EL PAIS DE MADRID
Guillermo ALTARES
24 de julio 2019
La rabiosa actualidad de la Edad Media
La ultraderecha busca en el pasado remoto justificación para sus políticas actuales
La Edad Media se ha convertido en un asunto de intenso debate político. No todo el periodo histórico, claro, nadie discute sobre Excálibur
o los caballeros de la Mesa Redonda. Lo que está sobre la mesa es el
momento de las invasiones musulmanas, una época de intensos cambios
políticos en una Europa cuyas fronteras se estaban forjando.
En
los últimos tiempos la ultraderecha nacionalista ha convertido en una
especie de tótem sagrado aquellos siglos oscuros —se llaman así por la
notable ausencia de documentos desde la caída del Imperio Romano hasta
más o menos el año 1000, cuando la economía y la administración
comenzaron a recuperarse—.
La visión actual sobre ese periodo tiene
mucho que ver con el presente y muy poco con un pasado del que se
desconoce casi todo. Y resulta sorprendente la seguridad con la que
describen aquella época los apologetas de ese momento supuestamente
mítico de defensa de la cristiandad frente a la invasión islámica.
Distintos movimientos de ultraderecha se agarran ahora a esos relatos
para decir que el fenómeno invasor se está repitiendo en la actualidad.
Ni ocurrió entonces, ni tampoco está ocurriendo ahora.
Y, desde luego,
lo que pasó no fue tal como lo cuentan: se trata de unos siglos en los
que, básicamente, todo el mundo invadía a todo el mundo.
Este es un debate que aparece en algunos casos como farsa, por ejemplo, cuando se retiró recientemente una estatua de Abderramán III en Cadrete
(nombre árabe), Aragón, como primera medida de un Ayuntamiento
gobernado por Vox. Pero en otras ocasiones emerge como tragedia: el asesino que ametralló en marzo a 50 personas
en dos mezquitas de Nueva Zelanda hace unos meses estaba obsesionado
con héroes míticos medievales de la lucha contra el islam, —desde el
español don Pelayo hasta el serbio Milos Obilic—, y escribió sus nombres en los cargadores con los que perpetró la matanza.
“No solo en España, sino en toda Europa, la historia de la Edad Media
se ha convertido en un foco de debate cada vez más intenso”, explica
Maribel Fierro, profesora de investigación del CSIC y experta en Al
Andalus. “La idea de la recuperación de una presunta identidad inmutable
de los pueblos ha vuelto a resurgir. Los periodos que reivindican son
momentos en los que se produjeron batallas contra los musulmanes. Su
idea, totalmente infundada, es que el islam es el enemigo de Europa”.
Las batallas que aparecen una y otra vez en ese imaginario son Poitiers en 732, Covadonga en 722 (o 718, 737 o 754, según las diferentes versiones), Kosovo
en 1389 o, mucho más tarde, Viena en 1683. Las dos primeras fueron
enfrentamientos con las tropas árabes y bereberes procedentes del norte
de África y de la península Arábiga; las segundas, contras los turcos.
El problema que plantean Poitiers, Covadonga y Kosovo es que se trata de
acontecimientos en los que la historia se mezcla con el mito y sobre
los que los especialistas tienen pocos datos, dispersos, tardíos y
dudosos. De ninguna de estas batallas se conserva el relato de un
testigo contemporáneo. Todos estos mitos fueron además reinterpretados
en los siglos XIX y XX cuando se produjo la explosión de los Estados
nacionales en Europa y se convirtieron en relatos fundacionales.
Las primeras versiones de la batalla de Covadonga, con la que empezó la llamada Reconquista, proceden de la Crónica de Alfonso III,
en torno al año 900, aunque ese relato no se populariza hasta el siglo
XIII. Lo mismo puede decirse de la batalla de Kosovo, el gran mito
nacional serbio, explotado hasta la saciedad por el nacionalismo
balcánico. En realidad, como explica el historiador Noel Malcolm en Kosovo. A Short History,
se ignora casi todo sobre aquel combate, ni siquiera está claro quién
ganó: la tradición señala que los serbios perdieron su Estado ante los
turcos y construyeron su nacionalismo sobre la nostalgia y la derrota.
Con todo, el caballero Milos Obilic, que según la leyenda mató al sultán
Murad, es venerado casi de forma religiosa y formaba parte del averiado
universo mental del asesino de Christchurch en Nueva Zelanda.
Sobre la batalla de Poitiers, en la que Carlos Martel
derrotó presuntamente a los musulmanes impidiendo su avance hacia el
norte, escribió un ensayo muy interesante el medievalista de la
Universidad de St. Andrews James T. Palmer. La historia falsa que impulsó al acusado de la matanza de Christchurch, se titulaba un artículo que publicó en The Washington Post. En él explica cómo la interpretación de aquel enfrentamiento ha ido cambiando: para Edward Gibbon, en el siglo XVIII, simbolizaba la pérdida de la herencia de Grecia y Roma; para Jules Michelet, en el XIX, apenas revestía importancia porque el problema estaba en las invasiones germánicas del norte; según Steve Bannon,
uno de los ideólogos del pensamiento ultraderechista actual, exasesor
de la Casa Blanca, aquella batalla representa una invitación a defender a
Occidente frente al islam. “No había nuevas fuentes históricas, sino
una nueva agenda”, escribe Palmer.
“Al reclamar el legado de Carlos
Martel, el asesino de Christchurch abusa de la historia para justificar
la violencia. Se basa en la forma en que ese acontecimiento aparece
descrito en muchos libros y webs, así que no se trata solo de un
problema de ignorancia. Lo que tenemos que entender y combatir es cómo
momentos históricos como Poitiers han cobrado un significado a través de
la política”.
Tras esa visión nacionalista del medievo se esconden varios
presupuestos contradictorios con la investigación científica
contemporánea. Primero, que los habitantes de Europa en el siglo XXI
somos los herederos de quienes habitaron este mismo lugar hace siglos.
Esta afirmación ignora que las unidades políticas son completamente
diferentes, por no hablar de las migraciones y mezclas que marcan la
historia. Segundo, que pueden establecerse paralelismos entre sociedades
de hace siglos y las actuales, soslayando las abismales diferencias que
las separan en multitud de asuntos, desde la esclavitud hasta la
tecnología. Y, por último, que, incluso si se admite esa herencia, esta
no tiene por qué condicionar el presente.
“Esa movilización reivindicando el pasado está siempre vinculada a
pulsiones del presente, a la necesidad de ciertas comunidades,
ideologías o proyectos políticos de encontrar su justificación”, explica
Eduardo Manzano Moreno, investigador del CSIC, experto en Al Andalus, que acaba de publicar La corte del Califa.
“La simple regla de mayor o menor cercanía respecto de ese pasado no
siempre funciona: los romanos o los mongoles pudieron hacer todo tipo de
masacres y a nadie le importa, pero en el caso de los musulmanes, el
discurso conservador intenta plantar la idea de una similitud exacta
entre lo ocurrido en la Edad Media y el presente, algo que también
alimentan los propios radicales islámicos”.
El historiador Jean-Paul Demoule ha estudiado el asunto en su libro Les dix millénaires oubliés qui ont fait l’histoire (Los diez milenios olvidados que hicieron la historia), y explica cómo los nacionalismos que estallan después de la I Guerra Mundial
explotan la idea de un pueblo que se conserva inmutable a lo largo de
los siglos, sumergiéndose incluso en la prehistoria. “Hubo que
garantizar a cada uno de esos Estados un pasado glorioso, que se remonta
al confín de los tiempos y que garantiza la existencia de la nación a
lo largo de la eternidad”, escribe el profesor de la Sorbona. Su ensayo
acaba con una pregunta: “¿No es mucho más interesante la historia cuando
los seres humanos la escogen que cuando la padecen?”.