BLOG: “La Iguana del Ojete” de
José Joaquín Blanco
BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO
DOS LIBROS SOBRE BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO
1. GUILLERMO
TURNER Y LAS CRÓNICAS DE SOLDADOS
Por José Joaquín Blanco
(Leído
en el Museo Nacional de Antropología el 14 de mayo de 2014)
En uno de los ensayos de Los soldados de la conquista: Herencias culturales (El Tucán de
Virginia-INAH, 2013), Guillermo Turner se ocupa de una especie de arqueología
del texto, de arqueología de la crónica, para descubrir diversos fragmentos o
apartados de la Historia verdadera de la
conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo que resultarían
independientes, paralelos e incluso previos al texto que conocemos, como
ciertos listados y enumeraciones que pudieron obedecer a otros fines, como el
de informar o testificar de los méritos y los trabajos de los soldados.
Al estudio histórico Turner
añade un análisis filológico, sintáctico e incluso estilístico. Así nos
asomamos un poco al largo taller de cronista improvisado del misterioso Bernal
Díaz, y a algunos de sus recursos de composición, incluso se diría a algunas de
las tretas de su asombrosa memoria, y vemos acentuarse ciertas fibras de la
oralidad de su historia tan admirable como enigmática. Un atisbo a la historia
de la composición de su historia, con la filología y la estilística como
ciencias auxiliares.
Las crónicas
de soldados de la conquista no se estudian en este libro exclusivamente como
testimonios de las guerras sino como una intrahistoria de la mentalidad de los
conquistadores, especialmente de quienes alcanzaron a escribir sus recuerdos y
de aquellos otros que son recordados o citados con mayor detenimiento. Un poco
la historia de su escritura, de su habla y hasta de su memoria: cómo
recordaban, como hablaban, como se representaban por escrito las peripecias
vividas. Qué peso y qué valor daban a cada una de sus acciones, incluso a las
que ulteriormente parecieran triviales. Celebro que se valoren así, en
profundidad, en exactitud, no sólo las hazañas guerreras, sino la hazaña no
menor en varios de ellos: la de representarse voluntariamente en su memoria los
grandes acontecimientos al paso de los años, en su habla y finalmente en un
texto: el asombroso mundo que les tocó vivir y protagonizar. Porque algunas de
las mayores hazañas de los soldados y frailes fueron precisamente escribir tan
ricos y vívidos testimonios y narraciones de sus experiencias. No es pues
extraño que Bernal, cuyas hazañas como soldado son ignoradas en crónicas
ajenas, resulte ulteriormente uno de los cuatro o cinco más famosos
conquistadores de México. Conquistó con la pluma, una pluma-lengua, una
escritura de gran oralidad.
En otros
momentos de este minucioso y original estudio, nos asomamos también a los
sentimientos de los soldados, especialmente a los que tenían que ver con el
asombro, el miedo, el espanto, el pavor en el decurso de las batallas. Cómo era
la historia de sus emociones: cómo se veían y recordaban emocionarse.
Y también a la fragilidad
física de sus cuerpos en circunstancias de tanto riesgo, lo que abre a
Guillermo Turner la oportunidad de un acercamiento erudito a sus ideas de la
enfermedad, las heridas, las medicinas, la muerte y en suma a la concepción
mental de toda la maquinaria de la fisiología humana, de acuerdo tanto a la
medicina medieval como a las prácticas tradicionales aldeanas en relación con
tratamientos y remedios.
Estas crónicas de soldados
no son solo testimonios bélicos, sino la autobiografía de su habla, de sus
miedos, asombros, pavores y espantos, de sus enfermedades y heridas, de sus
tratamientos, recuperaciones y agonías.
Finalmente, alcanza también
a atisbar los entresijos imaginarios, sobrenaturales: no solamente los
religiosos, sino algunos otros íntimamente ligados a ellos, aunque hubiesen
sido declarados heterodoxos y hasta heréticos por la Iglesia, como ciertas
supersticiones y la práctica de la adivinación mediante cifras, azares y
cábalas: de lectura del futuro inmediato. El soldado Botello. De la misma
manera, resalta la presencia de la memoria letrada y literaria incluso entre
los iletrados: tenían presentes a Julio César, a Amadís, a muchas figuras de la
historia clásica, del santoral, de la mitología y del Romancero. Muchas de
estas inquisiciones se centran en el rico libro de Bernal, pero también
investigan los escritos de Francisco de Aguilar y de Andrés de Tapia.
Guillermo
Turner señala sobre el libro de Bernal: “Esta crónica, fuente fundamental para
el conocimiento histórico de la conquista, está lejos de ser una memoria
militar salpicada de datos sobre los indios y sus culturas. Este texto no sólo
encierra descripciones, sino también intenciones, representaciones, fantasías,
recuerdos, olvidos, conocimientos, pasiones, sentimientos, lecturas –realizadas
o escuchadas-, creencias y valores de un soldado español nacido en la década
del descubrimiento americano, que además perteneció o estuvo vinculado a
comunidades culturales con las que compartió
muchos elementos…”
El
propio título del libro de Bernal, y el género en que debía inscribirse, entran
incluso en discusión, pues durante siglos hubo confusión y hasta sinonimia
entre los términos “crónica” e “historia”. En ciertos casos, no en todos, el
término historia pretendía mayor profundidad intelectual, filosófica: una
historia sería una crónica más estudiosa, más culta. Pero Bernal llama a su
libro “historia”, y no cualquier historia, sino una “historia verdadera”, es
decir, una historia más cronicada, más atestiguada. Sin embargo, hubo cronistas
que no eran tanto protagonistas ni testigos de lo que narraban, sino meros
relatores o compiladores de informaciones de terceros y llamaban a sus libros
precisamente “crónicas”, como Francisco Cervantes de Salazar: Crónica de la Nueva España; y hubo
historiadores como nuestro Bernal que no eran letrados profesionales y
escribían libros llamados historias, aunque fuesen sólo “historias verdaderas”,
es decir, las historias que a ellos les constaban biográficamente.
Estos términos prácticamente
intercambiables durante los años de la conquista y la colonia, se vieron sin
duda afectados por situaciones políticas: desde finales de la Edad Media algunos
reinos españoles nombraron “cronistas” oficiales, que no debían de ser
testigos, sino solamente funcionarios encargados de recibir, registrar,
conservar y administrar, a veces en mera forma de listados, de anales, ciertos
hechos importantes, para el servicio del rey y del gobierno. Muchos de estos
cronistas no escribieron libros, sólo administraron la oficina de información
del reino. Pero del relumbror del cargo de los cronistas oficiales de estos
reinos, y después el del gran título de Cronista de Indias, surgió tal vez el
sobre-valor de la palabra crónica como rival de historia, que además vino a
reafirmarse con los múltiples cronistas oficiales de las órdenes religiosas,
muchos de los cuales tampoco fueron testigos ni protagonistas de gran cosa, sino
investigadores y administradores de la memoria de su congregación.
Sea como fuese, ya en los
resbaladizos campos semánticos antiguos, o en el moderno que daría a la crónica
mayores libertades literarias y hasta periodísticas, mientras que restringiría
a la historia a un código científico más riguroso, vemos que nuestro cronista
Bernal escribe una “historia verdadera” que es tan crónica como historia en
todos los sentidos. No quedan dudas de su intrahistoria, de su historia no sólo
atestiguada sino vivida, como tampoco de la veracidad general de los hechos,
que suelen coincidir con otras fuentes. Y algunos de los filones, de los
nervios importantes de esta tarea, son los que rastrea y estudia Guillermo
Turner con una perspectiva tan original como precisa, fundamentada y minuciosa.
Celebro la erudición, la
creatividad teórica, el detallismo y el rigor de arqueólogo de Guillermo Turner
en este libro, al perseguir estos tendones aparentemente parciales, a fin de
asentar conocimientos y problemas ciertos, concretos, positivos. Hay muchos
enigmas en Bernal. Uno de ellos es esta posibilidad de “prebernales”, o de
memoriales previos al libro, que posteriormente serían utilizados, ya fuera
reformulándolos por completo, o ya meramente incorporándolos.
También señala dos capítulos
en el manuscrito Guatemala, que no aparecen en los manuscritos Remón y Alegría
–hay tres manuscritos del Bernal, con variantes-, sumamente especiales, pues ya
no son sólo crónica, sino apología de los soldados, contra los cargos que se
les formulaban de haber herrado y esclavizado a muchos indios e indias.
Esta reflexión políticamente
posterior a la conquista, nacida de la polémica de Las Casas y otros frailes y
juristas, sobre la legitimidad y la conducta de los conquistadores, nos habla
de las intensas presiones y acaso remordimientos que surgieron entre el grupo
conquistador, al verse cuestionado e incluso enjuiciado por su propio rey y su
propia Iglesia. No pocos frailes predicaban contra el “español Satán” pocos
años después de la conquista. Y nos hacen preguntarnos si no habrían también ya
permeado emocionalmente buena parte de su texto anterior.
Es un hecho que aunque
Bernal no es un legista ni un defensor de indios, ni cuestiona la mentalidad
conquistadora, manifiesta en ocasiones una mayor empatía por los vencidos que
los demás historiadores: tal vez no necesariamente empatía como a indios -como
a otra raza, otra cultura y otra religión-, sino como a adversarios
tremendamente castigados y vencidos, como a personas sometidas a sufrimientos y
pérdidas terribles. De cualquier manera queda anotado el rasgo. Pues la
emotividad con respecto no sólo a la tropa sino a los vencidos es una de las
más ricas y convincentes señales del estilo de Bernal Díaz del Castillo al
narrar su “historia verdadera”, y lo que da buena parte de credibilidad a su
voz, aunque en los rasgos más generales su relato histórico coincida con el de
Cortés y otros historiadores y cronistas. Esta emotividad más generosa,
variada, detallista y viva es el humanismo de Bernal. Gran humanismo.
Difiere muchas veces de
otros cronistas e historiadores en los sentimientos, en el color, en la
temperatura, en la vitalidad y el contraste de los detalles, en cierta ironía y
hasta socarronería contra el propio grupo vencedor. Entre más detenida sea la
lectura, más brillan las diferencias (menores, pero incisivas y elocuentes)
entre la narración de Bernal y las de la historia oficial conquistadora, y se
multiplican los enigmas. ¿Qué trato tuvo con los frailes y con la mentalidad de
los sermones y crónicas de frailes durante su larga vida? Soldados hubo que
abjuraron de su vida conquistadora y se metieron a frailes.
Guillermo Turner rastrea
asimismo la bibliografía del iletrado Bernal, pues resulta que además de sus
experiencias personales, y sus innumerables conversaciones con la tropa,
utilizó varias fuentes escritas, ya fuesen clásicas o renacentistas, sobre
temas del Viejo o del Nuevo Mundo. Esta
formulación de la probable biblioteca de Bernal desmiente un tanto las
exageradas presunciones sobre su famosa ignorancia. Además de escritos de
Cortés, Gómara, Las Casas, se nos habla
de los memoriales o crónicas de Gonzalo de Alvarado y de Francisco Marroquín, y
de muchos otros “libelos”, “feos” o “muy malos” de soldados, con lo que su
“historia verdadera” también se vuelve un poco la “historia verdadera” de los
otros que también escribieron, y de los que no nos llegan sino las propias
referencias de Bernal, como en el caso de Gonzalo de Ocampo o de Campo. Además
de un testigo que habla fue un historiógrafo en el completo sentido moderno.
Y también de quienes no
escribieron, sino solamente hablaron: “Estas cosas y otras sé decir que lo oí a
personas de fe y creer, que se hallaron con Pedro de Alvarado cuando aquello
pasó”. Tendones de la oralidad y de la memoria de Bernal, las muletillas
“dizque”, “dicen que”, “dizque dijo”, “plática”, “oí decir”, alguien “contaba”,
algunos “dijeron un cantar o romance”… que llegan a las misteriosas
ponderaciones (sinceridad o estrategia) de los “No lo alcancé a saber por
entero”, “no lo sé bien”, “remítome a los que se hallaron presentes”… Turner
registra asimismo que Bernal no sólo solicitaba verbalmente a toda la tropa sus
informes e impresiones, sino también por escrito, y que a algunos les pedía por
carta “que me envíen relación, porque no vaya ansí incierto”…
Un momento particularmente
inspirado de Los soldados de la
conquista: herencias culturales es el recuento que hace Turner de los
“agradecimientos” de Bernal a sus conversadores. Así como los autores letrados
elogian a sus fuentes bibliográficas, Bernal hace el minucioso y variado
recuento de sus colegas de oralidad, su grupo de conversadores, y del modo que
lo hacían, y de cómo era su sonoridad (pp. 73ss.) La oralidad también tiene su
estilística, sus galas, sus peripecias.
Asistimos pues en este libro
a una ardua, rigurosa, detallista, talentosa indagación en la historia de la Historia verdadera y de otras crónicas
de soldados. La historia de cómo se representó y contó la conquista de México.
Una historia de la escritura verdaderamente emocionante.
Asistimos con Guillermo
Turner a una nueva perspectiva de conocimientos, de métodos, de códigos para
interrogar nuestras grandes fuentes históricas.
2.DUVERGER Y LA NEGACIÓN DE BERNAL
Por José Joaquín Blanco
Nexos,
abril de 2013
La erudición profesional adolece de codicias y delirios
más bien cómicos, como toda la vasta bibliografía que se ha empeñado en negar a
Shakespeare y en buscarles novedosos autores a sus obras. Ahora Christian
Duverger, en un libro desaforadadamente titulado Crónica de la eternidad –retomado de la Historia de la eternidad, de Borges, que partía de una broma en
oxímoron, pues la eternidad (sin tiempo) no puede tener historia, ni desde
luego crónica-, y subtitulado: “¿Quién escribió la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España?” (México,
Tusquets, 2012), pretende la sensacionalista volada de atribuir el libro de
Bernal Díaz del Castillo ¡al propio Hernán Cortés!
La volada no es inocente:
hay una declarada idolatría del estudioso por el gran capitán y un fulminante
desprecio por el resto de los españoles. Los indios casi no cuentan. Tampoco
cuenta Bernal: una nadería accidental supuestamente escogida por Cortés precisamente como un vetusto cero social
perdido en Guatemala, como prestanombres y audacísimo personaje literario,
luego inflada por los vientos del azar y por la codicia y mala fe del propio
Bernal y sus descendientes, que producirían venalmente manuscritos babélicos.
Eso parece demasiado
lucubrar ya no en una mera obra de historia, sino incluso en alguna novela
sensata. El objetivo no sería resguardar la memoria de Cortés, para entonces ya
salvaguardada en sus escritos legítimos y en muchas otras obras, y en su fama
mundial de conquistador: sino añadirle un milagro más, el de escritor artístico genial, que nadie podría predecir antes del siglo
veinte, y no meramente el de enorme escritor guerrero y político ya asentado en
las Cartas de relación.
Como si el capitán anduviera
escaso de méritos innegables, nunca le han faltado ayudantes que lo erigen como
el inventor del culto guadalupano, el primer precursor de la independencia, el
fundador de los grafitti urbanos o la reencarnación imprevista de san Francisco
de Asís, lo que se quiera…
Tranquilos: nadie le ha
tocado un pelo al buen Bernal. Duverger no ofrece ninguna prueba positiva de tal atribución, sino un denso recorrido
por cosas de sobra sabidas, aunque no siempre tan minuciosamente documentadas:
primero, que la biografía de Bernal Díaz del Castillo se antoja escasa, oscura
y a ratos debatible o inverosímil; segundo, que el texto de la Historia verdadera de la Conquista de la
Nueva España, editado décadas después de su muerte, ofrece muchas
contradicciones y enigmas, y que puede contener interpolaciones y
modificaciones ajenas, algunas de las cuales ya desde hace décadas se han
atribuído a parientes o a frailes. Esto no debiera escandalizar. Hubo autores y
obras muchísimo más importantes que Bernal en su tiempo, de quienes sabemos
poco, como algunos de los primeros frailes, que casi se confunden con sus
mitos. Durante siglos anduvieron escondidos o se perdieron los mayores
manuscritos de Olmos, Motolinía, Sahagún…
Luego Duverger aporta sus
propias especulaciones (más bien sobradas, y a ratos de franca mala fe, como
toda su inquina gratuita contra Bernal y su familia) de que el único (por
descarte de todo mundo) que pudo haber escrito el libro del descalificado,
negado Bernal sería Cortés. ¿Por qué? Porque sería el único lindo, el único
letrado, el único valiente, el único enamorado, el único amigo, el único
pensante, y ¡hasta el único que sabía apreciar a las mujeres, a los guerreros y
hasta los contrastados paisajes de México!, como se verá. El único Pedro
Infante.
Retomar
el juego de oximorones de Borges (quien se divertía hablando de obesos
esbeltos, enanos gigantescos y manuales del gigante) no es pasajero: Historia de la eternidad / Crónica de la
eternidad. En otro momento, el bromista Borges juega a señalar como el
autor de los versos “más quevedescos” (“Mal te perdonarán a ti las horas, / las
horas que limando están los días, / los días que royendo están los años”)
precisamente ¡a Góngora!, su antagonista principal. La provocación para poner
toda la erudición al revés es un viejo deporte letrado. ¡El Quevedo más esencial
y decantado era… Góngora! Pues ahora nada por aquí, nada por allá y Bernal no
es otro que su principal competidor… Cortés.
Ya Luis González estudió la lenta
entronización del libro de Bernal, al que en un principio y por siglos se
consideró inculto, ilegible y casi sin valor, a la joya conjunta de la
historiografía y la literatura que celebramos desde apenas hace algunas
décadas, y en cuyo elogio encontramos a
autores como Ramón Iglesia y Luis Cardoza y Aragón. Se asentó que lo más
envidiable de Bernal era su imprevisible garra literaria. Infalsificable.
Única. En otros aspectos de testimonio puntual, de política, derecho y de
inteligencia militar probablemente el Cortés de las Cartas de relación lo supera.
Recordemos algunas de las
características que le han conseguido a Bernal este literario sitio señero, y
que nadie había advertido en Cortés: la perspectiva grupal, casi popular, de la
tropa, durante la conquista, en oposición a la perspectiva individual y
dirigente de las Cartas de relación
de Cortés, o al discurso corporativo del trono o de la iglesia; la oralidad del
relato, que aspira frecuentemente al tono de conversación, a diferencia del
discurso litigante del capitán o de los códigos clericales y jurídicos de otros
autores; el detallismo, la cotidianeidad, la exuberancia verbal, el humor, el
gusto por narrar y narrar interminablemente, casi a tontas y a locas; cierto
lirismo popular o populachero, que había fascinado a Michelet: “Le peuple! Le peuple!”; los perfiles
deliberadamente tragicómicos y otros aspectos que casi la vuelven obra
novelesca, a ratos incluso esperpéntica (baile de conquistadores en Coyoacán);
finalmente, la deliberada posición de Bernal de reivindicar los méritos y la
memoria de la tropa frente a historias y crónicas que atribuían todo el valor
al capitán, al rey y a las potencias celestiales.
En vida, Cortés quiso
despojar a su tropa de sus grandes méritos en la conquista; siglos después, su
fantasma hagiográfico quiere despojarlos asimismo de su libro más emotivo y
gustado. Sabemos que Cortés quiso labrar su fama ante la corte y la posteridad,
pero soberbia como todo en él: la de un rival de Julio César tanto en las
batallas como en la relación y explicación de las batallas. Si su ideal era La guerra de las Galias dificílmente
pudo ambicionar la saga bernalesca: sus propias cartas se acercan más. Ya sólo
le faltaba ser rey y esto lo supo entender Carlos V. De ahí su derrota final.
Entonces, para ser también
Bernal, debió Cortés, de paso, haber perdido de pronto toda su infatuada
pretensión de solemnidad, pues Bernal cuenta algún episodio en que Cortés
sufría batallas y diarreas… Unas purgas, dice Bernal. En la ocurrencia de
Duverger, me gusta sobre todo este Cortés como el laberíntico autobiógrafo de
un Julio César en sus purgas (Caps. LXXII, LXXIII).
Estos
aspectos celebrados en Bernal tienen poco que ver con el Cortés de sus textos
legítimos, aunque a ratos pueden acercarse a pasajes de otras crónicas de
frailes y soldados. Hay cierta oralidad bernalesca en Mendieta, por ejemplo. La
historia de la conquista según Cortés era protagónica, una defensa de sus
méritos personales y de su condición de adalid de españoles y cristianos.
Estamos pues ante autores muy diferentes, a veces contrastados, si bien por lo
general Bernal respeta a su capitán, mientras su capitán lo ignora por
completo. Pero Cortés por sistema ningunea a todo mundo. En el mejor de los
casos sólo los utiliza y acto seguido los desecha, como a la pobre Malinche.
Que se
sepa Cortés, quien codició tantas cosas, nunca se esforzó en ser un autor
público. Era rebajarse. Sus cartas se dirigían altaneramente al rey y la corte,
para litigar y defender sus hazañas (aunque se publicaron mientras el rey lo
permitió). Si se le ocurría escribir un tweet lo hacía directamente en un
cañoncito o culebrina de oro que llamó Ave Fénix y que envió a su gran lector,
el emperador… “La más espléndida de nuestras ediciones poéticas”, según el
engolado Méndez Plancarte, era adulatoria: “Esta Ave nació sin par; / Yo, en
serviros, sin segundo; / Vos, sin igual en el mundo”… En cambio, para que lo
encomiaran ante la galería contrató a jilguerillos como Gómara. ¿Por qué iba a
querer falsificar a Bernal por propia mano con tan precipitadas anticipación y
clarividencia del azaroso gusto de la posteridad? La nueva vocación de Cortés
por las musas –pues Bernal es sobre todo arte-, con nuevo carácter y nuevo
estilo, resulta demasiado moderna. Se aprecia con mayor justicia a Cortés por
las Cartas de relación que sí supo y
quiso escribir, apartadas de las musas, pero no de la inteligencia, de la
bravura ni del poder, y que de cualquier modo son un monumento de la escritura
política de su tiempo.
Es cierto que, desde un
principio, sin embargo, Cortés jugó a cierto anonimato, al atribuir la primera
carta a “la tropa”, como estrategia para que “otros” lo encomiaran ante el rey
y legitimaran (según el uso medieval) sus pretensiones de conquistador, aunque
el tono y la estrategia legalista del texto delatan la voz inspiradora. Pero
esa primera carta tenía la finalidad política de que el emperador reconociera
su mando, la fundación del ayuntamiento de Veracruz y, de hecho, de todo el
reino de la Nueva España. Esa primera carta, sin embargo, ya tiene un
“nosotros”, pero estratégico y legalista, no bernalesco ni literario, mucho
menos jocoso, dicharachero, de interminable conversación en torno a la fogata.
Desde luego, frente a su
caída en el favor del rey, necesitaba voceros y los contrató. Que él mismo se
trucara en un vocero críptico para la posteridad erudita, además de usar a
Gómara como vocero obvio, resulta por lo demás hipernovelesco. Habría querido y
podido, entonces, ser no sólo el supercapitán y supergobernante, sino además todos los cronistas-soldados a la vez:
el de las Cartas de relación, Gómara,
Bernal, algún anónimo y los que se acumulen esta semana. Se supone que ejerció
además gran influencia entre los cronistas franciscanos.
Por otra parte, su familia y
sus seguidores siguieron difundiendo abiertamente obras de jilguerillos y
exégetas ora sí que a través de los siglos, hasta el propio Lucas Alamán, quien
abiertamente declara que sus disertaciones historiográficas sobre Cortés
también perseguían defender los bienes de sus sucesores, de los que era
apoderado, en el México independiente. Descendientes y seguidores nunca
sospecharon, pero para nada, el “arma secreta” de un capitán bifronte, a la que
se supone se conjuraron para trucar: Cortés-Bernal. Pese a la derrota final de
Cortés (más que merecida, según los códigos de la época, por hybris
o desmesura frente al soberano), la cultura abiertamente cortesiana
siempre cundió abundante en España y América. Tuvo a todos los franciscanos, a
muchos conquistadores y encomenderos; tuvo a los universitarios, tuvo a Arias
de Villalobos, tuvo a Sigüenza y Góngora. Qué voracidad de tipo: ahora también
quiere ser el mismísmo Bernal y todos sus imprevisibles prestigios tan
recientes de arte y popularidad. Bueno a lo mejor el fantasma de Cortés no
padece tal codicia, es mera chifladura de su fanaticada.
Los argumentos
de Duverger contra Bernal como historiador, son los de siempre. Que dizque era
ignorante. Pues a lo mejor no lo era tanto. Escribía y se sabía que escribía, y
que leía, y que conversaba sobre asuntos de la conquista. Eso es trabajo
intelectual. Que a ratos mostrara cultismos tampoco debe extrañar: la escasa
escolaridad no significaba necesariamente ignorancia en el siglo XVI, pues la
gente no tan letrada de cualquier modo oía muchos sermones, asistía a muchos
ritos y representaciones, veía muchos retablos y emblemas, discutía de todo y
platicaba mucho incluso con frailes, oidores y letrados. Los soldados
conversaban todo el tiempo, se recitaban refranes, coplas y romances, y
circulaban impresos y copias manuscritas de muchas obras. Albañil hubo a quien
el Santo Oficio decomisó una vasta biblioteca de libros prohibidos. Esos
cultismos, por lo demás, casi siempre cumplen meras funciones decorativas,
incidentales, transportables. Y siempre han sobrado bachilleres para galanuras
adicionales de estilo.
Bernal además vivió muchos
años y pudo aprender bastante con algunas lecturas y por transmisión oral sobre
la marcha. Hay viejos que se cultivan. Su relato es el eco de innumerables
conversaciones agrupadas. Diría el buen Sócrates que la conversación también es
cultura. Asimismo santa Teresa y sor Juana jugaron a calificarse de ignorantes.
Es más bien un gesto irónico de los no-tan-hijosdalgo esto de llamarse
ignorantes cuando se aventuran en los cotos librescos, que equivalía a
clericales o cortesanos.
Se arguye
que Bernal cuenta demasiadas cosas con demasiado detalle, y que no pudo estar
todo el tiempo en todas partes y recordarlo todo tan profusamente. Pero esto es
una petición de principio: el propio Bernal se asume explícitamente, desde un
inicio, como la voz plural de la
tropa. Su “yo” y su “nosotros” son intercambiables cuando no coincidentes. Si
de pronto dice, por ejemplo, que los soldados se molestaron ante tal actitud de
Cortés, puede estar diciendo que sobre todo él, Bernal, se molestó; si cuenta personalmente
tal o cual detalle o peripecia puede estar usando conversaciones e incluso
escritos (relaciones de méritos, alegatos ante tribunales, informes diversos)
de varios compañeros. Aspiró a encarnar la voz y la memoria de muchos: sin
estos muchos no hay Bernal. Cortés nunca fue muchos. Siempre fue demasiado él
mismo. Era un héroe trágicamente altivo, hosco y solitario. Y desde luego,
tampoco él –ni nadie- pudo presenciar todo aquello en todo detalle. Muchos de
los argumentos que aquí se lanzan contra Bernal operarían igual o mejor contra
quien fuera, especialmente contra capitanes-gobernantes-empresarios
atareadísimos como Cortés.
Es posible, además, que
hayan ocurrido interpolaciones en el manuscrito que Bernal pudo aprobar (algún
escolar que le proporcionara dos o tres menciones prestigiosas de la antigüedad
clásica, por ejemplo), o bien que no controló (fue sordo y ciego en su extrema
vejez), y que haya contado con secretarios (su hijo, por ejemplo) que
colaboraran demasiado. Y luego, los editores.
Es incluso posible que en
ocasiones haya colaborado también, involuntariamente, el propio Hernán Cortés,
¿por qué no?, pues convivieron y conversaron bastante. Bernal fue toda la tropa, sin excluir a Cortés.
También hay mucho de Las Casas en Motolinía, a pesar o precisamente a partir de
sus diferencias; de Olmos en Sahagún; de todo mundo en Torquemada… Cada fraile
cronista o soldado era también muchos otros frailes cronistas y/o soldados, y
tomaba de todos un poco cuando lo necesitaba, y a la vez sería aprovechado por
otros autores. No había “autoría” en el sentido moderno del copyright.
Debe finalmente tenerse en
cuenta que la animadversión de la corona contra Cortés, fue resentida como
propia por todos los conquistadores y sus descendientes, y que debieron
circular entre todos ellos muchos escritos y mucha conversación de defensa
colectiva, que se siguió transparentando hasta la época de Luis de Sandoval
Zapata, el autor de la Relación fúnebre,
que también anduvo escondida y anónima por siglos… Defender a Cortés
significaba defender a todo el grupo conquistador. Bernal, en cierto sentido,
aun cuando critica a Cortés, lo defiende como cabeza y escudo de todo el grupo.
Pero todo ese vasto partido ignoró que la gran arma final de Cortés llevaba
como seudónimo Bernal, esto a pesar de que los muchos bienes del Marqués
sobrevivieron tanto a su desgracia como a la de sus hijos. Lo que no sobrevivió
fue el informe de que nada menos que las “Memorias” del Marqués andaban
trucadas como chismes de tropa… Este delirio impone demasiados supuestos
exorbitantes.
Y desde
luego: Nadie sospechaba el éxito que iba a alcanzar la obra largamente diferida
y largamente ocultada y menospreciada del buen Bernal Díaz del Castillo, como
para que Cortés la codiciara y prefabricara tan previamente, al menos tanto
como pretenden las barrocas especulaciones de Duverger. Para Cortés, Bernal y
su historia prácticamente no existieron. Durante siglos fue sólo uno de tantos
cronistas-soldados.
Las
sombras, enigmas y contradicciones en la biografía y en la obra de Bernal, por
lo demás, no resultan raras entre los cronistas de la conquista. Muchos
historiadores, como Ángel María Garibay Kintana y Edmundo O’Gorman, han buscado
las “historias perdidas” de Olmos y Motolinía entre los escritos de sus
sucesores. Esto de andar buscando a Olmos y a Motolinía en todas las crónicas
de frailes (que llegó a ser exasperante durante los últimos años de O’Gorman)
pudo llevar a Duverger a andar buscando, a su vez, a Cortés en todos los
escritos de soldados. Sospecho que Christian Duverger aspira a reencarnar al
admirable viejo O’Gorman y sus manías motolinistas, ahora con Cortés como
etiqueta. Grande ambición.
Pero la prosa de Cortés, tan
conocida, no está en Bernal, por fortuna, para nada (es magnífica pero en otro
rango: tajante, fría, intelectual, colérica, pragmática, manipuladora), aunque
compartan muchos rasgos de las experiencias comunes, de la cultura y de la
época. Eso lo atestiguan los miles y miles de lectores que acuden a Bernal por
el mero placer de su lectura, mientras a las Cartas de relación suele acudirse sobre todo por academia. Mucho
tendría, además, que haber cambiado Cortés para perder la veneración de sí
mismo y asumirse como anónima tropa con una voz tan plural, tan conversada, tan
aplebeyada. Y tendría que haber predicho el éxito de la oralidad en la
literatura del siglo veinte, que antes causaba horror entre letrados.
Sea
bienvenido, en fin, este nuevo barullo en el examen de las crónicas de
conquistadores. Infinidad de detalles de Cortés y de Bernal seguirán estando en
debate. Ambos fueron humanos, demasiado humanos, y mintieron o se equivocaron
probablemente algunas veces, especialmente en cuestión de algunas sus
demasiadas fechas, de sus demasiados nombres. Nacieron, los pobres, antes del
Power Point. Siempre habrá material para el debate y la especulación. Queda
empero todavía la verdad del discurso: la prosa, quedan las virtudes y la
densidad de la voz de cada cual. Esto a pesar de los manuscritos caóticos de
Bernal.
Aunque siguiendo los juegos
borgianos, que Duverger (quien tanto denuncia y delata en cuestión de defectos
de documentación de los pobres muertos de hace medio milenio), no confiesa de
sí mismo: ¡la desvergüenza de birlarle sin dar crédito el título nada menos que
a Borges, así como su enrevesamiento espectacular de Quevedo y Góngora!...;
siguiendo los juegos borgianos, decía, podríamos recordar ese encuentro
ficticio de Borges con Lugones en El
Hacedor:
“En este punto se desvanece
mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la
calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a
principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena
imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se
confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos
y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted
lo ha aceptado”.
Así va
siendo con el entrañable Bernal y el altivo Cortés. Se desvanecen muchas
diferencias y regresan a ser la misma tropa (juntos pero no tan revueltos), y
de algún modo pueden jugar los eruditos con que Cortés es Bernal, y Bernal es
Cortés.
De hecho, algunos pasajes de
ambos ya se mezclan en la memoria del lector y hay que ir a ratos a confirmar en la biblioteca quién
dijo precisamente qué cosa particular. La prosa, la voz de cada uno todavía
suenan muy diferentes. Y muchos lectores prefieren a Bernal por el gozo de su
voz, de su temperamento, de su estilo… Pero ¡ánimo!: ya Duverger les inventa
prosodias y ritmos familiares en una extravagante filología conjetural.
También, por desgracia,
abundan el astracán y la cursilería evidente. Duverger es tan fan de Cortés que
descarta de todo rasgo no sólo de historia y cultura, sino de llana humanidad,
por principio, a quienes supone rivales en algún punto, en este caso Bernal.
Señala, como declamador patriotero (pp. 190-191): “Sin ánimos de querer
multiplicar los ejemplos, podemos constatar que la Historia verdadera está plagada de indicios que traicionan la
personalidad de Cortés. Emerge por doquier, en cada página, ese amor por
México, vibrante y palpable… se conmueve ante los paisajes americanos que van
desde la languidez tropical hasta las infinitas estepas del altiplano… siente espiritualmente
admiración por los mexicanos que concible como asociados y como aliados, nunca
como enemigos… Alaba cada vez que puede la belleza de las mujeres mexicanas”.
Bueno: quien hace algo de
eso (no taaaanto como declama Duverger, pues el buen Bernal se enoja muchas
veces con los indios, las indias y la geografía) es el texto que conocemos como
Bernal, y no las Cartas de relación,
más pragmáticas y utilitaristas. Se apresura a regalarle a Cortés lo que jamás
ha demostrado, lo que sigue siendo ajeno a Cortés. ¿Y por qué otro español,
aparte de Cortés, cualquier otro, por ejemplo un tal Bernal, iba a estar
necesariamente incapacitado para a elogiar la belleza de algunas mujeres
mexicanas, la bravura de algunos guerreros mexicanos o algunos paisajes del
trópico o del altiplano? ¿Ni siquiera hubiese podido soltar un piropo?
¿A la leyenda negra
anticortés que pinta al capitán como ogro se opone el fanatismo pro-cortés que
establece que todos los demás españoles no sólo serían incapaces de cultura y
escritura, sino hasta de apreciar belleza de mujeres, valor de guerreros y
majestad de paisajes? ¿Fuera de Cortés, todos los españoles eran
chusma-de-chusma? Esto suena algo novedoso. Se suponía que los enemigos de la
memoria de Cortés eran los los indigenistas fanáticos. Ahora tenemos un Cortés
enemigo sobre todo de puro español. Cuánta soledad.
Bernal
permanece en su bruma de siempre. Pero Cortés no consigue, en este libro de
Duverger, robarle a Bernal la simpatía y las virtudes de humanidad que lo
ensalzan sobre otros cronistas, ni las alas extrañas de su arte. Queda el
capitán en su monumental claroscuro tan conocido, después de una más de sus
muchas fallidas intentonas de beatificación sobrada y retorcida, lo que
representa toda la finalidad de esta obra. Existe por lo demás una basta
biblioteca de endiosamientos exagerados de Hernán Cortés, así como otra de
deturpaciones frenéticas, para solaz del público burlón.