámico sucede algo muy
similar.
Todo quien haya visitado Israel se percatará que el país
constituye un apéndice de Occidente en Medio Oriente. Con
una economía de mercado pujante, un sistema democrático y
liberal, el contraste con sus vecinos árabes es tajante.
Siendo estas sus características, para un yihadista Israel
no solo es una calamidad de la peor índole por ser una
entidad soberana judía, sino que además el país representa
todos los valores que este se ha cometido a destruir. Para
el islamista, Israel, además de ser un Estado que ha
usurpado tierra islámica, es de lo más abyecto porque
corrompe a los musulmanes con los supuestos valores
frívolos y artificiales de la sociedad moderna, apegados
con Occidente.
Dar por entendido que el fenómeno del yihadismo dejará de
existir luego de que israelíes y palestinos convengan una
solución pacífica a sus disputas suena razonable, siempre y
cuando se crea que la matriz del conflicto es territorial.
Existen por supuesto controversias de esta índole, y que de
acuerdo a lo pautado históricamente con mediación
estadounidense, esperan ser resueltas mediante intercambios
de tierras, a modo de acomodar a las partes involucradas.
Pero eso no es todo, porque el conflicto esconde una
importante faceta religiosa, ciertamente más intangible y
difícil de apreciar que la cuestión territorial, mas no por
eso menos importante. En este sentido, la tan ansiada paz
para unos se convierte en la tan odiada traición para otros.
El yihadismo no finalizará con una paz entre
israelíes y palestinos.
Quienes por el lado
palestino hayan cedido al compromiso se convertirán
inmediatamente en blancos antes que los propios israelíes.
Análogamente, Estados Unidos y Europa no estarán más seguros
frente al terrorismo islámico, porque al final de cuentas la
campaña de los yihadistas va conducida contra Occidente en
su conjunto, sin importar lo que este haga o deje de hacer.
Siempre hay que tener presente que en sus fantasías
utópicas, el ISIS busca impartir un califato a escala
global, y no se contentará con retener soberanía en Medio
Oriente.
Los yihadistas no serán apaciguados una vez solucionado el
conflicto israelí-palestino. A estas alturas ha quedo en
claro que las primeras víctimas del extremismo religioso son
los propios musulmanes, y luego, sin falta, los
occidentales.
Así como lo dijo el rey jordano, la lucha contra el
extremismo debe pesar sobre las naciones musulmanas. Sin
embargo, poner a Israel como condicionante o
catalizador de la insurgencia islámica, además de no ser
preciso, resulta malicioso en aras de comprender la
verdad. Es desconocer el odio a todo Occidente, a
sus valores y libertades, inherente en la mentalidad
fundamentalista islámica.