Futuro de Ucrania: conflicto sin solución militar
Por Javier Morales
Cuando
hace casi un año el Euromaidán triunfaba en Kiev, el ciclo de violencia
política parecía haberse cerrado definitivamente con la victoria de los
manifestantes tras los cruentos combates callejeros, con más de un
centenar de fallecidos. En el plano internacional, el pulso geopolítico
por el mercado ucraniano se había decantado del lado de la Unión Europea, derrotando a Rusia y su proyecto de Unión Eurasiática. A partir de entonces, se esperaba que Ucrania
pudiera hacer realidad su sueño de prosperidad aproximándose cada vez
más a Europa y dejando atrás la influencia de Moscú; y con ella, su
pasado de crisis, corrupción y autoritarismo.
Pero aquel relato idealizado del proceso revolucionario pervive solamente entre quienes conservan su fe en el mito del Maidán
como germen de una nación unida frente a un enemigo común. La realidad
es que los manifestantes de Kiev no representaban a todo el país: por el
contrario, la polarización entre el oeste más nacionalista y el sureste
más afín a Rusia se reflejaba también –como era de esperar– en su distinta reacción de apoyo y rechazo, respectivamente, ante las protestas. Esta fractura fue aprovechada por el Kremlin para crear nuevas fronteras internacionales de facto, tanto con la anexión de Crimea –ya irreversible, pese a su indiscutible ilegalidad– como mediante las insurgencias separatistas en las regiones de Donetsk y Lugansk, donde actúan también unidades militares rusas.
La paradoja del Euromaidán
es que si los opositores no hubieran tomado el poder, violando el
acuerdo firmado veinticuatro horas antes –el 21 de febrero de 2014– con
la mediación de la UE, Moscú tampoco habría tenido la oportunidad de
llevar a la práctica su irredentismo hacia Crimea. Con su premura
por ocupar de inmediato las instituciones sin esperar a las elecciones
anticipadas, los revolucionarios proporcionaron a Putin la excusa
deseada –ausencia de autoridades legítimas– para “garantizar la
seguridad” de los crimeos étnicamente rusos, y alentar después las
insurrecciones del Donbass. Una intervención que Moscú, por cierto, se había negado a realizar con anterioridad para sofocar las protestas,
pese a las desesperadas peticiones de Yanukovich; y que solo emprendió
tras la ruptura del acuerdo negociado, la destitución dudosamente legal
del presidente –en un parlamento rodeado por las “autodefensas” del
Maidán–, o el debate de medidas abiertamente rusófobas, como suprimir la
cooficialidad del ruso en varias regiones.
El plan de Vladimir Putin,
quien por desgracia tiene ahora la llave del futuro de Ucrania, se ha
venido cumpliendo desde entonces: mantener al país sumido en un
sangrante conflicto como represalia por el derrocamiento de su aliado,
alejando sus perspectivas de ingreso en la UE y la OTAN y disuadiendo de paso a Occidente de apoyar una revolución similar en la propia Rusia. Pero aunque Petró Poroshenko
y su gobierno se nieguen aún a reconocerlo, esta guerra no tiene
solución militar, ya que cualquier victoria de Kiev es imposible
mientras continúe el flujo de suministros y combatientes desde Rusia
–unidades del ejército y miembros de grupos de ultraderecha, además de voluntarios extranjeros– hacia el bando separatista. Que Occidente enviase armas a Kiev
para contrarrestar la abrumadora superioridad militar rusa, como
algunos sugieren, tampoco parece una solución realista: sólo reforzaría
el espejismo entre los líderes ucranianos de que es posible reconquistar
por la fuerza el territorio perdido, y contribuiría a congelar indefinidamente el conflicto a imagen de lo ocurrido con Osetia del Sur o Abjasia.
Otras vías como las sanciones no están dando el resultado esperado, a pesar del wishful thinking de
quienes les atribuyen en exclusiva el deterioro actual de la economía
rusa, omitiendo otros factores clave como el descenso de los precios del
petróleo y el perjuicio para la propia UE de mantenerlas a largo
plazo. Con un Putin dispuesto a poner todos los medios necesarios para
lograr sus objetivos en Ucrania, y el 85% de los rusos respaldando sus políticas
–un aumento de veinte puntos en el último año–, el Kremlin tiene aún
incentivos sólidos para mantener su intervención en el país vecino;
aunque siga prefiriendo la estrategia de “guerra híbrida”,
combinando fuerzas irregulares y sus propias tropas, a un
enfrentamiento convencional. Una Rusia convertida en paria será por
tanto más reacia a pactar con Occidente, ya que confiará en su apoyo
interno y en el de otras potencias como China para resistir a las
presiones.
Asumiendo
que el fin del conflicto no puede decidirse en el campo de batalla,
sino en una mesa negociadora en la que la parte más débil –Kiev– tendría
inevitablemente que realizar concesiones políticas a cambio de la
retirada rusa del Donbass, la declaración de la Rada abandonando el
estatus de país no alineado para reclamar la integración en la OTAN –principal línea roja para Moscú–
no contribuye a mejorar las perspectivas de una pronta resolución
pacífica. Al mismo tiempo, aún en el supuesto de que dichos territorios
pudieran volver al control efectivo del Estado ucraniano, ciertas
prácticas como los bombardeos indiscriminados
sobre zonas habitadas, la presencia –mucho más minoritaria de lo que
hace ver la propaganda rusa, pero igualmente real– de grupos neonazis
entre sus fuerzas de seguridad y tropas en el frente, o la criminalización de partidos opositores bajo la acusación de separatismo, harían muy difícil que Kiev recuperase la lealtad de sus ciudadanos de Donetsk y Lugansk.
Por
Javier Morales, coordinador de Rusia y Eurasia en la Fundación
Alternativas y profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad
Europea. @jmoraleshdez