jueves, 7 de junio de 2012

LA IRRESISTIBLE "CHAVIZACIÓN" DE LULA

LA IRRESISTIBLE “CHAVIZACIÓN” DE LULA





“Nao custa lembrar que o PT nasceu há 32 anos pregando
o fim do caciquismo. O conceito empalideceu…”
“Lula…produz un pouco de vergonha alheia. No fundo, ele só sintetiza
o estàgio rudimentar da política no Brasil”
Fernando Rodrigues, “A Folha de Sao Paulo”
2/5/12

Si algo tuvo de novedoso el ascenso de Lula, en 2003, fue que, además de que era el primer presidente “de izquierda” electo en ese país, se esperaba que esa “izquierda” trajese algo de modernidad y de “aggiornamento” a una corriente ideológica que aparecía , en América Latina, como empantanada en una “weltanchauung” que data de la Guerra Fría.  Así, en el continente, con rarísimas excepciones, se sigue entendiendo todavía en 2012 que una persona, un partido o un gobierno son “de izquierda” cuando éstos se manifiestan proclives a la eterna dictadura cubana, cuando  practican  populismos reñidos con el estado de derecho y la racionalidad democrática más elemental o cuando, directamente, se declaran “comunistas”, es decir, todavía partidarios de las experiencias totalitarias soviéticas, chinas o pol-potianas. Los latinoamericanos sabemos que hace doscientos años que pagamos tributo a todas las versiones del autoritarismo y que, los que se dicen “de izquierda”, terminan, a la postre, siendo tan destructivos como los que se dicen “de derecha”. Casi todos los autoritarismos, por otra parte, se entronizan en nombre de “la democracia”.

Por ello, porque el ascenso de Lula auguraba muchos matices, si no es que, quizás, hasta algunas verdaderas diferencias con aquel amargo pasado “progresista” autoritario, fue que muchos analistas observaron la llegada del PT al poder con expectativa y optimismo. Muy rápidamente aparecieron periodistas, académicos, y “expertos” que celebraron, con desmesurada imprudencia, la aparición de una hipotética “social-democracia” brasileña liderada por el PT.

Y es necesario aceptar que, en los primeros momentos de sus largos ocho años de gobierno, Lula produjo algunas novedades y sorpresas. En su primer gobierno (2003/2006),  administrando hábilmente su prestigio personal, gobernó sin estridencias, con moderación y con cierta visión, un Brasil que había sido llevado hasta la cresta de la ola por el auge de las economías emergentes. Hasta en el terreno económico, después de décadas de equivalencia entre “política económica de izquierda” y voluntarismo e irresponsabilidad, la política económica de Lula se alineó sabiamente, aunque negándolo, en el eje de los lineamientos establecidos por su antecesor, Fernando Henrique Cardozo. El mejor ejemplo de esa nueva aproximación a la política económica fue el nombramiento del ex-presidente del Banco de Boston de los EE.UU., como Presidente del Banco do Brasil.

Son innumerables los aciertos de ese “primer Lula” e inconmensurables las cataratas de elogios que la prensa internacional desparramó sobre su gestión, a veces ignorando, a veces a sabiendas, que programas de gran impacto social como los de “Bolsa Escola”, habían sido establecidos por Fernando Henrique Cardozo y no por el gobierno del PT.

Pero, en realidad, poco importa aquí lo que los medios dijeron y dicen sobre Lula y sus gobiernos: la posibilidad de tener, objetiva y honestamente, una visión optimista del gobierno Lula duró hasta el año 2005.

Cuando se denunció que el tesorero del PT financiaba con altas sumas de dinero a los representantes del Partido Laborista del Brasil (PTB) para que votasen las propuestas gubernamentales, quienes están acostumbrados a llamar a las cosas por su nombre se reencontraron con la previsible realidad. El gobierno Lula era un gobierno corrupto, aliado con corruptos y rodeado de corruptos, que utilizaba los mismos mecanismos que el PRI mexicano usó durante décadas para construirse una oposición mansa y afín. Lula se las arregló para salir casi ileso del escándalo pero, como en la tragedia griega, debió saber que la ira de los Dioses vuelve, por lo menos, tres veces, porque dura tres generaciones.

Pasó el segundo período de Lula y, en pleno auge económico, el crecimiento se hizo firme y el mundo empezó a mirar al Brasil como una experiencia particularmente exitosa. Y, en muchos sentidos, lo era efectivamente. Pero, al mismo tiempo, comenzaron los primeros síntomas de la presencia de una mentalidad autoritaria al mando del proceso. Aunque el Brasil respeta razonablemente el libre funcionamiento de la economía y tiene algún cuidado, a veces, con los derechos humanos de algunos ciudadanos, al mismo tiempo es también el país que fomenta e impulsa la ruptura del aislamiento internacional del régimen teocrático de Irán (¿cómo se compatibiliza el pensamiento “progresista” con el de un régimen teocrático que lapida mujeres supuestamente infieles?) o el que da pie para que se arme el bochornoso incidente de la presencia, como refugiado en la embajada brasileña, del presidente hondureño Manuel Zelaya, “víctima” de un más que vidrioso “golpe de Estado”. En otros términos, la siempre prudente y profesional diplomacia brasileña comenzó súbitamente a colorearse de tonos estridentes, generalmente más afines a la política exterior de nuestras clásicas repúblicas bananeras que al inteligente profesionalismo de Itamaraty.

Cuando se aproximaba el final del segundo mandato de Lula, seguramente se planteó la posibilidad de intentar una reforma constitucional que permitiese al crecido Lula una segunda reelección y un tercer mandato. Lula no cayó en esa trampa.

Prefirió la técnica del “dedazo” mexicano y puso como candidata a la presidencia a una obscura persona de “su confianza”: Dilma Rousseff.  Es necesario decir que hizo casi todo bien. Desde luego, lo adecuado hubiese sido una verdadera elección interna en el PT para elegir al futuro candidato, pero eso no es del universo político brasileño. La sucesora electa por voluntad presidencial, y ratificada por voluntad popular, era la persona correcta: inteligente, dócil, más técnica que política y absolutamente incapaz de poner en marcha nada que no fuese aprobado previamente por el “patrón” del PT.

Todo anduvo bien, una vez más. Con la salvedad de la inoportuna aparición de un cáncer en la laringe del líder, que hoy se presenta como superado, el gobierno de Dilma Rousseff logró sortear, durante su primer año, escándalo de corrupción tras escándalo de corrupción de los ministros del presidente Lula, como si éste no estuviese al tanto de nada. Era un presidente “al margen” e inmunizado contra la enfermedad de la corrupción.

En otras palabras, ya se estaba configurando, entre el ocultamiento del “mensalao”, los cambios caprichosos en política exterior, la sucesión a la Presidencia digitada, las presiones reiteradas a la justicia y la explosión de escándalos de corrupción de los ministros heredados por Rousseff, el conocido perfil del autoritarismo latinoamericano más banal: el sueño de la “social-democracia” brasileña comenzaba a ahogarse en la pesada sopa populista autoritaria que padecemos desde siempre.

La semana pasada “O Guía Genial dos Povos”, como ya empieza a llamar a Lula la prensa brasileña más avezada, dio tres poderosos pasos, hacia una postura  ya casi chavista:
Primero solicitó una reunión con Gilmar Mendes, miembro del Supremo Tribunal Federal de Justicia y le pidió que detuviese el juicio sobre el “mensalao”, “para que no coincidiese con el calendario electoral”. El juez del STF no aceptó la presión y Lula no tuvo mejor idea que chantajearlo con un hipotéticamente cuestionable viaje a Berlín. Métodos de pequeño mafioso de barrio marginal. Resultado: la reunión y su tenor quedaron exhibidos en la prensa y el Brasil se pregunta, no sin ingenuidad “¿sería capaz Lula de presionar a un Juez del STF?”
Segundo, ante la relativa proximidad de las elecciones para prefecto de San Paulo, Lula proclamó como “su candidato” al ex-ministro Fernando Haddad. La senadora Marta Suplicy, candidata natural del PT para ese cargo, todavía está preguntándose qué pasó y la cúpula del partido se inclina vergonzosamente ante la decisión personal del “Jefe”.
Tercero, con recién apenas algo más de un año transcurrido del gobierno Rousseff, Lula aprovechó un evento televisivo para adelantar ya que será candidato “porque no va a permitir que un “tucano” (integrante del PSDB) llegue a la presidencia de la República”.

O sea, en buen cristiano, Lula, que no ejerce cargo alguno, regula el funcionamiento del STF, es Primer y Único Elector de los candidatos en su partido, “ningunea” abiertamente a la presidente en ejercicio ante su partido y la ciudadanía y ya se propone como candidato para las próximas elecciones.

¿Alguien duda, todavía, que la posibilidad de una “social-democracia” brasileña ya fue definitivamente enterrada por la incontrolable ambición de un redivivo “Yo, El Supremo”?